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¡Civilis!

La imagen, tan ilustrativa de la dinámica de los últimos años en Venezuela, ajustó un mazazo en la dignidad de los demócratas: un militar empuja, desautoriza, ningunea al presidente de un poder del Estado legítimamente elegido con votos. “Usted puede ser el presidente de lo que sea” -le espeta al civil, en hiperbólico alarde de autoritarismo- “yo soy el comandante de la unidad… yo manejo mi conflicto como me dé la gana”. Alegoría punzante de gestas que, para nuestra miseria, han maleado el tono de nuestro intercambio en la polis, (las de caudillos que contra toda lógica de la civilidad, irrumpen a la cabeza de insurrecciones armadas y “bienhechoras” para hacerse del poder) la escena de marras expone algunos trágicos resabios; esos que acantonados en nuestro caprichoso imaginario y tonificados por la circunstancia, alientan la idea de la superioridad del militar sobre el civil. Imposible no reparar en las pisadas del «cesarismo democrático» de Laureano Vallenilla Lanz, la exaltación del caudillo como factor de orden, el gendarme de mano dura que asiste a los “pueblos inorgánicos”, una encarnación del “demos” cuyos atributos lo elevan por encima de las formas imperfectas del mundo, la razón de los hombres y sus instituciones. Ante el “caos”, la supuesta supremacía de lo militar siempre se ha esgrimido como panacea, aunque a menudo esa intrusión implique despolitizar la esfera pública o sofocar la identidad de lo civil; y desdibujar, con ello, el rostro de la democracia.

Pagamos las resultas de un atávico desprecio. Uno cuyo origen, por cierto, lo dota de laberintos adicionales: aún cuando la palabra “civil” se asocia al latín “civilis” (referido a lo ciudadano, lo propio del intercambio en la civitas, la ciudad) también en castellano se usó como noción opuesta a militaris, “lo propio del caballero”. En 1601, el lexicógrafo Francisco del Rosal amancebaba lo “civil, o cevil” con “la cosa baja, vil y baladí«, propia «de gente ruin«, no de «biennacidos«. No extrañaría por tanto que en la cultura militar aún respiren trazas del prejuicio feudal, ese que identificaba al habitante de la villa con lo ruin, lo grosero: inferior, si cotejado con el lustre del hidalgo, el aire noble del héroe de guerra, el soldado. En efecto: pasaría algún tiempo antes de que el término “civilizar” salvase su prestigio, y fuese finalmente entendido como el acto de ennoblecer, de ilustrar, de sacar a la gente del rezago y la barbarie.

La curiosa aproximación etimológica sirve no sólo para rastrear los umbrales del antagonismo, sino para confirmar cuán históricamente desfasada es la pretensión de imponer la fuerza en un contexto que, ajeno a la amenaza objetiva a largo plazo, debería más bien atender a la civilizada lógica de la dialéctica, el acuerdo, el intercambio plural aterrizado en consensos. Penosamente, la realidad de la democracia venezolana fue otra desde que el llamado de Chávez a una alianza cívico-militar (tarasca salida del caldo del absolutismo caudillista recetado por Ceresole, la fusión “Caudillo, Ejército, Pueblo” que preconizaba un nebuloso modelo venezolano posdemocrático basado en la dialéctica masa-líder) empantanó toda percepción del poder y abrió los brazos a la militarización de la política. A partir de allí, el oscuro producto de “una emergencia de la realidad” fue eficaz invalidando las conquistas de la república civil, y cediendo terreno a los atrabiliarios modos del ethos castrense.

A expensas de dos mermas estratégicas para asegurar el poder en ese contexto -la “voluntad indomable” del comandante, su paraguas carismático; así como el apoyo de las mayorías- parece que al régimen sólo le ha quedado apelar al ejército y sus dinámicas. Por eso la profundización de un modelo cuya supervivencia y sentido dependen de mantener la idea del estado de amenaza permanente, la monopolización del espacio semántico, el control por la vía de la fuerza y la “necesaria” aplicación de la violencia: esa guerra que justifica ataques contra instituciones y personas, desdibujando los espacios de acción de los civiles, que siempre debieron ser los del Estado; embutiendo dentro de una horma equivocada la exigencia de obediencia y subordinación, cuando es imposible imaginar una democracia sin disenso.

En medio de la insalubre mezcolanza, de la desinstitucionalización que el cesarismo del siglo XXI terminó legándonos; este gobierno amorfo, fruto de la adopción de un liderazgo personalista y asfixiante que pretende hoy ejercerse anárquica y atomizadamente, la natural brecha entre ambos mundos, el civil y el militar, se ha desbordado. Como ha dicho la Fiscal General, «estamos en manos de la barbarie«, una barbarie legitimada por la hybris de los mandones. El deber, entonces, no sólo es condenar el empujón, la subestimación, el tutelaje contranatura, sino aferrarse a la virtud de lo civilis; no replicar el ímpetu de la pezuña, sino contrarrestarlo. Resistir con airosa dignidad: en ese arte, vuesas mercedes, los civiles siempre hemos tenido la última palabra.

@Mibelis

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