El 11 de abril y las elecciones de diciembre
“Se le solicitó la renuncia. La cual aceptó”
General Lucas Rincón
“Es soberano quien decide el estado de excepción”
Carl Schmitt
“O elecciones limpias o caos y desintegración”
Marcel Granier
Pertenezco a una generación que lo aborreció. Y con sobradas razones. Era en Berlín, la ciudad en que él decidiera realizar su brillante carrera como pensador y jurista luego de la primera guerra mundial y la revolución de noviembre. Fue allí donde a comienzos de los sesenta, recién llegado, escuché por primera vez su nombre nimbado de blasfemia y deshonra. Había dotado al nacionalsocialismo de fundamentos doctrinales y osamenta política. No eran tiempos como para reivindicar a un jurista que se entroncaba con la tradición católica y conservadora del admirable pensador español Donoso Cortés. Y el horno no estaba para esos bollos. Comenzaba a hervir un sentimiento de auténtica autocrítica y sobraban los estudiantes de la Universidad Libre de Berlín que confesaban abiertamente odiar a sus mayores – padres, tíos y abuelos incluidos – por haber protagonizado el período más sórdido y detestable de la historia alemana. De la que naturalmente se avergonzaban. Por cierto: ese reclamo y la protesta militante contra la guerra de Vietnam fueron el impulso inicial de la revolución de mayo del 68.
Fue en una cervecería berlinesa, esas de bullicio ensordecer y humaredas homéricas, que un parroquiano a medio filo me dio una lección de filosofía política referida a su persona. “Con Sócrates de compañero no basta para viajar por los procelosos mares de la política” -me dijo en un tartamudeante español aprendido en sus años de vuelo con la Legión Cóndor. “Un pueblo no sólo debe conocerse a si mismo, también debe conocer a su enemigo. Y sobre todo al que lleva en sus entrañas. Lea a Carl Schmitt” – me dijo, apuntando con su puño cerrado hacia sus espaldas, más allá del muro, hacia la Alemania comunista. Me hice de inmediato a la tarea. Allí, avant la lettre, estaba negro sobre blanco lo que constituyó la implacable dialéctica del nacionalsocialismo: o se era amigo o enemigo del Führer; o se estaba con Alemania o contra ella. La maniquea expresión de Dios o el Diablo, el bien o el mal, la razón y la sinrazón se hicieron carne en fórmulas de una aterrante simpleza. “La política es la defensa de nuestro sistema existencial contra quien lo amenaza de muerte” rezaba su doctrina, palabras más palabras menos. La relación mortal entre amigo y enemigo. O se era un patriota, un nazi, un ario, un hombre bueno; o se era un apátrida, un traidor, un judío, un criminal, una basura. Era la dialéctica del negro o blanco, la guerra a muerte, el progrom y el holocausto: la política comprendida como el enfrentamiento existencial por el derecho a la vida. Tú o yo. Carl Schmitt.
La idea es vieja y ya está suficientemente desarrollada en Hobbes. Pero en el contexto de la decadencia de la democracia liberal europea, la república de Weimar en permanente zozobra, el rencor acumulado por el trato discriminatorio con que se humillara el honor prusiano en Versailles y la catástrofe bursátil del 29, adquiría una resonancia wagneriana: Alemania estaba hundida por causa de los traidores que socavaran su esencia y sólo se levantaría del fango enfrentándose con decisión a todos sus enemigos.
Ese – el decisionismo – sería el segundo descubrimiento de su teología política: la decisión, el valor de enfrentar la coyuntura y deshacer el nudo gordiano que ahorcaba a la nación germana. Si reconocía a sus enemigos y contaba con un hombre capaz de decidir, podría reinventar su historia: retomar su soberanía. Con lo cual corona su arquitectura conceptual: “soberano es quien decide de un estado de excepción”. Esa es la frase que abre su Teología Política, el libro más importante publicado en Alemania en 1922. La tarea era esperar por ese estado excepcional y asumir el liderazgo, cortando el nudo gordiano de la crisis de gobernabilidad.
Más allá de valoraciones morales, lo cierto es que Carl Schmitt supo llegar a la médula de un tiempo azaroso, de graves convulsiones, indefinido. Proveyó al conservadurismo político lo que Heiddegger al sujeto descarriado: describir su indefensión existencial. También para el existencialismo heideggeriano, el decisionismo hundía el dedo en la llaga de una época extraviada en la alienación tecnológica y científica y, por ello, olvidada del Ser. Preparó al individuo para que le abriera su corazón a su manifestación histórico-temporal: el latido profundo de su determinación nacional. Schmitt construyó el instrumentario conceptual que tradujo esa rendición espiritual ante el Ser en un sometimiento político ante su vicario en la tierra: el Führer. La identidad entre el Ser – das Sein – y el líder – der Führer – estaba servida. Es allí, en la tensión espiritual de sus construcciones teóricas, en la inmanencia de sus pensamientos, que se produce la identidad de estos grandes pensadores con el nazismo. No en los accidentes derivados de supuestas adhesiones o militancias espurias. O en su comportamiento servil y maniqueo al servicio del nazismo, del que por cierto dejaron abundantes pruebas.
