La juventud está perdida; en Internet
En cada generación se dice que los jóvenes no leen, no estudian, no piensan, no tienen gusto y no sirven para nada, que el mundo no pasa de la presente juventud, la peor de la historia desde la invención del fuego hasta la Macintosh G3 y la Pentium III ó la que acaba de salir esta mañana. No sé en verdad cómo la humanidad ha sobrevivido a cada nueva generación, que más bien, según eso, debiera llamarse degeneración. Supongo que mis padres habrán dicho eso de la mía y mis abuelos lo mismo de la de mis padres. La primera generación perdida debe haber ocurrido inmediatamente después de la aparición primer homo sapiens. Claro, no fue así, homo sapiens apareció gradualmente, pero si no fuera necesario hacer esta aclaración para la gente tonta, sería rico imaginar el primer conflicto generacional entre hachas de sílex y dominio del fuego. Seguramente la primera generación que controló la candela fue tildada de perdida precisamente por eso. Y no te digo de estos jóvenes de ahora que son tan estúpidos que andan jugando con ruedas en lugar de dedicarse a cosas serias. Y dígame usted, doñita, estos mozuelos que usan ahora arcos y flechas para cazar, en vez de hacerlo a palos como hacíamos los hombres de verdad, los de antes. Es que la juventud está perdida. Y otras idioteces por el estilo. Aunque no debiéramos quejarnos tanto, tal vez el vituperio de los jóvenes está inscrito los genes de homo sapiens, quien como dice Edgar Morin, no solo es sapiens sino también demens e hystericus.
En fin, la presente no es la primera generación acusada de boba. Pero veamos más de cerca en qué consiste esa bobería. En primer lugar se dice que la juventud no sabe hablar. Claro, uno oye a un chamo de 15 años y lo compara con Alexis Márquez y piensa que ese chamo es un estúpido porque no usa las oraciones subordinadas del modo impecable en que lo hace Alexis. No hacen las citas cultas de Arturo Úslar Pietri, ni las digresiones de García Márquez. Y, claro, tampoco resuelve ecuaciones de segundo grado ni diseña rascacielos. No sabe. No tiene edad para saber esas cosas. Ya vendrán. Pero sabe otras que causan envidia a los que les llevamos varias décadas. Manejar una computadora con la destreza que derrochan desde apenas dos años de edad no es menos mérito ni menos provecho que manejar un bisturí, un sextante o la prosa de Jorge Luis Borges, cosas que, por cierto, no todo el mundo maneja (yo, por ejemplo, no manejo ninguna).
Los jóvenes no leen, ese es otro cuento. Aparte de que tampoco son muchos los adultos que leen, los jóvenes sí leen. Ah, no leen la Crítica de la razón pura, ni La comedia humana, que tampoco es que las lee mucha gente. Y es eso precisamente sobre lo que quiero prosar estas líneas. Leer ha sido siempre ejercicio aferrado al medio en que es posible inscribir las letras. Piedra, bronce. Luego papiro, pergamino. Hoy papel, y más hoy todavía pantalla cibernética. Para no hablar de vallas, carteles, grafitti, tan viejos y tan nuevos. Me cuesta imaginar que antes del papel fuera posible exponer ideas largas. La Lógica de Aristóteles no podía transmitirse en un mural tallado a cincel, como sí se podía con el Código de Hamurabí. Era costoso, incómodo de leer, inapropiado. Eso fue posible cuando se adoptó el papiro. Entonces era posible discurrir sobre esas cosas en metros y metros de papiro enrollado. Ya entonces el medio era el mensaje.
