Aproximación al tema de la ética en Venezuela, o cómo la virtud y el delito se acompañan , con dignas excepciones.
La pasada semana se anunció la culminación de una especie de código de ética, encargado por la Oficina Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE). Es una suerte de manual que pretende llamar la atención sobre la necesidad de desarrollar una cruzada más evidente y efectiva contra la corrupción administrativa. Así mismo, el código sugiere un conjunto de normas para el trato con los usuarios de las oficinas públicas, mediante el cual se cierre el paso a las preferencias y a las solicitudes ilegales que habitualmente genera la relación entre el empleado y quien acude a su despacho. La iniciativa es saludable y conviene que no permanezca en el papel, pero hace falta examinar con mayor detenimiento el vínculo de los venezolanos con la ética. Es habitual que se considere el desarrollo de una conducta reñida con el decoro, con la honestidad y con la legalidad como problema propio y exclusivo de la sociedad contemporánea. Es habitual que se pretenda caracterizar a nuestros días por una conchupancia para delinquir, protagonizada por los ciudadanos y por quienes los gobiernan. Los discursos que se ocupan del tema llaman la atención por su abultado presentismo, como si se estuviera frente a un monstruo aclimatado en nuestros días. De allí la necesidad de aproximarse a las raíces del asunto, según pretende lo que viene de seguidas.
Ciertamente la riqueza del petróleo y la persistencia de gobiernos autocráticos a los cuales poco importan la legalidad y la opinión de la ciudadanía, hacen que se entronice la corrupción en el siglo XX. Nadie puede dudar que el clientelismo y el partidarismo llevados a sus extremas consecuencias, siguen exprimiendo con malas artes a los hidrocarburos desde 1958. Las fortunas personales que nadie puede explicar razonablemente, los gastos escandalosos en las campañas electorales, la preferencia por las fichas de la misma tolda en perjuicio de las credenciales del ciudadano común, la mentira campeando en las tribunas, la impunidad en los procesos de los delincuentes contra la cosa pública, forman, entre otras, una multitud de evidencias capaces de convencernos de que hemos inaugurado la corrupción con Castro y con Gómez para robustecerla en el período democrático, a la sombra de un Estado rebosante de oro negro. Sin embargo, no se tuvo que esperar a que Venezuela se incorporase al club de las naciones opulentas con sus partidos y con sus dictadores, para que el fenómeno habitara entre nosotros.
¿ Cuando echamos la ética al basurero? Nadie puede ponerle fecha a esa primera piedra. Pero puede encontrar en el siglo XVIII ,como nunca antes, un enjambre de pecadores sin castigo. Pecado y delito son semejantes entonces, pero la sociedad católica y ortodoxa que está en vísperas de declarar la Independencia no hace nada para desterrarlos. Al contrario, disimula ante su proliferación. La bonanza del país, traducida en el lujo y en el poder material de la aristocracia, es uno de los rasgos predominantes de la época. Las postrimerías coloniales también se caracterizan por la privanza de prelados ásperos que toman en serio su misión de fundar la Ciudad de Dios, con el auxilio del brazo secular. Ellos y los caballeros formados a la usanza hispánica, esto es, respetuosos de valores tradicionales como el honor y la lealtad, componen la partitura que debe bailarse entre todos. Pero no suena música sacra entonces, sino una jarana de amancebamientos, falsas promesas, perjurios, violaciones, bigamias, robos, falsificaciones de documentos, chantajes y pecados públicos. No hacen de bailarines los hombres probos, sino un cortejo de practicantes del sexo ilícito, de falsificadores y perjuros, de pícaros y de ladrones. Son severas las leyes que se pueden aplicar contra los pecados y los delitos. Penas como el cadalso, la excomunión, el tormento, las galeras, la infamia, el destierro, la mutilación y la pérdida del empleo, se pueden imponer sin contemplación de acuerdo con la magnitud de las faltas. Pero no se imponen. Las condenas benignas son usuales, así como las absoluciones inexplicables y la vista gorda del tribunal.
