Nunca le diré a Gabo III (y último)
En los dos artículos precedentes se narró un encuentro casual con don Gabriel García Márquez y el requerimiento de comunicar un mensaje en clave al Presidente de su país, mensaje que el suscrito transmitió durante una relevante ceremonia en el Palacio de Nariño, a mediados de 1989.
La ceremonia de presentación de cartas credenciales estaba llegando a su fin. Tenía que aprovechar los últimos segundos para repetir la frase que me había aprendido de memoria dos días antes, en pleno restaurante del “Maria Isabel”, en el Paseo de la Reforma del D.F.
-Señor Presidente, ¿me daría usted licencia para comunicarle un mensaje verbal del señor García Márquez?
El presidente colombiano, Virgilio Barco, me miró sorprendido, detrás de sus lentes de alta graduación sus profundos ojos azules se fueron agrandando. –Diga usted, por favor. Yo repetí la corta frase, al tiempo que se me borraba de la mente. La experiencia me recordó un trance de infancia. El director de la secundaria me había mandado llamar a su despacho. En las tardes fungía al frente de la escuela y en las mañanas despachaba como alcalde de la ciudad. El profesor me pidió que me aprendiera de memoria un poema de Amado Nervo sobre Benito Juárez. Me daba una semana “sabática”, al fin de la cual debía declamarlo en una plaza pública, durante el aniversario de nacimiento del gran indio de Guelatao. Salí airoso de la prueba, pero al día siguiente de la proeza infantil no recordaba ni una jota del larguísimo texto. Así sucedió con la frase del Nóbel colombiano. Bastó que la repitiera para que se me deshiciera en la memoria. Como se puede suponer, estaba vedado escribirla; llevaba el sello enigmático de los mensajes cifrados que encierran cuestiones de vida o muerte.
El presidente Barco escuchó con esmerada atención. Guardó silencio durante un minuto interminable y esbozó una enorme sonrisa de satisfacción, como si le hubieran quitado un peso de encima. Se levantó, me tomó del brazo y dijo a sus colaboradores: me satisface enormemente que México haya enviado a un embajador tan joven (a la sazón tenía yo 36 años de edad). Como ustedes saben, yo he nombrado en mi gabinete a ministros casi de su edad.
El secretario de la Presidencia y el viceministro de Relaciones no daban crédito al cambio repentino del clima de la solemne ceremonia, a un tono abierto, casi familiar.
–Embajador- me dijo el Presidente, anote mi número de teléfono, cuando lo desee, llámame; yo respondo en ese número directo.
Agradecí, sin entender demasiado, pero suponiendo que la frase se había convertido en una suerte de “ábrete sésamo” y que su contenido, cualquiera que pudiera ser, me estaba brindando una rara oportunidad. Significaba también entrar en Colombia, con el pié derecho, al trabajo siempre delicado y complejo del fortalecimiento de las relaciones.
El singular episodio no fue aludido en posteriores ocasiones en que se enfocaron algunas cuestiones que me permitieron encontrar, en México o en Colombia, al autor de “Cien años de Soledad”.
Años después, ya como Cónsul General de México en Barcelona, apareció García Márquez de vacaciones. Aproveché para invitarlo, con Mercedes y sus nietos a comer en nuestra casa de San Cugat. Me pidió que lo recogiera en su departamento, localizado a varias cuadras de la “Pedrera”. Al pasar por el barrio de Gracia dijo, párate un momento, te voy a enseñar dónde vivía María dos Prazeres, el deslumbrante personaje de uno de sus “12 cuentos peregrinos”.
El guiño, sorprendentemente, coincidió con otro juego literario. Un día, al final de un almuerzo en el “Amaya”, caminando por las ramblas frente al barrio chino, Manolo Vázquez Montalbán apuntó al departamento donde vivían dos de sus más entrañables personajes, el detective Carvalho y su sirviente Biscuit.
En casa, ya nos esperaban mi familia, la más importante agente literaria del mundo hispánico, Carmen Ballcels, su marido Luis y el pintor catalán Frederic Amat. De esa ocasión conservo una foto en la que don Gabriel y Mercedes cargan a mi hija Valeria, que había nacido en Colombia hacía unos pocos meses.
Al final de la comida, en una tarde luminosa del verano mediterráneo, espeté: don Gabriel, ya pasó suficiente tiempo y además, ya dejé Bogotá para cumplir con esta nueva encomienda diplomática en España; tal vez pueda revelar algo sobre el mensaje en clave que me pidió transmitir al presidente Barco.
García Márquez dudó. Tiene razón, algo puedo decir, pero no todo. La mañana en que nos encontramos durante el desayuno en el hotel “María Isabel” yo acaba de aterrizar en un avión de Cubana de Aviación que se había demorado en la Habana, porque Fidel Castro, a quien visitaba el entonces Presidente Gorbaciov, me había convocado a una reunión donde surgieron cosas que interesaban a Colombia, etc. etc. etc.
Fuera de ese detalle, nos quedaremos sin conocer el verdadero mensaje, pero sobre todo, yo lamentaré el olvido absoluto de una frase que me abrió puertas fundamentales, de la mano de uno de los más célebres escritores del mundo.