Opinión Nacional

Impulsos, lastres y mitos en la transición de Venezuela

Hace poco, dos panaderos de Caracas comezaron a competir. Para atraerse la clientela de una misma calle de la urbanización Montalbán, en la que funcionan sus establecimientos, ingeniaron un pugilato de ofertas y sorpresas que se convirtió en un acontecimiento para los consumidores de la zona y en una noticia digna de atención. El diario El Universal les dedicó una primera plana y un detallado reportaje, no en balde eran los protagonistas de un hecho inusual en Venezuela. Eran los únicos, aparte de Mac Donalds y Burger King, que encarnaban las maneras de negociar recomendadas por los brokers criollos.

Lo insólito del hecho quizá se relacione con la conducta del gobierno ante el discurso de la globalización. Sólo después de dos años de pensarlo mucho, el Presidente Caldera se animó a privatizar y desrregular las actividades económicas, financieras y comerciales. La decisión, que muestra el alejamiento del mandatario frente a una manera de concebir las funciones del Estado Nacional aceptada y respetada desde 1945, inaugura la transición suceptible de modificar en el porvenir las relaciones políticas y los usos vinculados a la creación y distribución de la riqueza.

Los cambios y la adhesión

En el segundo semestre de 1996 y en lo que llevamos de 1997, el país ha sido testigo de fenómenos qua avalan la decisión oficial de manejarse según reglas nuevas: suscripción de un convenio con el Fondo Monetario Internacional, eliminación de las medidas sobre control de cambios, aumento del precio de la gasolina, traspaso de empresas públicas a manos privadas, autorización para que las compañías extranjeras participen en el negocio del petroleo nacionalizado y, en especial, acuerdos para el encuentro de nuevas relaciones de trabajo. Este último suceso, logrado después de tratos arduos entre los ministros de la economía, los sindicalistas y los capitanes de las empresas particulares, aparte de resumir un ejemplo poco común de gobernabilidad, fractura el esquema tradicional de los nexos entre el Estado, los patronos y los obreros en el proceso de producción. Una medida de tanta envergadura, mediante la cual los voceros del gobierno anuncian el fin del paternalismo que lo había caracterizado y los líderes sindicales aceptan la modificación de los beneficios contractuales y de los sistemas de protección social, en atención a los vaivenes de la economía y a las proposiciones de los capitalistas, es el testimonio más evidente del esfuerzo que se hace para transitar caminos diversos.

Pero, ¿tales hechos garantizan la profundización de los pasos?, ¿aseguran que estamos en el prefacio de un nuevo gran momento de la sociedad venezolana? Los grandes momentos de una sociedad dependen de su alcance, del grado de participación de sus miembros y de la mayor o menor autonomía de la decisión que se pretende tomar. En una sociedad se puede operar una metamorfosis, sin que la voluntad de sus componentes influya de veras. Como sucedió con el proceso del descubrimiento y la conquista de nuestro territorio por los españoles. El elemento autóctono no determinó la magnitud del cambio, sino resortes foráneos. También pueden gestarse modificaciones, debido a la influencia de minorías hegemónicas o al interés de un mandatario. Como pasó en nuestro caso durante el mandato de Juan Vicente Gómez. El país tomó un rumbo, sin que las mayorías lo provocaran. Por último, una sociedad desemboca en una mudanza cuando sus integrantes participan en el proceso, así en términos masivos como en términos reducidos, y se adhieren a él. Por ejemplo, la insurgencia de 1810 contra el imperio español y el movimiento político de 1945 contra el postgomecismo. Ambos hechos modifican los rasgos distintivos de la colectividad.

En cualquiera de los casos, entran en juego factores endógenos y exógenos, instituciones civiles e instituciones políticas, ideas que mueven la conducta, personalidades decisivas y una clientela mayor o menor de actores y acólitos. La historia de cualquier sociedad puede ser leída sirviéndose de estos supuestos genéricos. Pero el elemento que importa ahora entre los señalados es el de la adhesión de los participantes al proceso de cambio. Los cambios pueden ser impuestos, pero también se pueden aceptar líbremente, y la irreversibilidad de tales cambios está estrechamente vinculada a la libre adhesión. Pensemos, por ejemplo, en la reacción del pueblo persa ante la Revolución Verde del Sha, o en el retorno de los feroces nacionalismos que se experimenta hoy en pueblos europeos que vivieron comunitariamente por más de medio siglo. La entronización del régimen islámico en Irán y las guerras de la ex-Yugoslavia, indican cómo los estilos de vida y de gobierno establecidos antes eran una imposición frente a la cual se reaccionaría en la hora propicia. Muy pocos se habían adherido de veras al plan propuesto por las cúpulas, pese al tiempo que pudo mantenerse. De allí que se batieran exitosamente por reemplazarlo.

