Opinión Nacional

La política del fast-track

Hay una larga lista de situaciones y eventos recientes que ilustran nuestro síndrome del fast-track: la búsqueda de atajos, que no es otra cosa que pasarle por encima, por debajo o por un lado a las instancias, las discusiones, las reglas, la reflexión e, incluso, a las personas que sea necesario con tal de alcanzar rápido un propósito que se pueda lograr pronto.

El debate en torno a la composición del Consejo Nacional Electoral y de la Corte Suprema de Justicia, las consideraciones en torno a las elecciones regionales y nacionales, la popularidad de Chávez y Sáez, el foco generalizado en la popularidad de los candidatos debidamente acompañado del frenesí por las encuestas, la convención de Copei y, en general, el poco esmero de los partidos en el cumplimiento de su trabajo, son algunas de las evidencias recientes de la política del fast-track.

El fast-track como cultura

Nuestro gusto por la vía rápida se manifiesta con creciente intensidad y visibilidad tanto entre nuestro liderazgo como entre la gente común.

Como cultura se evidencia ostensiblemente en nuestros partidos políticos quienes luego de desempeñar el papel de enlaces muy importantes entre el gobierno y el resto de la sociedad, con el paso de los años fueron dejando de cumplir con sus tareas más elementales: las de articular y representar los intereses de la sociedad y las de proponer e impulsar los programas para atenderlos. Poco a poco la filosofía de la vía rápida -la de lograr, mantener u oponer al gobierno a través de pactos y repartos, ajustados y reajustados- fue debilitando seriamente a los propios partidos y desprestigiándolos a ellos y a todo lo mucho que controlaron en la política y en el conjunto social.

En tiempos de campaña electoral, esto es más visible que nunca: el debate se ha ido centrando más y más en las candidaturas. Así, las discusiones programáticas no han recibido el impulso que cabría esperar en tiempos de «antipolítica», ni desde los partidos ni desde el resto de la sociedad; de modo que el foco sobre quién es el candidato o la candidata se corresponde ahora más que nunca antes con la política del fast-track: la búsqueda de un mesías o una santa cuyo liderazgo nos conduzca por algún atajo milagroso a metas que no importa mucho discutir.

La proliferación de encuentas es a la vez reflejo y refuerzo a la tentación de moverse por atajos: estimula la «economía del voto» y promueve aquella explicación-justificación según la cual «no hay oportunistas sino oportunidades».

La recuperación de negociabilidad

No es poca cosa lo que está en juego con esta tradición del moverse por atajos, acentuadísima desde 1992 luego de los intentos de golpe y muy especialmente desde 1993 con la destitución del Presidente Pérez. Lo que está en entredicho es la posibilidad de enfrentar democráticamente nuestra nueva conflictividad y de construir nuevas oportunidades para las transformaciones institucionales. En eso consiste la pérdida de negociabilidad, de eso que hace a las sociedades gobernables.

En la medida en la que en Venezuela cambiaron los términos de la ecuación -demandas relativamente simples, conciliables y canalizables vis a vis recursos suficientes en manos del Estado para distribuir en cuotas y fórmulas diversas, pero siempre goteando a toda la sociedad- se fue evidenciando que no era sostenible un estilo de negociación social que se basaba en los siguientes supuestos: que todo era negociable o, al menos, que habría siempre ganancias razonables para todos; que el Estado era el gran distribuidor de la gran riqueza nacional y que a todos los venezolanos nos correspondía una actitud de reclamación de nuestra cuota-parte (de allí que participar fuese sinónimo de reclamar); que la conflictividad social era esencialmente negativa y que había que conciliar a como diese lugar los intereses enfrentados, caso en el cual el Estado era un mediador indispensable mientras en el sistema natural de resolución de conflictos -el judicial- tendía a reinar la discrecionalidad.

De un tiempo a esta parte, en un ambiente político de mayor volumen y variedad de sectores, organizaciones e intereses, así como de menor disponibilidad de recursos para distribuir desde el Estado, el desafío de la gobernabilidad es el de identificar y ampliar fórmulas y ámbitos para llegar a acuerdos básicos. El reto inicial es aceptar el conflicto y crear los medios para atenderlo aprovechando su potencial transformador al lado de las posibilidades para la coordinación social. Es en ese sentido entonces que la gobernabilidad democrática se refiere a la construcción y desarrollo de negociabilidad, dentro de nuestra sociedad y hacia afuera.

