Opinión Nacional

El gallo verde y el brigadista

Aquella tarde había fiesta en la tienda del batey. Los tres alfabetizados habían hecho la carta a Fidel y Graciela, la mujer del tendero, una de las afortunadas, invitó a los otros dos jóvenes campesinos, que habían acabado de aprender a leer y a escribir, a comer con el maestro en su casa, a manera de celebración. La comida: arroz blanco, plátanos verdes hervidos y masas de cerdo fritas, todo con mucha grasa, un manjar de primera.

Norge y su hermano Jorge recibían todos los días las clases entre las tres y las cuatro de la tarde, luego de regresar del trabajo en la finca. En la sala del bohío, se sentaban con el brigadista por medio, en una tabla de palma que descansaba sobre tres piedras. Una lata de luz brillante vacía, servía de base a la improvisada mesa: otra tabla de palma. La pobreza, allí abundaba.

Cuando terminaba con los dos hermanos, el brigadista iba para la tienda a darle clases a la mujer del tendero, con mejores condiciones: dos taburetes, uno a cada lado del mostrador y dónde no pocas veces le mataron el hambre: plátano fongo verde, hervido, con manteca de cerdo.

Norge había tardado en llegar, esperaban por él para comer. Los campesinos comían allí antes de que se hiciera de noche. Cuando por fin apareció en un potro prestado, al pelo, con un saco de yute en su mano izquierda, se bajó, amarró el caballo a un horcón del portal de la tienda con la soga que hacía de rienda y dijo: brigadisto, aquí está mi regalo.

Se lo había prometido al maestro, para cuando terminara de hacer la carta a Fidel. El brigadisto, así le decían los campesinos de la zona al niño alfabetizador, no se lo imaginaba verde. Pero su alumno tenía una cría salvaje de gallos verdes en el cafetal, en verdad, una rara mezcla de fino con criollo.

Era hermoso aquel ejemplar, sus plumas de tonos multiverdes brillaban, con el sol se tornaban amarillas, azules, se veía muy fuerte, el pescuezo se notaba ancho al tacto, pero no tenía los movimientos nerviosos de un gallo fino entrenado. Aquel no lo estaba. Era novicio y además no era un gallo de pelea clásico. El brigadista abrazó a su alumno y le agradeció mucho el regalo hecho con tanto afecto.

Cerca del campamento de los diez jóvenes alfabetizadores, al otro lado del río Joturo y después de la escuelita, había una valla de gallos. Todos los fines de semana había peleas, pero a los maestros Conrado Benítez, se les tenía prohibido acercarse a aquel “antro de perdición y borracheras”, lugar de “malos vicios”, como si hubiera alguno bueno.

La vitrola de la valla deleitaba nocturnalmente, a todo Joturo Abajo y a Joturo Arriba, con canciones mexicanas Tapado en su hamaca de pies a cabeza, para que las ratas que cayeran del techo no lo molestaran, más que para cubrirse del frío, el brigadista se dormía las noches de los fines de semana, tarareando las rancheras que se oían a lo lejos, las cuales se aprendió de memoria y cantó luego toda su vida.

En aquella despedida, el brigadista les aseguró a sus alfabetizados que pronto tendrían en el Alto, la luz eléctrica, pues la Revolución se había hecho para ayudar a los campesinos y a los pobres y que el trillo viejo, por donde subían las arreas de mulos y que hacía la veces de cañada cuando las lluvias, sería convertido en una carretera asfaltada. Les prometió solemnemente a los tres que, entonces, regresaría.

Después de comer, los dos muchachos alfabetizados se fueron, de casa de Graciela la tendera, y el brigadista caminó hacia el patio de la tienda con su gallo verde, al que sujetaba con una pita y echaba el maíz que le había dado su alumna en un cartucho. Él no sabía nada de gallos finos, pero le llamaba la atención el misterioso mundo de los gallos peleadores y estaba como encantado con su elegante gallo verde, mientras que en silencio recordaba sus escapadas, por curiosidad, a la valla para ver las peleas y todo aquel criollísimo espectáculo de apuestas y gritos. Una de las veces, sorprendido por un amigo de la Jefa de la Zona, le llamaron la atención y lo amenazaron con expulsarlo de la Campaña. Ya caía la tarde.

En el bohío contiguo a la tienda, vivía un guajiro que tenía varios gallos finos de pelea, enjaulados en su patio, en lo que había reparado el brigadista. El vecino se acercó y acarició el gallo verde. ¿Quieres cambiarlo por uno fino bueno? le ofreció al brigadista, quien titubeó pero no aceptó: es un regalo de Norge, por la alfabetización, ya sabes…

Al guajiro no le gusto el rechazo y trajo de todas formas un gallo fino auténtico. Este si es un gallo de pelea, colora´o, le mostró el gallero, es el más flaco y chiquito de todos. ¿Vamos a echarlos? El brigadista no quiso, pero el gallero insistía provocadoramente: ese es un gallo de pelea, si no lo vas a pelear ¿para que lo quieres? Es un recuerdo, respondió varias veces el muchacho. Échalo chico. ¿Qué tu vas a hacer con el gallo ese en la ciudad?, los gallos de pelea no se comen.

Otros dos guajiros, amigos del vecino se acercaron a la valla improvisada que ya marcaba el gallero en la tierra con un gajo partido de un cercano algarrobo. El brigadista los conocía a todos de vista. Es verdad, dijeron, ¿para que quieres un gallo de pelea, no es para pelearlo?