La revolución de independencia y el suceso octubrista de 1945 produjeron una mudanza de trascendencia en los rasgos y en el comportamiento de la sociedad venezolana, debido a la adhesión que lograron entre los miembros de la sociedad. Un progresivo acercamiento de las multitudes a la causa de la insurgencia, produjo el establecimiento de la república y de los valores republicanos, permitió el acceso de nuevos protagonistas a las funciones de gobierno y un estilo de vida que ha perdurado por más de dos siglos. Sólo han surgido diferencias circunstanciales en torno al proyecto de los próceres. Sin embargo, las diferencias no contemplan la posibilidad de un retroceso, o de un viraje radical del fenómeno. El alzamiento de 1945, que pretendió la fundación del sistema democrático, contó con un entusiasmo gracias al cual pudo enraizar un plan de modernización, una proposición de vida ciudadana y de participación popular, una versión diversa sobre el papel del Estado, un esquema de industrialización y de funcionamiento del mercado nacional que han contado con general aceptación.

Debido al respaldo de la mayoría de los venezolanos, el experimento ha podido resistir la reacción autoritaria que ocurre entre 1949 y 1958, tempranas escaramuzas militares, lecturas contradictorias desde el seno de las banderías políticas, un movimiento guerrillero, ocho procesos electorales, el juicio de un Presidente y de un ex-Presidente, la defenestración de uno de ellos, dos presidencias interinarias y dos recientes intentonas golpistas. Alrededor del proyecto democrático no prevalece hoy el fervor de antes, pero, si se ha sentido su declive, no se ha visto su derrumbe.

El paraíso y el purgatorio

Desde el principio de los años ochenta se siente la decadencia y, a poco, se comienza a presentir el precipicio. Hasta en las alturas de la Presidencia de la República se advierten los síntomas de una crisis que se pretende paliar a través de la creación de una oficina para la reforma del Estado (COPRE). Una lluvia de papeles sobre la necesidad de cambiar aspectos fundamentales de la democracia , como la participación de los ciudadanos en los procesos electorales sin la atadura de los partidos, la necesidad de descentralizar la administración pública y de dinamizar el papel de los cuerpos deliberantes, persiste desde la cúpula y convoca a innumerables sesiones de reflexión. El auge de los documentos y de las reuniones coincide con la crisis de las economías del Tercer Mundo y con una avalancha de propaganda sobre las ventajas de la competitividad y de la globalización, anunciadas como panacea para las urgencias de un pueblo que está sintiendo ya la próxima terminación del paraíso.

Pronto la realidad ofrece evidencias palmarias sobre el trastorno del edén. La moneda pierde valor en relación con el dólar, fenómeno que obliga a limitar los hábitos dispendiosos de los sectores más privilegiados. Entre el 27 y el 29 de febrero de 1989, una convulsión le da ingratas sorpresas a los políticos y a los militares. Ocurren verdaderas batallas campales cuando el populacho de Caracas y de localidades aledañas, se alza contra el aumento del precio de la gasolina decretado por el Presidente Pérez. No sólo reacciona contra la aludida disposición, sino contra el conjunto de medidas que comenzó a calificarse despectivamente de «paquete neoliberal». Las pobladas que nadie había presentido, hacen que el pánico invada a la mayoría de los venezolanos acostumbrados a una rutina pacífica. En febrero de 1992, un intento de golpe militar llamado «bolivariano», pretende interrumpir el orden constitucional. Nueve meses más tarde, otros oficiales intentan infructuosamente derrocar al gobierno. Es tal la magnitud del desasosiego, que los factores políticos más influyentes le buscan una salida institucional al acosado mandatario, quien deja el poder en manos de magistrados interinos por decisión abrumadora del Congreso. Gracias al triunfo electoral de Rafael Caldera amaina la tempestad, mas no brilla a plenitud el sol en el cielo.

