¡Ladrones, ladrones!
A Germán Carrera Damas
Suelo olvidarme de esta verdadera pesadilla que sufrimos los venezolanos extraviándome dos o tres veces a la semana por los estrechos laberintos de la más fascinante aventura bibliográfica caraqueña: la librería de viejos del historiador venezolano Rafael Ramón Castellanos. Librería de viejos es un injusto eufemismo: se trata de libros usados, algunos de ellos viejos, otros antiguos. Pero resulta cierto: reúne una gigantesca colección de historia y literatura, asuntos de viejos en estos tiempos en que la juventud no parece muy seducida por conocer los vericuetos de ese pasado que los ha hecho como hoy son, indiferentes a la historia y, por ello mismo, sus víctimas más propicias.
En esa librería me inicié en los secretos de la historia de Venezuela. Y jamás dejaré de agradecerle a Rafael Ramón que en una de esas aventuras me encontrara en la sección chilena con libros entrañables que han venido a refrescarme las raíces, a mí, que me iniciara en la vida académica como licenciado en historia por la universidad fundada en Santiago de Chile por don Andrés Bello, el más ilustre de los tantos venezolano-chilenos que ha dado Venezuela. Su contrafigura sería el presbítero chileno-venezolano Cortés de Madariaga, autor mítico o real de las gesticulaciones que tendrían la más trascendental repercusión en la historia de América Latina.
Y así, hurgando en esos anaqueles polvorientos, llega a mis manos una desvencijada y semi carcomida edición de las Páginas de mi diario durante tres años de viaje 1853 –1854 – 1855, del gran publicista e historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna, editado por la Universidad de Chile e impreso en la Imprenta de Prisiones de Santiago en el año de1936. Para mi inmensa sorpresa, leyendo las páginas de ese venturoso viaje del joven Vicuña – tenía entonces 22 años – reencuentro la figura del General José Antonio Páez, a quien el joven santiaguino que acababa de vivir una apasionante aventura participando en la revolución chilena de 1850, de cuyos desastres debió escapar para salvar su vida precisamente mediante el viaje que narra, encuentra en su modesta vivienda de la calle Bleecher, en Nueva York. Vibra Vicuña con las narraciones que de sus proezas le narra el prócer venezolano, al que admira y respeta por su modestia y bondad, siempre pulcramente vestido y abierto a las amenidades del recuerdo.
Tiene Páez entonces 63 años y está retirado a una muy discreta existencia, reconocido universalmente pero indiferente a los halagos e, incluso, a la ayuda material que las autoridades le ofrecen y que él, en un gesto que lo honra, rechaza aceptar. Escribe Vicuña:
“El general Páez es uno de esos leales y excelentes hombres de corazón, pero sin malicia ni educación intelectual, de que se apoderan los partidos y las intrigas; podría comparársele a nuestro ilustre General Freire, cuyo físico también posee, grueso, mediano, esmerado en su vestido, con una fisonomía en que la boca revela la sonrisa de la bondad mientras los ojos grandes y ardientes son la expresión de una interna pureza. Páez comenzó su reputación como jefe de guerrillas y fue después general de caballería; presidente liberal, fue derrocado más tarde e invadió después su patria sin fruto alguno”.
No puede ocultar Vicuña Mackenna, quien podría ser nieto de aquel a quien retrata, su honda simpatía por el héroe de las Queseras del Medio. Pero más que el caudillo de los lanceros del llano le interesa a Vicuña el testimonio político del prócer en desgracia. Contrastan su hombría y su decencia con los políticos de su patria:
“El general está disgustado de la política y al hablar de su patria exclama solamente: “¡Ladrones! ¡Ladrones!”.
Meses después abandona Vicuña los Estados de la Unión y se aventura por los caminos de México. Desembarca en Acapulco y realiza un viaje extenuante y arriesgado, montado en mula, hasta la capital del viejo imperio azteca. No recibe la deslumbrante impresión que anonada a Cortés tres siglos antes ante la vista de la que fuera posiblemente la ciudad más maravillosa del mundo. Pero disfruta de las anchas avenidas, de los hermosos palacios coloniales, de las imponentes iglesias, sin atisbar esa grandeza precolombina que vendrá a ser rescatada del olvido gracias, por cierto, entre otros grandes historiadores, arqueólogos y antropólogos a William Prescott, a quien conoce en Washington y con quien también disfruta de una amena conversación y animados paseos. Aburrido de la agobiante y sorprendente modorra que pesa entonces sobre la vieja Tenochtitlan decide montarse en una diligencia y hacer el viaje hasta Veracruz, para embarcarse en el puerto jarocho.
