Poder tiránico y pueblo en rebeldía
A estas honduras de la tragedia nacional, todavía hay voceros políticos y comunicacionales que se expresan en términos de las “amenazas, obstrucciones o restricciones” a la democracia venezolana. Lo cual, obviamente, implica que hay una democracia en Venezuela. Pero se equivocan de cabo a rabo, porque en nuestro país no hay un sistema de gobernanza democrática desde principios del presente siglo. Quien no se ha dado cuenta, no es porque no ha podido sino porque no ha querido.
A comienzos del XXI, la realidad no era tan notoria porque el chorro de petrodólares eclipsaba lo que se podía apreciar, con un tanto de interés y sentido objetivo. Además, sin duda, las capacidades persuasivas del predecesor no se podían subestimar. Pero la erosión primero, y la desintegración después, de la gobernabilidad democrática, tuvieron lugar a la vista de todo el mundo, dentro y fuera de Venezuela.
Manuel Caballero solía decir que el estado en manos de Chávez y su grupo había dejado de ser democrático y se había transmutado en un despotismo, lo que no significaba que la nación venezolana, o gran parte de ella, hubiese dejado de ser democrática, tanto en sus valores como en sus hábitos colectivos. Y siempre pensé –y sigo pensando, que el gran historiador tenía la razón. Lo que está ocurriendo en las calles de Venezuela lo confirma.
¿Y qué está ocurriendo? Pues que la población manifiesta su intenso repudio a Maduro y lo que representa, y éste y los suyos, reprimen de manera barbárica al pueblo, para tratar de acallarlo, someterlo, esclavizarlo. Y desde luego no lo logran, porque en la medida de que la hegemonía roja es más despótica, depredadora, envilecida y corrupta, en esa misma medida la abrumadora mayoría de los venezolanos intensifican su protesta y su aspiración a conquistar un futuro radicalmente distinto.
Algunos de los referidos voceros hablan de “retroceso democrático”. Esa idea no se entiende. Aquí no hay retroceso, sino salto en el vacío. Y la palabra “democrático” sobra, en especial con respecto al poder establecido. Eso no necesariamente implica que Maduro encabece una dictadura convencional, como tampoco la lideró su predecesor. Fidel Castro sabía más que eso. Fue montando una dictadura con determinados disfraces de democracia, que prefiero denominar “neo-dictadura”.
Tan habilidoso fue, que han pasado casi dos décadas desde que empezó el montaje de tal proyecto de dominación, y todavía hay quienes se refieren a este engendro como una “democracia amenazada, obstruida o restringida”, lo que equivale a un absurdo sideral que nada tiene que ver con la dramática realidad de Venezuela. En no pocos ámbitos externos se plantea que la superación de la crisis venezolana pasa por una salida electoral.
Lo cual, lógicamente, es una contradicción, porque para que haya unas elecciones libres, justas y transparentes, que legitimen una nueva etapa de la vida nacional, conforme a lo establecido en la Constitución formalmente vigente, la de 1999, es indispensable que el poder tiránico sea dejado atrás. Y por ello y para ello está el pueblo en rebeldía.
Nuestra patria sí ha conocido épocas de democracia civil –con pasivos y activos, sin duda–, y está luchando para que se alcance una transición hacia la reconstrucción de la democracia. Y lo está haciendo, precisamente, porque la democracia ha sido abolida del poder del Estado. Si no entendemos eso, no entendemos nada.