Por lo menos tres corolarios de entidad quedan de los acontecimientos. Primero, la sensación de que, en caso de que no se busquen salidas de urgencia, puede estar echada la suerte de los partidos, de los líderes y del sistema que han construído. Desde los difíciles inicios de 1958, a nadie le había pasado por la cabeza la alternativa de que la democracia no fuese duradera. Ahora se comienza a sentir que sólo el petroleo sostiene el parapeto, y no pocos desean que termine de una buena vez el experimento. En segundo lugar, sufre un golpe consistente la arrogancia que había distinguido a los venezolanos. Aunque no la perdemos del todo, aunque en el fondo seguimos creyendo en la existencia de un país excepcional, empezamos a descubrir que son fantasías la pertenencia al club de los naciones opulentas y la superioridad de nuestra sociedad frente a las sociedades del vecindario. En tercer lugar, entendemos que está exclusivamente en nuestras manos la solución del entuerto.

Nos invade la tentativa de crear algo nuevo, signado por lo endógeno. La nación soberana y autónoma, dueña de su destino, puede salir del atolladero. Es el resorte que nos mueve cuando elegimos a Rafael Caldera, quien seguramente cree en lo mismo junto con sus allegados. En general piensan el elegido y los electores que una red de escogencias trazadas a partir de los intereses nacionales, soldará las piezas del rompecabezas. Quizá el hecho de percibirnos como una sociedad con problemas, a pesar de nuestro subsuelo, a pesar de más de tres décadas de convivencia democrática, sea fundamental para enfrentar la transición. Pensar que Venezuela puede ser tan vulnerable como Haití o como Colombia, por ejemplo, abre la mente para el tránsito hacia un nuevo orden. En cambio, la conciencia de soberanía es un escollo en cuanto ignora las realidades de ese nuevo orden.

Lo verdaderamente novedoso en la escena es la mundialización, la globalización del capital, el poder superestatal de las transnacionales y, sobre todo, la tendencia a la universalización de las maneras de producir de los estadounidenses. Poco a poco se ha logrado que las miserias nacionales se ajusten al tirón de la flamante ecúmene. Ya nadie se atreve a ofrecer senderos autónomos desde la periferia, debido al énfasis que se ha puesto en los beneficios de la urdimbre, en la futilidad de las fronteras tradicionales frente a la penetración de las tecnologías avanzadas y en la supremacía de unos capitales dispuestos a establecerse en las comarcas más comprensivas. Las posibilidades de recibir los beneficios de los agentes universales del bienestar dependen de cumplir un recetario invariable, que incluye la aceptación de la existencia de un mando que opera en otras latitudes y que ordena el cumplimiento de dos tareas primordiales: la reducción del poder del Estado y el establecimiento de la democracia. En cuanto se realicen, podrá fundarse el bien común como consecuencia de las medidas dependientes de tales tareas, esto es, las privatizaciones, la desrregulación y la competitividad.

Pero frente a lo verdaderamente novedoso, frente a esa globalización que parece ineludible, están las peculiaridades del país y la necesidad de someter a crítica, desde la estatura nacional, lo que se reverencia como el evangelio de la posteridad.

Resistencias y objeciones

Entre las peculiaridades se debe considerar la idea que han tenido del gobierno y de la felicidad colectiva las figuras que ahora controlan el poder, formados la mayoría dentro proyecto aclimatado desde 1945. El Presidente Caldera, por ejemplo. Ha podido actuar en escenarios donde nadie lo creyó capaz, en cuanto ha concertado los pasos transicionales hacia la globalización señalados al principio, pero nadie le puede pedir que abandone los ideales a los que ha dedicado toda la carrera política. Hombre aferrado a los valores de la nacionalidad, resulta cuesta arriba que vea con buenos ojos que las decisiones no se toman en el Palacio de Miraflores, sino en el extranjero. Vigilante puntilloso de la paz social, que cuidó con paciencia de orfebre durante su primer mandato, es difícil que atienda la voz de la macroeconomía cuando esté en juego la tranquilidad ciudadana. Hombre aferrado a ideas que lo son caras, las defenderá frente al formulario que propone una solo pensamiento dominante para la salud del mundo. El legítimo desgarramiento que ha debido sentir frente a los dictados de una nueva gestión de pretensiones universales, es un dato que no se debe subestimar a la hora de pensar en el destino de la globalización en paises como el nuestro.

No se trata de un caso personal, aunque si se tratara no conviene soslayarlo debido a que compendia el parecer del Presidente en una república presidencialista; sino del predicamento por el que pasan muchos voceros estelares de la política. Un predicamento que puede convertirse en una comprensible antinomia.