México estaba infestado de bandidos y todos los pasajeros de la diligencia deben velar sobre sus carabinas, uno de ellos montado en el pescante con la bala pasada. Recuerda entonces una anécdota que acaba de vivir en los montes andinos del Chile central. Bajando de la cuesta de Lo Prado, por la que circula el sendero que lleva de Santiago a Valparaíso, y huyendo por quebradas y riscos de las autoridades que pretenden darle caza, se topa con una recua de mulas cargadas con pesados lingotes de plata recién extraída de las minas de Coquimbo. Llevan una enorme fortuna, sin más vigilancia que el mulero y un administrador de la riqueza, ninguno de los dos armados.
Me asaltan a la memoria aquellos pasajes en que Humboldt narra sus aventuras por los llanos venezolanos, cuando debían desplazarse al abrigo de una fuerte protección y siempre bajo el fundado temor de toparse con algunos de los bandidos que pululaban entonces, en 1798, por los llanos, refugio inaccesible de todos los forajidos de Venezuela, que el mismo Humboldt calcula en más de siete mil almas. Muchos de los cuales, sin duda, fueron a dar a las huestes de Boves y luego a las del mismo Páez, para convertirse en alma, corazón y vida de los feroces llaneros que llevaron la independencia por los senderos de América.
La historia no sería completa si entre asaltantes y forajidos no viniéramos a dar a la más pedestre, nada honrosa ni aventurera historia de nuestros bandidos de cuello blanco, los ladrones de la anécdota del General Páez. De modo que arrumbado en otro rincón, sin mucho concierto, encuentro otras claves que si no justifican por lo menos explican nuestra desgracia presente, reciclaje de ese horrendo cambalache de latrocinios que ha signado la triste y desalmada historia de nuestra república.
Yacen allí sobre otra pila de ricos tesoros bibliográficos los Documentos Británicos Relacionados con el Bloqueo de las Costas Venezolanas, una selección de documentos británicos editados en 1982 por la Fundación Para el Rescate del Acervo Documental Venezolano, presidida por el historiador Ramón J. Velásquez bajo el trabajo coordinado por su secretario, el mismo Rafael Ramón Castellanos. Basta abrir la primera página de esta copiosa recopilación, de imprescindible conocimiento para quien quiera desentrañar las claves del gobierno de Cipriano Castro – antecedente genético inmediato del caudillo sabanero – para dar de narices con una constatación espeluznante. Los “ladrones, ladrones” de Páez no sólo no habían desaparecido. A la sombra de los Monagas, de Guzmán Blanco y de Crespo – por mencionar a los más eximios – no sólo continuaban con vida: habían proliferado.
Así, le escribe con fecha 16 de abril de 1900 el plenipotenciario inglés W.H.D. Haggard a su ministro de relaciones exteriores Lord Landdowne una carta confidencial en la que luego de narrarle los innumerables abusos, expropiaciones, violaciones a la propiedad y al derecho por parte de las autoridades de gobierno sobre inermes ciudadanos le precisa lo siguiente:
“Su Excelencia se cansaría si yo le tuviese que explicar de alguna forma qué es lo que pasa con el Ingreso en Venezuela. En pocas palabras le diré que esas personas quienes lo administran lo malversan de la manera más escandalosa. Cada Presidente, cada ministro del Gabinete, cada Administrador de Aduana, cada General en servicio activo, después de algunos meses en el poder adquiere casas, propiedades y diamantes, se radica en Paris en costosos apartamentos y algo semejante. En un caso muy sonado la propiedad de uno de los últimos presidentes fue estimada en varios millones de Libras Esterlinas. “
“Durante la administración de Guzmán Blanco (el presidente de marras) por encima de doce millones de dólares se cargaban a la nación por concepto de gastos de trabajos públicos; algunos de utilidad, otros eran el florecimiento de la vanidad infantil completamente innecesarios para un país que no podía cancelar sus deudas. Una cuarta parte de la suma que de esta forma se malgastó, hubiera liberado a Venezuela de sus obligaciones y restablecido su crédito más allá de sus fronteras. Etc., etc., etc.”
Desde entonces: etc., etc., etc. ¡Ladrones! ¡Ladrones! Nada nuevo reluce bajo el sol.