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Mírame a los ojos, Guardia Nacional

Yo lo estaba observando; él estaba tranquilo viendo hacia otra dirección. Eran las 7:30 de la mañana de un día más. Uno más, pues ya todos los días de la semana son iguales menos el martes. Los martes hay reunión en la Asamblea.

Yo estaba en mi carrito, en una cola por el semáforo que estaba en rojo. Y lo veía: él estaba recostado de la puerta del conductor de un camioncito verde-oliva ahí estacionado; uno de esos que usan para transportar a los soldados. En la parte de atrás había una docena de muchachos, todos uniformados con esa tonalidad que se nos ha convertido en verde-horror.

Los de atrás conversaban para matar el tiempo… Sí, matando el tiempo. A esa hora todavía no pasa nada. Y yo viendo al que estaba de pie en la calle; yo sin poder contener el llanto. Había comenzado a llorar a las 5:30 sobre mi desayuno: un café con leche (gracias por el café amargo con leche desleída y sin azúcar, porque ya no hay). Lloraba y revisaba los “wasaps”, que ya no me dan una emoción bipolar (felicidad o tristeza); ahora es una conmoción diaria que no es tripolar, ni tetrapolar, pentapolar… no, mi vida es polipolar. En cosa de minutos uno puede pasar del horror a la piedad; del orgullo a la rabia absoluta; de la admiración al más airado de los insultos; de la ternura al abominable desprecio; de la inmensa alegría por estar cumpliendo 40 años de amistad con un ser muy querido… hasta el dolor más desgarrado.

Sin un arrebato de locura, sin histeria, sin muecas desgarradoras, sin gritos ni espasmos, me dio por llorar. Llorar serenamente; llorar quedo; llorar sola sin esperar a que nadie me diera un abrazo y me consolara. Y llorando bajé al sótano, calenté el carrito, cogí la calle y serpenteando por los caminos verdes (color verde-bueno, verde-monte, verde-todo-está-bien) llegué hasta aquel semáforo en rojo. Detuve el carro, seguí sin poder contener las lágrimas y vi hacia el otro lado de la calle en donde estaba el guardia nacional.

Y lo vi… y lo vi… y lo vi… Y de repente él deja de ver “hacia allá” para volverse y ver hacia el otro lado, y medio me ve sin verme. Pero al instante parpadea sobresaltado y entonces sí que su mirada se consigue con la mía. Yo, inexpresiva, pero llorando. Como si fueran chorros de lágrimas corriendo sobre un papel en blanco… o en negro, en un papel. El muchacho, porque era un muchacho, se puso pétreo, perdió el color y el aliento. Yo lo veía más allá de sus pupilas; lo veía más allá del juramento que le hizo a su patria; lo veía hasta llegar a las entrañas de su madre. En mis ojos no había odio, ni rabia, ni rencor, ni hambre de venganza. Tampoco había tristeza por él ni por su divisa, ni condolencia, ni lástima, ni siquiera un solo reproche. No había nada. Sólo lágrimas.

No transcurrieron más de 5 segundos, pero él me vio y no pudo sostenerme la mirada. Lentamente caminó hacia el frente de su camioncito, le dio la vuelta y se ocultó. ¿Qué habrá sentido? ¿Vergüenza? ¿Humillación? ¿Miedo? No lo sé, tal vez fue mi mismo dolor en la patria. Ono. No lo sé. Lo que sí tengo muy claro es que es la misma patria la de los dos.

Y entonces la luz del semáforo cambió de rojo-sangre-derramada a verde-zozobra. No era verde-esperanza. No. Era verde de que la única certeza que tenemos es la incertidumbre.

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