Favaloro y el último by-pass
El argentino René Favaloro, uno de los grandes médicos del siglo XX y, a juzgar por los testimonios de sus colaboradores, un extraordinario ser humano, introdujo media docena de cartas personales en sus respectivos sobres, las lacró, colocó una pistola junto a su pecho y se quitó la vida. Era el principal creador de la técnica del by-pass que tantos moribundos salvó, que tantos corazones sanó. Hay una triste ironía en que la persona que amorosamente, directa o indirectamente, reconstruyó el corazón de millones de enfermos, decidiera destrozarse el suyo propio. ¿Por qué lo hizo? Aparentemente estaba muy deprimido. Abrumado por los aprietos económicos de su famoso instituto de cardiología, que a su vez se debían, en gran medida, a las cuentas no satisfechas por el Estado. Pero, a menos de que lo expliquen y a condición de que cuenten toda la verdad, nadie conoce las razones últimas de los suicidas, aunque siempre es posible establecer una hipótesis general: las personas se matan cuando han perdido toda ilusión en el mañana. Cuando creen que el futuro siempre será peor. Esto lo saben muy bien los sicólogos expertos en crisis maniaco-depresivas: la única manera de evitar el peor desenlace es devolverles un poco de esperanza a los pacientes. A Favaloro no le quedaba nada. ¿Calculó Favaloro el intenso debate que su muerte provocaría en Argentina? ¿Intuía que su trágica decisión desataría una búsqueda de culpables? Supongo que sí. Un hombre tan brillante no podía ignorar que el suicidio es casi siempre una forma de acusación, una protesta imposible de ignorar. En todo caso, aunque no fuera ese su propósito, su pistoletazo ha sido una especie de útil revulsivo, una llamada de atención sobre la falta de apoyo que padecen las mejores cabezas en Argentina y, sin duda, en todo el ámbito iberoamericano. A diferentes escalas y por diversas razones, la historia de Favaloro -un excepcional talento que, para contribuir al bienestar de sus semejantes y a su merecida gloria personal, debe luchar contra la ignorancia de la sociedad y la indiferencia del Estado – es uno de los episodios más reiterados en todas las naciones que componen nuestro mosaico cultural.
El asunto es muy grave y, a la vez, tremendamente importante. Tanto, que acaso explique uno de los más enigmáticos fenómenos de nuestra cultura: el porqué es tan estéril nuestro medio en el terreno técnico y científico; por qué es tan reducida nuestra contribución a la investigación; por qué nuestras universidades y centros educativos son tan poco creativos; por qué son tan escasamente originales. Lewis Mumford, en su libro clásico Técnica y civilización -publicado en los años 30 -, al final de la obra compila una lista de los quinientos hallazgos, invenciones o innovaciones más importantes desarrollados en el último milenio, y solo anota un nombre español: Blasco de Garay, quien le añadió unas útiles ruedas a los barcos, modificación que luego sirvió para acelerar la navegación fluvial. En realidad, muy poco. Es verdad que hubiera podido agregar al histólogo Santiago Ramón y Cajal, a Juan de la Cierva -el inventor del autogiro – o a otra docena de valiosos científicos surgidos en nuestro mundillo iberoamericano, pero seguirían siendo un puñado tan exiguo como heroico. El seis por ciento de la Humanidad habla en español o portugués, mas nuestra contribución -Brasil incluido – en el campo científico y técnico resulta raquítica. Esa es una triste verdad.
¿Tiene eso que ver con el poco respeto que les manifestamos a nuestros hombres y mujeres de ciencias? Probablemente. El aprecio de la sociedad es una de los acicates más enérgicos con que cuentan los creadores. Thorstein Veblen, el gran economista y sociólogo norteamericano, vivía persuadido de que ahí estaba la gran motivación que movilizaba el esfuerzo de las personas superiores. Nadie se deja la vida tras un microscopio o en una biblioteca por acumular dinero. Tampoco ese sacrificio puede explicarse por la voluntad pura de servicio a los semejantes, aunque no hay duda de que ese suele ser un componente muy importante en la sicología de los creadores. La gloria por llegar primero, por explorar campos desconocidos del saber y demostrar con ello nuestra valía, es un poderosísimo estímulo. Pero esa pulsión interior que sienten unos pocos, de la que luego todos nos beneficiamos, necesita del reconocimiento público y del apoyo general para convertirse en una actitud generalizada.
Ojalá que el triste episodio de Favaloro sirva, en Argentina y fuera de ella, como el punto de partida de un examen a fondo de la situación de la ciencia en nuestros países, del papel que desempeña la intelligentsia y del de nuestras instituciones educativas. Si le fallamos a este sabio cuando vivía, su muerte, en cambio, pudiera abrirnos el camino para ese debate medular e inaplazable que se deben nuestros pueblos. De una hermosa manera, su muerte sería su último y más exitoso by-pass.