Pero una de las antinomias más dignas de atención en el caso venezolano, tiene qué ver con el papel del Estado y con la poda que se le solicita como requerimiento para el éxito de la globalización. Voces tan autorizadas como la del Presidente Cardozo de Brasil, un estadista dispuesto a liderizar la transición en su país, han arrojado luz sobre el tema. En una conferencia pronunciada en Johanesburgo que publica O Estado de Sao Paulo en noviembre de 1992, expresó: «En lugar de debilitarse, el Estado debe más bien reforzarse para estar en capacidad de promover el desarrollo. En realidad el papel del Estado es mucho más complejo. Además de las funciones clásicas como la seguridad, la salud o la educación, debe acoger dentro de un cuadro democrático las crecientes demandas por mayor equidad, por más efectiva justicia, por un medio ambiente sano, por el respeto a los derechos humanos. A una ciudadanía más exigente debe corresponder también un refinamiento mayor de las acciones del Estado. Un Estado unido y organizado, en consecuencia, fuerte, se hallará en mejores condiciones para enfrentar las necesidades que se desprenden de la mundialización».

El argumento, de lucidez evidente, se observa en toda su consistencia si se traslada a la realidad de nuestro país. El papel que ha jugado el Estado en la historia y en la economía de Venezuela ha sido determinante, acaso único en relación con los repúblicas cercanas. Protector congénito de la nación, administrador del recurso supremo del petróleo, distribuidor del dinero para parasitar al país, mas también para proveer empleos de manera estable, sólo él tiene el poder que hace falta para sostener con éxito un programa de mudanzas. Ni la burguesía, ni los propietarios de tierras y ganados, ni los obreros cobijados en los sindicatos, ni las asociaciones no gubernamentales tienen fuerza suficiente para convertirse en palancas del cambio, no en balde su suerte depende, como la de todos los mortales del territorio, de la privanza pública que domina sin rival en las alturas. Cuando se clama por la poda del Estado, cuando se anuncia la hora menguada del Estado, parece imposible adelantar verdaderos cambios sin que el Estado venezolano mantenga su fortaleza. De lo contrario, no actuará con eficacia en el nuevo escenario.

Un escenario para cuyo fortalecimiento se insiste también en otro elemento difícil de ajustar en la conducta de los actuales venezolanos. Hoy, cuando se sostiene que la mejor manera de desempeñarse frente al reclamo de los tiempos no es otra que la de formar grupos integrados de naciones, o la de aceptar la existencia de un solo actor multinacional, lo cual obliga a la integración y a la superación de muchos confines lugareños, Venezuela experimenta un retorno a la nación y al nacionalismo. No se trata de un situación excepcional, si consideramos los recientes análisis de Heléne Carrere d’Encause sobre los sucesos del Este europeo, o el estudio de Dominique Schnaper sobre la reaparición de la idea nacional en los paises de Europa occidental y particularmente en Francia (Le Debat, Gallimard, número 63, enero-febrero 1991). Pareciera que al sentimiento nacional le viene de maravillas el clima de la globalización.

Pese a que bien se ocupan los venezolanos de ocultarlo, el país vive un retorno a la nación y al nacionalismo. El intento golpista de 1992 ha machado con éxito de seguidores la obligación patriótica de retomar el proyecto nacional de 1810 que deseaba fundar la más afortunada de las comarcas. La apertura petrolera ha generado un movimiento que ha sacado del baúl los dardos contra el imperialismo y los dicterios contra los vende-patria. Según el sociólogo Oswaldo Barreto, hemos recaído en la xenofobia y en lo que llama «mentalidad obsidional», es decir, en la sensibilidad que desarrolla un país cuando se siente sitiado. Pero no por una flotilla de marines, sino por los garimpeiros, por narcotraficantes y por un enjambre de desarrapados que vienen de Colombia, del Ecuador y de Santo Domingo y a quienes consideramos como un género de hombres diverso, menor y separado. ¿No es esta otra inesperada antinomia que conspira contra la transición y contra la globalización?

La insistencia en la necesidad de establecer y fortalecer los regímenes democráticos, hasta el extremo de que se conviertan en una suerte de sistema homogéneo, en una especie de depositario uniforme y confiable de los valores de la globalización, ocupará el último de nuestros comentarios en torno al caso venezolano. La proclamación de la democracia como condición para el funcionamiento de un conjunto compartido y superior de valores, de conductas y de formas de producir riqueza, pareciera lo más aceptable del recetario, lo más concordante con un estilo de vida que pronto cumplirá cincuenta años. Sin embargo, un rastreo de las encuestas que se han divulgado recientemente, demuestra el crecimiento del rechazo que sienten los venezolanos por el sistema democrático.

