Arte y oficio de escribir
“Dejaría en este libro
toda mi alma.”
Federico García Lorca.
SE BUSCA LA VERDAD SE ENCUENTRA LA POESIA
“¡Es tan terrible el oficio!” –clamaba Don Miguel de Unamuno-. Y el Dante: “¡No pensáis, no sabéis, la sangre que nos cuesta!”. El oficio, la técnica, el arte de escribir. Cuando es otra cosa que ganapanería. El oficio en tal caso se identifica con el arte; como la técnica en el estilo. “Yo persigo una forma que no alcanza mi estilo”, nos dejó dicho el gran Rubén. El estilo más natural no es el más humano, que no siempre lo más humano es lo más natural. Ni acaso lo más vivo. Cuando el oficio se hace terrible para el escritor, hasta identificarse con su arte, como su técnica se identifica con su estilo es cuando se hace vivo y natural.
Cuando el escritor lo es de veras, lo es porque es poeta, creador imaginativo; que no elude, no evade por serlo, su responsabilidad de verdad; la de su propia vida, la de su conducta verdadera. La actitud religiosa y política de un escritor no deja, por serlo, de ser poética, creadora de verdad. “Yo soy una mentira que dice la verdad”, decía ingeniosamente Cocteau; que dice y que hace; y por eso es terrible el oficio de escribir, como afirmaba nuestro Unamuno, cuando es más que ganapanería, cuando eso se hace santo oficio de inquirir verdad.
No se juega el hombre la vida –decía Anatole France- sino por aquellas cosas de los cuales no está muy seguro: el mártir por la fe, el sabio por la sabiduría. Y el castizo decir español nos dejó dicho aquel refrán que citaba Charles Nodier; que “de las cosas más seguras, la más segura, la más segura es dudar”. Porque no anduvimos nunca los españoles muy seguros de nuestras verdades religiosas y políticas (las dos cosas que decía el poeta Heine que a él más le importaban), porque las hicimos siempre cuestión vivísima, cuestión palpitante, cuestión personal, peleamos tanto por ellas y estuvimos siempre tan dispuestos a jugarnos por ellas la vida. Cuando más peleaban los españoles en Europa por la fe católica, era cuando se decía por aquellos mundos europeos, popularmente: incrédulo como un español.
Dentro y fuera de España peleamos los españoles por la verdad más paradójica, la de política y la religión, que es la verdad más insegura. Y no porque estemos seguros de ello, sino por todo lo contrario; peleamos por inquirirla, por buscarla. Buscamos la verdad: encontramos la poesía. “La poesía no es lo que se busca, sino lo que se encuentra”, escribía, admirablemente certera, Eugenia de Guerin. ¿Pero se encuentra la poesía cuando no se busca la verdad? La verdad es lo que se busca hasta morir: la poesía es lo que se encuentra por haber buscado de ese modo, porque cuando buscamos la verdad de veras, lo que verdaderamente encontramos es la poesía. Pues ¿qué nos queda a los españoles en el tiempo, en la historia, a fuerza de haber buscado tanto y tan terriblemente la verdad, la verdad de todo, sino la más admirable, y también terrible, insuperable poesía: la de Cervantes y Santa Teresa, de Lope de Vega y Calderón, de San Juan, Fray Luis, Quevedo, Góngora y Gracián o del Greco, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Goya, Picasso… la de Larra y Zorrilla, Espronceda y Bécquer: la de Galdós, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández?…
Se busca la verdad, se encuentra la poesía. Se busca la verdad con la vida entera, cuando se busca de verdad; y porque se la busca de tal modo, con la vida entera, se encuentra, de verdad, enteramente, la poesía. No en vano, nos dejó dicho Antonio Machado: “¿Tú verdad? No, la Verdad / y ven conmigo a buscarla”.