Retrechería a millón
Quienes creemos en el respeto y el civismo y en que los uniformados deben estar sometidos al Estado de Derecho y, consecuentemente a las normas legales, observamos con horror la escena en la cual piquetes de guardias nacionales bloqueaban con sus escudos las entradas al Palacio Federal Legislativo para impedir que tanto diputados como empleados y visitantes pudieran acceder a él. Según la noticia, tal acción sucedió porque el coronel Lugo, de infame recordación por el inmerecido y aleve empujón que le dio al presidente de la Asamblea Legislativa, ordenó tal insensatez para impedir que la Asamblea sesionara. La primera pregunta que surge es: –¿lo hizo porque le salió del forro o porque recibió instrucciones de su superior inmediato? Y la segunda es: Y si fue por lo segundo, ¿quién es su superior inmediato, un militar con mando de unidades o un capitoste del partido de gobierno? Porque si es verdad lo del Evangelio de que “por sus obras lo conoceréis”, uno tiene que deducir que el chafarote de marras es una ficha del PUS. O, por lo menos, así se comporta, no como debiera hacerlo un comandante que tenga como su única responsabilidad la incolumidad del parlamento.
Eso de impedir que el Poder Legislativo sesione es un delito de los más graves que pueda cometerse en un país que se aprecie de civilizado. La ofensa del tal coronel Lugo es muy parecida a la que cometió el comandante Tejero en el Congreso de los Diputados español durante los hechos del el 23 de febrero del año 81. Lo único diferente es que aquel no efectuó disparos en el hemiciclo, pero la gravedad de los hechos es idéntica. Porque impidió por la vía del hecho que los diputados expresaran sus opiniones; vale decir, perturbó el orden público al obstaculizar que se conociese la voz del pueblo, personificada en sus representantes.
Para que se entienda mejor la gravedad de lo cometido por el milico de marras –es que la denominación de “militar” le queda grande– pongo un trío de ejemplos, dos históricos y uno del derecho comparativo actual. En la Roma antigua, estaba prohibido tanto el ataque a los representantes populares como la interferencia en el ejercicio de sus funciones. La razón se fundamentaba en la libertad que estos debían gozar para expresarse y hacer saber lo que pensaban sus representados. La incolumidad de los senadores rayaba en lo sagrado porque representaban, según los lábaros que usaban sus legiones, al Senatus Populusque Romanus (Senado y pueblo romano). Quienes la violentaran se convertían en reos de muerte. Pero la verdadera institucionalización de la inviolabilidad de los legisladores comienza en la Inglaterra del siglo XVII, cuando el Parlamento pasó el Bill of Rights para evitar los abusos de poder de James II, quien acusaba de delitos a quienes les resultaban inconvenientes y, así, apartarlos de la toma de decisiones que no le cuadraban a la corona –¿algún parecido con la actualidad? O sea, que desde muy antiguo, esa inviolabilidad de los parlamentarios tiene su origen en la necesidad de la separación de poderes y la búsqueda de la independencia del poder legislativo con respecto al ejecutivo. Aquí, los tinterillos que complacen todas las arbitrariedades que inventan en Miraflores y el PUS les hacen el mandado, enanizan la democracia y hacen revivir la tiranía del ejecutivo sobre el legislativo como si no hubiesen existido las revoluciones inglesa, americana y francesa.
El ejemplo contemporáneo es el de los legisladores estadounidenses, quienes solo gozan de impunidad e inviolabilidad mientras se desplazan desde sus casas de habitación hasta el Congreso para sesionar o ejercer las funciones investigativas sobre la administración. Es de tal importancia la presencia de estos en el Senado o en la Cámara de Representantes, que la Ley les concede esa excepción a la regla general sobre los poderes de policía para detener personas. Eso no es un cheque en blanco para la comisión de delitos por parte de un congresista ni en los Estados Unidos ni en ningún país civilizado, porque las leyes prevén que si el propio Parlamento da su visto bueno para que el legislador acusado sea encausado, este es cesado en su fuero y puesto a la orden del tribunal de la causa, usualmente al de mayor jerarquía.
Pero para el coronel Lugo y quienes les dan las órdenes ilegales que él ejecuta, el Art 200 constitucional no existe. Y por eso tienen el tupé de impedir que la Asamblea funcione. Y después hay inanes y áulicos que nieguen que estamos bajo un tiranía. Tan en tiranía estamos que ya hemos visto el horror de que varios ciudadanos acusados infundadamente de cometer delitos electorales han sido encausados en tribunales militares y, mientras se dicta sentencia (que ex profeso será procrastinada), son encerrados en prisiones castrenses…
Otrosí. ¡Con qué alegría firmé el 16-J! Me sentí lleno de venezolanidad. Y no tuve inconveniente alguno, a pesar de que estaba en tierra extraña. Para usar una frase que emplea mucho un querido amigo que es hoy preso político del régimen y a quien rindo homenaje: Carlos Graffe: ¡Sí se puede!