El caso es que nuestra negociabilidad deriva no sólo de los «hechos» y las posibilidades «objetivas» (tales como la diferencia entre las presiones de gremios en el sector público por mejoras salariales y las disponibilidades presupuestarias; o las pugnas partidistas por cargos-cuota en instituciones públicas), sino que depende fundamentalmente de las motivaciones de quienes son parte en el conflicto (que usualmente no se ven como «remeros» en el mismo barco) así como de las capacidades y habilidades para moverse en la búsqueda de soluciones y opciones (más allá de la especificidad del asunto en disputa, más allá de los resultados inmediatos y del corto plazo).

La recuperación de negociabilidad, esa que es posible construir si se revisan sus posibilidades a partir de nuevas motivaciones y capacidades, es el desafío más importante de un proyecto, programa, pacto o acuerdo para enfrentar los nuevos retos económicos, culturales, sociales y políticos de Venezuela. No es un programa típico de gobierno, de esos que enuncian issues y proponen estrategias para tratarlos. Tampoco es un pacto entre élites, o entre viejos y nuevos actores sociales en torno a una agenda de trabajo.

El pacto que se requiere es uno que comience por construir negociabilidad, que significa estimular un cambio en las motivaciones y en las capacidades, en la cultura y en las instituciones.

En cuanto a las motivaciones, a las razones para aproximarse a lo público (aceptando para empezar lo difuminado de sus límites), es necesario modificar la actitud de reclamación de cuotas de riqueza y oportunidades (que todos pensamos que nos tocan y nos merecemos) por una de creación de recursos y de opciones, cambiar la orientación hacia resultados inmediatos por una que contemple las consecuencias de mediano y largo plazo sobre cada cual y sobre los demás; ese cambio ayudaría a superar el déficit de responsabilidad y de confianza que nos aqueja. En todo caso, esta tarea, a asumir de inmediato -y ya hay importantes esfuerzos de educación cívica en eso- ira rindiendo frutos en el mediano y largo plazo.

La responsabilidad de los partidos

A los partidos corresponde una cuota especialísima de responsabilidad en ese cambio de estilo de negociación y en la construcción de confianza. El balance de estos días no es demasiado alentador: los partidos parecen estar optando por el fast-track, en bajadita y con patines, fortaleciendo los rasgos más negativos para la recuperación de confianza dentro de ellos mismos, en las más importantes instituciones de la democracia y, en general, en la vida política y social.

De los partidos esperábamos que se viesen a sí mismos como participantes centrales en un ambiente democrático y que se comportasen en consecuencia. En cambio, pese a la aparente mezcla de apatía y volatilidad en las actitudes del electorado, a los sustos de cada cual frente a eso, y a las nuevas candidaturas, los partidos siguen actuando en base al viejo estilo de negociación política que privilegia los resultados de corto plazo por encima de las consecuencias de mediano y largo plazo, que se centra en el aprovechamiento de las opciones inmediatas sin pensar mucho sobre las oportunidades que se pueden y deben construir para el futuro. Y esto parece ocurrir así tanto dentro de ellos como en sus relaciones con los demás y con el país.

El enorme deterioro y las evidentes dificultades para el aprendizaje que ostentan nuestros partidos no debe hacernos olvidar que no hay democracia sin ellos y que, por tanto, hay que trabajar desde adentro e influir desde afuera para transformarlos.

Eso significa, por una parte, volver a lo básico, a lo que corresponde como mínimo hacer a los partidos: articular intereses sociales y proponer programas de trabajo para atenderlos desde el gobierno y desde la oposición.

Por otra parte, no da lo mismo cómo se cumpla esa tarea básica: para hacerla bien hay que hacerla democráticamente, hay que descentralizar a los propios partidos y convertirlos en servidores de la sociedad, en representantes y promotores de una nueva manera de hacer política. Los partidos deben aprender a verse como interlocutores privilegiados entre el Estado y la sociedad y, como tales, con una muy especial responsabilidad para devolverse a sí mismos y a las instituciones democráticas más importantes la confianza perdida.

Eso sólo se logra con programas, a través de compromisos con y desde la sociedad para llevar adelante transformaciones que tomarán más de un quinquenio, entre las que se siguen contando muchas de las propuestas de reforma planteadas hace casi una década: democratizar los partidos y hacer transparente su régimen de financiamiento y el de las campañas electorales, acentuar la descentralización, reformar el poder judicial y transformar el sistema educativo y la red de seguridad social. Y para eso no hay fast-track.

*Profesora titular de la Universidad Central de Venezuela

e-mail: [email protected]

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