Lo ven como sinónimo de corruptela e ineficacia. Cada vez quieren menos a los partidos y a las instituciones de mayor trascendencia, como el Congreso y la Corte. Ven con buenos ojos a las fuerzas armadas, especialmente a la Guardia Nacional, y a instituciones que, como la Iglesia, no representan necesariamente una postura plural frente a los problemas nacionales(Demoscopio Venezuela, Cosar, Grupo Comunicacional, Datos de octubre a noviembre de 1996). Prefieren apostar a la incertidumbre de los protagonistas recién llegados, a figuras de la farándula y, por desdicha, al establecimiento de un régimen autoritario.

Celebran los ataques desmedidos y habitualmente irresponsables de los medios de comunicación social contra la política y los políticos. Es usual que el desencanto origine simpatías por las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, a quienes se atribuyen cualidades positivas que jamás tuvieron. Se ha visto con complanencia que el Presidente Caldera gobierne por decretos y no pocos voceros de importancia han pedido que dirija un calderazo parecido al fujimorazo del Perú. No son pocas las voces que piden procedimientos reñidos con los usos democráticos de gobierno. En suma, la añoranza del cesarismo o, en último caso, el deseo de que impere un cesarismo democrático, esto es, la democracia que hace de la Constitución Nacional un catecismo de buenas intenciones mientras se ocupa con énfasis del orden colectivo, invade las naderías de la existencia. Ha subido tan alto la escala de la resistencia popular ante los hechos de la democracia venezolana, que no sería peregrino suponer que se vea como otra imposición de los intereses extranjeros, como otro mandato incómodo del Fondo Monetario Internacional, en lugar de estimarla como el propósito más digno de conservación.

Lo primero y lo segundo

La posibilidad que tiene Venezuela de acoplarse a la globalización, implica la necesidad de superar la contradicciones que se han esbozado y que están presentes en el capítulo de la transición. Una transición incipiente, pero susceptible de ilustrarnos sobre los límites del proceso. Si nos atenemos al lenguaje de moda, los hechos se reducirían a la pugna entre neoliberales y nacionalistas, entre patriotas irredentos y brokers, entre vengadores de la democracia y políticos inaceptables. Si miramos más allá de la superficie, encontraremos la influencia de verdaderos y añejos fetiches: la riqueza del país, la acción del imperialismo, la arrogancia y la percepción negativa de los vecinos. Pero también encontraremos la idea de que es imperiosa la modernización del país para hacerlo más hospitalario, el sentimiento de derrumbe que obliga a repensar razonablemente la democracia, así como a sentar las bases de un nuevo desarrollo material; y la percepción de que la soberanía no es tan amplia ni tan irrebatible como se cree, debido al surgimiento de un ineludible poder supranacional que se debe considerar a la hora de ensayar derroteros distintos.

¿Cuál es el desenlace del problema? La respuesta no es cuestión de fórmulas escritas, ni de propuestas teóricas. El desenlace dependerá de la maña que empleen los venezolanos para superar las antinomias, antes de ahogarse en ellas. Pero el empeño no se debe poner en función de formar parte del planeta globalizado, que puede ser una ilusión de los poderosos y que alberga en su seno la posibilidad de numerosos perjuicios para las comarcas de escaso fomento económico. El empeño es obligante en cuanto puede generar otro gran momento de la sociedad, como el de 1810 y el de 1945. Si ocurre y encuentra la adhesión de las mayorías, la globalización llegará por añadidura, si llega de veras, mientras los venezolanos crean fenómenos medulares para el encuentro del bienestar.

Es el trance en el que veo a los panaderos del episodio referido al principio. Su competencia no importa porque estén aplicando las reglas del libre mercado, o porque se muestren como aventajados discípulos del catecismo globalizador. Importa porque traduce un intento de superación que no espera incentivos oficiales para salir adelante; y porque de tal esfuerzo se colige que la riqueza no proviene del subsuelo, ni la felicidad del tamaño del Estado; que la gloria no depende del patrioterismo y que nadie nos está sitiando para hacernos capitular. Acaso sean ellos los primeros enterradores de los fetiches que actúan como gríngolas frente a la realidad, o los pioneros de la sensibilidad que se precisa para la fábrica de un país que lleva muchos años esperando para labrarase un mejor destino. Tal debe ser la meta de la transición que hoy protagoniza Venezuela, sin plantearse a rajatabla la obligación, o la parejería, de ser una pieza más en el tablero de la globalización.

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