Lo era además porque el rollo determinaba una detención casi secuestrada. Había que tener esclavos que te sacaran el rollo del jarrón donde usualmente se guardaba, lo montara en un bastidor y comenzaran a extenderlo a tu vista. Por esclavos que fueran no era práctico pedirles a cada rato que te buscaran otro rollo para verificar una cita. Podías hacerlo, pero la limitación práctica lo hacía poco recomendable. Podían importarte poco los esclavos, esas cosas que trabajan, mas era fastidioso desmontar el rollo, montar el otro, para verificar una cita escondida quién sabe en cuántas vuelta de manilla. Tenías que resignarte a leer y leer a aquel autor, porque después de tomarte tanta molestia no era como para tirar el libro así en una mesa de noche y no ocuparte más de él, como nos pasa ahora con un libro mal querido. Es algo parecido a la diferencia que hoy existe entre el casete y el disco. Para buscar una canción en un casete tienes que hacer avanzar y retroceder la cinta hasta encontrar el punto exacto. En un disco es más fácil. Por eso se nos hace fastidioso el casete, cuyo único mérito es que es grabable a bajo costo, mientras aparecen los grabadores de CD de bajo costo y tan fáciles de usar como el casete.
Ese modo de leer fue superado por el libro encuadernado tal como lo conocemos hoy. Era más fácil, no hacían falta esclavos, que podían ahora holgar u ocuparse de labores más interesantes. Uno tomaba un libro del estante y verificaba la cita. La lectura se hizo más saltarina, más interrumpida, más fragmentaria, más irresponsable, más frívola. Ya no era el acto solemne de sacar el rollo para que un lector leyera aquello en voz alta, ah, porque Platón leía en voz alta. San Agustín cuenta que el primer hombre que leyó sin mover los labios fue San Ambrosio de Milán y por eso fue de los primeros que leían solos. Así era de tonta la cosa. El libro encuadernado hizo posible leer sin ceremonia, fue un paso hacia la secularización de la letra. El siguiente paso fue la imprenta, que inundó al mundo de papel garabateado y entonces leer se hizo común y Alonso Quijano podía volverse loco creyéndose Don Quijote a fuerza de leer tantos libros de caballería. Pero eso no acabó con la lectura solemne y de ideas largas. La gente siguió leyendo la Metafísica de Aristóteles, pero mejor, más barato más masivamente. Ver Los signos quietos.
Con el hipertexto tenemos un nuevo salto categorial. Leer es experiencia más saltarina. El libro de papel no compite con el libro electrónico. No se disputan el uso porque son cosas distintas. Algún día tendremos papel electrónico para podernos llevar la versión electrónica de Los hermanos Karamazov para la orilla de la piscina, pero mientras eso llega, es mejor llevárselos en la versión de papel que en una PowerBook o incluso en una Palm Pilot. En la computadora el libro tiene otra utilidad, la del hipertexto precisamente, para hacer búsquedas rápidas, para hacer consultas apuradas, más rápido que en el libro de papel y más aun que en el rollo de papiro.
Los jóvenes son expertos en esa lectura saltarina. Ese es el asunto. No suelen leer Los hermanos Karamazov, al menos en masa como hacíamos antes cuando no teníamos computadoras y, quién sabe, hacíamos de necesidad virtud, ganábamos a Dostoyevski, pero perdíamos lo que hoy ganan los párvulos. Ahora leen páginas Web, sin papeles, leen chats, leen emails, leen los mensajes de los juegos, leen mensajes de ICQ, leen mucho. Me refiero a los que tienen Internet, no a los que la penuria subdesarrollada (o desarrollada, porque allá también la gente pela) impide tener una computadora o a aquellos venezolanos a quienes la falta de una fortuna formidable impide pasar horas navegando, teniendo que pagar luego las tarifas telefónicas más altas del mundo.
¿Qué consecuencias tiene esta lectura saltarina, espasmódica, fragmentaria, molecular, enciclopedia, de diccionario, de directorio telefónico? No lo sé. Para mí es tan nueva que apenas comienzo a darme cuenta de lo que significa. Pero en mí es distinta que en los chamos, porque yo aprendí a discurrir por las ideas largas, las que se exponen en cientos de páginas y aún leo esas cosas, novelas, ensayos, tratados, manuales, crónicas. De modo que esta nueva lectura se enfrasca dentro de aquella vieja manera de leer. Si me meto en un chat dedicado a Shakespeare veo que los participantes hablan en inglés isabelino y sé que lo es porque he leído los libros en que está escrito Shakespeare en inglés isabelino. Pero los chamos tendrán que buscar los libros del Bardo para saber por qué en ese chat los tipos escriben un inglés tan raro. No todos los chats hablan en inglés isabelino y los más usan un lenguaje más extraño aún, lleno de alusiones insólitas, de signos nuevos, los llamados emoticones :-), 😉 y otros miles. Pero eso no es lo más importante en un chat, ni siquiera que los jóvenes tienen que desarrollar cierto nivel de buena ortografía en la medida en que leer cozaz mál ezcritaz puede cer imcomodo y zovre todo lento.