Nada de ello obsta considerarlos entre los más profundos pensadores contemporáneos. En el caso particular de Carl Schmitt, sin duda como el que más hondamente ha indagado en las relaciones entre sociedad, política y Poder bajo condiciones de crisis nacional. Su concepto del “estado de excepción” va muchísimo más allá del ámbito jurídico: describe la esencia de las crisis de dominación y la naturaleza existencial de sus resoluciones bajo el concepto de decisión. Lo hace como lo hiciera Maquiavelo cuatro siglos antes: sin convencionales miramientos éticos, sin hipocresía ni falsos moralismos. Con la bestial crudeza con que las sociedades suelen digerir y resolver su metabolismo político en tiempos de crisis: con decisión, con fuerza y reciedumbre, con violencia, incluso con inescrupulosidad.
La teoría del estado de excepción, desarrollada hasta sus últimas consecuencias jurídicas, existenciales, político prácticas por Carl Schmitt nos proveen del más certero aparato conceptual para comprender la situación de excepcionalidad que vivimos y muy en particular la crisis más prominente vivida en estos últimos siete años de excepcionalidad, la rebelión popular del 11 de abril. Una sociedad se encuentra en estado de excepción cuando su legitimidad, sus instituciones y su juridicidad se ven suspendidas por causa de hechos extraordinarios. No nos referimos al estado de excepción decretada por el ejecutivo y referida a un ámbito estrictamente policial, de seguridad interna. Nos referimos a una situación existencial: el momento en que una sociedad política, una nación, queda momentáneamente a la deriva ante la ausencia de juridicidad y la quiebra del Poder. Exactamente lo que sucediera el 11 de abril, cuando debido a las circunstancias, el alto mando pidiera la renuncia del presidente de la república y pusiera sus cargos a la orden de las nuevas autoridades. Autoridades que, independientemente de lo establecido en una constitución cuya vigencia se encontraba suspendida, no existían.
Era el momento preciso para que dicho estado de excepción fuera resuelto. Quien tuviera la capacidad de resolverlo, esto es: asumiera las consecuencias de tal resolución, cortara el nudo gordiano de la crisis e IMPUSIERA un nuevo poder: ése sería el soberano. Como lo dice la primera frase del escrito más importante de Carl Schmitt: “soberano es quien resuelve del estado de excepción”. Su legitimidad es un acto legítimo en sí mismo, no derivado. Es fundante, no consecuente. La aparente contradicción entre esa nueva vida que busca expresarse y el marco institucional suspendido sine dia por la excepcionalidad de las circunstancias se resuelve por via de la acción misma. Es a través de la acción de tal soberano que se introduce en el corpus jurídico, la nueva juridicidad, y en la sociedad misma, un nuevo protagonismo histórico. Más aún en el caso que nos compete, en el que se intentaba recuperar la legitimidad democrática violada por un acto brutal cometido consciente y manifiestamente por el mandatario que dejara el Poder motu proprio.
Estamos viviendo actualmente las circunstancias posteriores y derivadas de la ausencia de soberanía del 11 de abril. Ante la ausencia absoluta de quien decidiera asumir la responsabilidad histórica, política, existencial de la crisis resolviendo el impasse y convirtiéndose en Soberano, la sociedad retrocedió al statu quo ante, reponiendo en el cargo a quien había perdido factual, real, manifiestamente toda legitimidad. El carácter fraudulento de su legitimación del 15 de agosto no ha terminado por resolver el impasse. Muy por el contrario: el estado de excepción se ha convertido en norma y la legitimidad ha asumido carácter estrictamente simbólico, metafórico, irreal. Una parte posiblemente mayoritaria y sin duda la de mayor jerarquía específica de nuestro país, no le reconoce legitimidad alguna. Espera por una nueva ocasión de excepcionalidad extrema para, esta vez, encontrar el Soberano y resolver la crisis de raíz, abriendo la historia hacia un nuevo tiempo. Mientras quien usurpa el cargo espera resolver su transitoriedad encontrando una legitimidad electoral, mediante la expresión consensuada de las mayorías. Ese es el auténtico significado de la medición del 3 de diciembre. Puesto seriamente en duda por la clarinada de excepcionalidad del 4 de diciembre pasado, cuando nueve de cada diez venezolanos desconocieran el acto de legitimación electoral y se negaran a convalidarlo con su presencia en las urnas. No se trata, pues, de una elección corriente dentro de los límites de una situación normal, como en los casos de todas las elecciones presidenciales que están ocurriendo en América Latina. Se trata del intento por darle legitimidad a quien no la posee o resolver la crisis de gobernabilidad imponiendo una nueva legitimidad. Mientras el régimen insiste en el evento a la búsqueda de legitimidad, la oposición sólo debiera participar bajo la condición de resolver de cuajo el estado de excepción. Sea imponiéndose electoralmente – hecho prácticamente imposible sin el cumplimiento por parte del régimen de las condiciones electorales exigidas por la oposición, cuestión ya descontada de facto y de iure por este nuevo CNE – sea creando las condiciones para que vuelva a aflorar en toda su crudeza el estado de excepción latente en que vivimos. Y esta vez resolver satisfactoriamente su excepcionalidad con la emergencia de un nuevo Soberano.
Esa es la auténtica encrucijada. No hay más alternativas.