Pareciera que todos comparten el designio de fundar la Ciudad de Dios, sin acabar con la parcela de Satanás. Pero, ¿ es posible que sean cómplices del desarreglo de las costumbres, obispos tan rigurosos como Diego Díez Madroñero y Mariano Martí? ; ¿ se puede pensar que gobernadores tan diligentes como Portales , Lardizábal, Ricardos, Solano y Carbonell, olvidaran los códigos y los castigos ?; ¿ acaso eran corruptos los prelados de la iglesia y los burócratas del rey? No, en el sentido que hoy le damos al asunto. Simplemente jugaban con las reglas del sistema, unas reglas que permitían el escamoteo de la justicia y el triunfo de las actitudes reñidas con la ética. Ahora interesa la referencia a dos elementos fundamentales en el contenido de tales reglas: la proclamación de la existencia de personas especiales, y la insistencia en el carácter irreductible de los estamentos que forman la sociedad.
De acuerdo con las Constituciones Sinodales de 1687, especie de ley canónica especial para Venezuela, existe un tipo sui generis de vasallos que merecen un trato especial debido a su calidad de soportes del trono y de guías de los seres inferiores que habitan esta parcela del imperio. La ley canónica se refiere a los blancos criollos, a quienes denomina «padres de familia» y a quienes coloca en la cúspide por mandato de la divinidad y del pontífice. El monarca acepta la distinción, en cuanto les concede fueros y privilegios de carácter exclusivo. Así mismo, ordena que se les considere como vasallos de primera calidad porque descienden del tronco conquistador. De acuerdo con las leyes del reino, así como se nace noble se nace menestral, se nace plebeyo, y así debe ser hasta la consumación de los siglos. Nadie puede subir en esa suerte de escalafón celosamente vigilado por las autoridades. La rigidez de la división permite que los miembros de un estamento burlen descaradamente a los miembros del otro, aún a través de conductas reñidas con las normas más caras del papa y del príncipe, sin que se pague por la infracción.
Un mantuano puede solicitar tratamiento especial en una corte y manipular a los jueces, porque es «padre de familia». Si es sacerdote u oficial del ejército, se ampara en el fuero. Un pardo puede argumentar que su calidad le impide casar con una negra a quien violó, debido a que está prohibida la familiaridad entre las «castas». El indio se considera superior a los morenos y puede obtener ventajas frente a ellos en las causas civiles y criminales. Hasta los esclavos pueden valerse de su desgraciada condición, cuando tienen cuentas pendientes con pardos y con indios. Tales ejemplos son el pan de cada día en una sociedad en la cual existe manga ancha para la abundancia de delitos, y en la que las heterodoxias corren sin castigo, o con la complicidad de las autoridades. Una complicidad específica, vinculada a la época. Las autoridades sólo juegan con los cánones, los ajustan a la blancura del reo, a su fuero específico; o a las características del estamento del que forma parte. En el fondo no están violando la ley, sino interpretándola según el capricho de los vasallos venezolanos codificado en el manual de la ortodoxia desde los tiempos del poblamiento. Así el establecimiento da paso a las transacciones, a un machacado avenimiento entre el ser y el deber ser, que concluye en la fragua de una conducta ambivalente y poco orientada a las salidas enfáticas. Conviene recordar cómo estos sucesos ocurren en las vísperas de la independencia política. Forman la rutina durante las décadas anteriores a 1811. Conviene recordar cómo cuesta trabajo imaginar que se pudieran modificar en un período en el cual más importaba la salvación de la vida que la atención de pautas morales.
Si la ambivalencia en relación con la ética, marca la rutina de los venezolanos antes de la emancipación política; y si la independencia no tuvo tiempo de ocuparse del asunto, abrumada como estaba por los negocios bélicos, pudiera sugerirse que el flagelo forma parte del pasar venezolano desde el período fundacional. Cuando se va a dejar de ser colonia y cuando se es república, la ética no es un valor susceptible de determinar la conducta de manera invariable, sino un juguete que se puede manipular según la calidad de las personas. Los venezolanos cambian la indumentaria de colonos por el ropaje de los republicanos, pero ¿ hacen una mudanza interior que incluya las normas morales ? No abundan los datos al respecto, ni podían abundar en apenas veinte años de pugilato con unas costumbres que datan del siglo XVII, por lo menos. Quien busque la raíz de nuestros problemas éticos, no va descaminado cuando resuelve hacer un viaje hasta el siglo XVIII. Encontrará una sociedad acostumbrada a una aproximación particular al asunto, que se distingue por el pasar sinuoso, por la exagerada benevolencia, por la simulación que a todos conviene para que no se pierdan el favor del rey y la bendición del pontífice.