El maestro pensó que realmente nada podría hacer con un gallo de pelea en su casa, más que llevarlo de trofeo. Tenía por primera vez en su vida, y quizás por última, la oportunidad de pelear un gallo suyo. Miró su gallo y el del gallero y ante tanta insistencia y la lógica naturaleza de los animales, aceptó con cierto ingenuo convencimiento de que ganaría. El niño casi podría estar seguro: su gallo verde doblaba en peso y en tamaño al gallo fino colorado. Debería imponerse en la pelea. Está bien, que caray, asintió: vamos a echarlos.

-¿Cuanto quieres apostar?, preguntó el gallero al improvisado peleador de gallos.

-Oye, yo no juego dinero y además no tengo un kilo. Es de pelea ¿no? Bueno, que pelee. Respondió. El que gane, ganó y ya.

El gallero “armó” rápidamente a los dos gallos con espuelas, que al brigadista le parecieron iguales y plásticas. Con movimientos rápidos de una chaveta cortó las protuberancias por espuelas que tenia el gallo verde, puso un pegamento y con hilo fuerte sujetó las espuelas de pelea a las patas de los gallos. Uno de los amigos del gallero, pues el maestro nunca había tenido un gallo fino en sus manos, se encargó de azuzar el gallo verde, se llenó la boca de agua y la esparció por la cabeza del gallo. Algo similar hizo el gallero con el colorado.

Caía la noche, el gallo verde inmediatamente presentó pelea ante el pequeño pero entrenado gallo fino. El verde le partió para arriba al colorado, a picotearlo, pero éste no lo enfrentó, lo esquivó, se retiró, se echó a un lado y en ágil movimiento de alas y patas, enganchó el cuello del gallo verde en el primer lance. Todo fue muy rápido. El gallo del brigadista empezó a sangran copiosamente pero siguió en pié. El gallero quería el remate. El muchacho alfabetizador se tiró arriba de su gallo e impidió que siguiera la masacre. Lo estrechó y lo vio desangrase en sus brazos.

Unas lágrimas no pudieron ser evitadas, tampoco una mala palabra para el gallero: ¡jueputa!

-Coño brigadisto no me digas eso ¿tu no querías echarlo a pelear? Ahí tienes. Llévatelo y cómetelo. No te pongas bravo, en las peleas de gallos esas cosas pasan. El lo sabía, había visto pelas, pero no con tan rápido desenlace.

-Comételo tú. Para eso seguro lo querías, como lo viste tan lindo y gordo. Y ya casi muerto el gallo verde, con el grito: ¡Cómetelo!, se lo tiró para arriba al gallero. Cabizbajo, concentrado, sin despedirse de nadie el maestrico se fue del batey.

En aquella pelea del gallo verde, en pocos minutos, aprendió el brigadista más de cuatro cosas.

Ya de noche, como todos los días de la campaña, el maestro, ahora menos niño, regresó del Alto al campamento que estaba a unos 3 kilómetros. Al día siguiente, después de la fiesta en la escuelita para celebrar el triunfo de la campaña de alfabetización en Joturo, se irían los brigadistas para sus casas, tres días de vacaciones, a prepararse para viajar en el tren cañero hacia La Habana, donde junto a Fidel, en la Plaza de la Revolución, declararían a Cuba Territorio Libre de Analfabetismo.

En medio de la fiesta guajira, recapitulando la experiencia, el brigadista se acodó de su último día en el campamentos Girón de Varadero, donde los futuros alfabetizadores eran vacunados, recibían una preparación de quince días, la cartilla y el manual, el uniforme, la mochila y el farol chino. Al terminar el cursillo le preguntaron: para dónde quieres ir. Para donde haga falta, había él respondido y lo mandaron para el Término de Alto Songo, en la provincia de Oriente.

En Songo había sido destinado a Joturo, donde los guajiros eran tan pobres que los 10 maestros tuvieron que improvisar un campamento, en un bohío prestado y sufragarse los gastos. Los guajiros se habían comprometido a ayudarles dentro de sus posibilidades, uno –que nunca falló- con dos litros de leche para el desayuno, otros con algún saco de viandas o algún racimo de plátano, de vez en cuando les traían un par de pollos. Salvo la leche, todo lo otro fue ocasional. Los muchachos se mantenían, esencialmente, de su peculio.

El joven alfabetizador se fue contento de Joturo por haber cumplido la misión, pero con mucha pena por lo del gallo verde. No sabía como podría ver de nuevo la cara a Norge cuando regresara.

En La Habana, frente a la estatua de Martí, con el pelo largo pero sin la barba que no crecía todavía a sus 12 años, desfiló con un lápiz de cartón más grande que él, y junto a los otros cien mil maestros, entre los que estaban su madre -Jefa de la campaña en la zona Norte de Oriente- a la que no había visto en todo ese tiempo hasta encontrarla en el tren y otros cuatro primos, cantó:

Cumplimos, cumplimos, cumplimos

Triunfamos, triunfamos, triunfamos

Cuba lo dijo ante el mundo.

Nosotros lo realizamos.

Fidel, Fidel, dinos qué otra cosa tenemos que hacer

Ya era larga la madrugada y el taburete no podía estar más recostado, cuando el canto de los gallos lo devuelve a la guardia que, como custodio CVP (Cuerpo de Vigilancia y Protección), cumplía en la empresa mixta cubano-española. Uno de los cantos, más rajado que de costumbre, le recordó al gallo verde. Norge y Jorge, si están vivos deben andar por los 70 y Milagros por los 80, pero a 45 años de aquella epopeya y gracias a la actual revolución energética, el brigadista estaba seguro de poder cumplir su promesa de regresar a Joturo Abajo.

La Habana, 22 de diciembre de 2006

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