Lo más importante del chat es la capacidad taumatúrgica. Cierto que puedes entrar al chat con tu nombre y apellido y hasta dar tu número de identificación. Pero no solo no hace falta sino que la tentación de inventarse una máscara es incitante. Si nos las inventamos fuera de los chats y es raro quien no lo haga con frecuencia o siempre. Cuando voy a enamorar a una chica me ofrezco de un modo distinto a como me le ofrezco cuando estoy casado con ella. Lo mismo hace ella, claro, que favor con favor se paga. Parecido hacemos cuando vamos a una entrevista para conseguir empleo. Nos comportamos allí distinto a como hacemos cuando estamos en una fiesta entre amigos. Son máscaras, los sociólogos las llaman roles, y cada rol tiene su guión. Pero no podemos, salvo con mucha dificultad, travestir el sexo, la edad, la raza, la contextura. Las más de las veces es imposible. Con esta barba difícilmente alguien me crea mujer, y mucho menos que estoy bien buena. Pero en Internet puedo ser Rambo, quinceañera, budista, asesino a sueldo, monja, terrorista, chacotero, cobarde, putañero, fabricante de bombas atómicas. Y si me las arreglo para ser convincente la gente me lo cree, algunos hasta querrán creerlo. Se me diversifican las máscaras y la imaginación se pluraliza más allá del delirio. Ver Habeas spiritum.
La molecularización de la lectura se nutre de mil enlaces inesperados. Comienzo buscando en Yahoo o en Auyantepui la palabra cohete y termino leyendo un ensayo sobre chupetas de chocolate de Chuao. También pasa con los libros, pero menos. Tenemos que ir a la biblioteca, internarnos en ella, buscar los libros o pedirlos, lo que se tarda a veces tanto como se tardaba el antiguo esclavo en localizar y traer el rollo de papiro. Ahora salto como un conejo de un lugar a otro del universo mundo y del universo de signos. Ya no me interesa en qué sitio del planeta está ubicada una página Web, basta que me interese. Uno se extravía en el laberinto y tiene dos opciones: se arma con el hilo de Ariadna para no perderse o se deja llevar por la perdición deliberadamente, en esa borrachera de signos, conceptos, imágenes y aparece la serendipity esa capacidad de encontrar lo que no se te ha perdido, como cuando uno anda buscando una cosa y encuentra otra que tal vez era más interesante. Buscas aguja y encuentras paja, que es más útil, sobre todo si crías caballos. En Internet uno, como en la ranchera, se tira a la borrachera y a la perdición, pero sin peligro ni daño y sin pasar vergüenza. Cuántos descubrimientos se hicieron así, cuánto debe el conocimiento al azar e incluso al error, como dice un libro reciente de Umberto Eco, precisamente titulado Serendipity. A errores así debemos el descubrimiento de América, porque Colón pensaba que iba para Cipango o Catay, como entonces llamaban al Japón y la China. Nada menos que América, un continente, una humanidad, el lugar donde la humanidad se encontró con la humanidad. Por serendipity. Colón es el gran maestro de la serendipity.
Internet es multifocal, poliédrica, delirante, libérrima. En ella el conocimiento no tiene aduanas ni paga peajes. Cualquiera puede comunicar cualquier cosa a cualquiera. Es imposible resumir aquí las consecuencias de las mutaciones culturales que deberemos a Internet. Además para decírtelas tengo que esperar que yo las pronostique sin error o que aparezcan por ahí y yo las vea. O que otro más hábil las pronostique. Mientras tanto vamos a aprender de la joven generación, creo que tiene mucho que enseñarnos porque solo los que aprenden sin cesar pueden enseñar.