Un planteamiento como el que se viene desarrollando, puede desembocar en la negación de la posibilidad de una salida plausible del problema. No en balde el árbol que nace torcido nunca su rama endereza, como dice el refrán. Sin embargo, posteriores movimientos de la historia señalan que ha sido posible una metamorfosis relativa a lo que se siente en el país sobre la ética. Una metamorfosis primordial, aunque relativamente breve en términos cronológicos. La primera ocurre a partir de 1830, cuando la dirigencia resuelve cambiar las reglas para la producción y distribución de la riqueza en el país que apenas sale del proceso independentista. El país es un agujero, no hay caminos, no hay producción agrícola, no hay mano de obra, no hay dinero, no hay institutos de enseñanza. Pero hay que vivir en ese país y hacerlo hospitalario. El rompecabezas desemboca en un designio capitalista moderno, que implica el reemplazo de la ética tradicional por la ética de los propietarios modernos en un teatro que requiere, por sus profundas carencias, la confianza recíproca de quienes participan en la fábrica. Ciertamente no se funda entonces una arcadia de honestidad, pero corren cuatro gobiernos sin que los marque la mancha de las corruptelas. Entre 1830 y 1845, el escándalo del robo del erario desaparece de los periódicos, la pulcritud predomina en las oficinas públicas, los empleados modestos y serviciales cumplen su obligación. Un burócrata de alto rango, Santos Michelena, encarna las virtudes de un proyecto que ensaya pautas flamantes y cristalinas mirando hacia el porvenir. Mandatarios como Páez y como Soublette, hijos del proceso anterior y, por lo tanto, proclives a comportarse a la antigua, respetan el planteamiento del insólito funcionario. Son tantas las precariedades, es tan abrumadora la miseria, es tan evidente el aislamiento de la comarca, que el remedio consiste en embarcarse irremediablemente en la nave de ese progreso de los negociantes que piensan a la moderna, como los banqueros ingleses y los mercaderes gringos. Pensaron y sintieron demasiado como ellos y, en consecuencia, el plan apenas les duró tres décadas, pero exhibieron la alternativa de hacer un país diverso frente al país de la colonia y de la independencia. Un país en el cual se atendieron los dictados de la ética como no había pasado jamás.
Se tendrá que esperar a la muerte de Gómez para ver la resurrección del designio. El nuevo rompecabezas que significa la muerte del dictador y la obligación de incorporar a Venezuela al concierto de la contemporaneidad, conduce de nuevo a un tratamiento plausible del tema ético. Entre 1936 y 1945 será asunto ineludible para quienes pretenden enterrar el postgomecismo y fundar una sociedad guiada por los partidarismos de última hora. El movimiento octubrista de 1945, que pretende cobrar las cuentas de la corrupción antecedente e inaugurar un manejo pulcro de la administración pública, inicia procesos judiciales de aleccionamiento y lucha porque la Constitución y los códigos atiendan el problema de acuerdo con el reclamo de los tiempos, en un esfuerzo parecido al de 1830. Hasta 1948 les llega el aliento, debido al golpe militar contra Rómulo Gallegos, pero un lapso de pulcras relaciones con el dinero de todos, de limpias ejecutorias en los tribunales, de funcionarios que más abedecen a la república que a los mandones, deja una nueva indicación sobre cómo es posible la arquitectura de una nación honorable.
Seguramente dos golondrinas —una que vuela en 1830 y la que surca los aires en 1945— no hacen verano. Pero testimonian un esfuerzo de cambio interior, un reflexión desde lo profundo del ser venezolano, sin cuyo conocimiento no se podrá jamás variar la relación de los venezolanos con el tema de la ética, observado desde el punto de vista público. No en balde demuestran que se puede variar el código de la moral acomodaticia de los orígenes, si los políticos y los ciudadanos se comprometen frente al aprieto del ambiente y frente a la necesidad de llevar una vida distinta. El esfuerzo de la COPRE, señalado al principio, puede participar en el compromiso, si no olvida que otros hombres escribieron y vivieron un manual de conducta capaz de hacernos mirar a la política desde una perspectiva más edificante y más enaltecedora.
——————————————————————————–
* Escritor, Presidente del CELARG