Federico García Lorca (1898-1936)
“Y los martillos cantaban
sobre los yunques sonámbulos,
el insomnio del jinete
y el insomnio del caballo.”
Federico García Lorca
LA VOZ DE LA VITALIDAD POETICA
En el Romancero gitano hay hermosos, hermosísimos poemas. Y pocos serán tan completos y definitivos como “El emplazado”, lleno de misterio, de música callada y de amorosa angustia, tal una noche de verano andaluz. Al señalarle antecesores se han citado a Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, el Romancero tradicional, y al Duque de Rivas, poeta cordobés romántico, de arranque popular, autor de los célebres Romances históricos, que pueden ser el antecedente más directo del Romancero gitano.
Federico es un caso de vitalidad poética desbordante, como andaluz legítimo, todo él es expresión. Por eso al hablar de lo dramático en él, no hay necesidad de acudir a sus obras teatrales. En el Romancero gitano se siente tras las formas líricas una violenta palpitación dramática. Federico solía decir: “Yo soy ante todo poeta dramático”.
“Granada -decía Federico- me ha predispuesto a la comprensión del perseguido: el gitano, el judío, el negro”. Y es que, en Granada convivieron hasta ayer, como quien dice, árabes, moriscos, judíos y gitanos. Es esa posición tan “granadina” de Federico -comprensión al perseguido- la que tiende un tembloroso hilo de unidad desde su Poema del cante jondo y del Romancero gitano al Poeta en Nueva York. A Federico en la gran ciudad le atrae también el perseguido, el débil: “Me quedo con el niño desnudo / que pisotean los borrachos de Brooklyn”.
Con ser muchos y señeros los poetas andaluces, ninguno ha expresado ese constante dramatismo popular andaluz como Federico. Y en la obra del poeta, lo encontramos expresado igual que en el cantar del pueblo. Federico es la expresión trascendente de un pueblo, de nuestro pueblo. La inquietud social de Federico le hizo recorrer con su troupe La Barraca los caminos de España y vio en comarcas agonizantes la miseria increíble de un pueblo, que como había dicho Unamuno, no muere de hambre, porque vive de hambre, y la tragedia hizo temblar con muchos dolores su corazón del sur.
¡Federico García Lorca! Era popular como una guitarra, alegre, melancólico, profundo y claro como un niño, como el pueblo. Era un niño con unos claros ojos creadores en donde se reflejaba todo el Universo.
En el verano de 1922 se celebra en Granada un extraordinario concurso de cante jondo. Federico García Lorca y el músico gaditano Manuel de Falla prestan el inapreciable servicio de buscar, para darle nueva luz, el auténtico cante. El nombre de Federico junto con el de Falla estarán por siempre, unidos al mundo del flamenco. Promotores y revitalizadores del cante lucharon contra viento y marea para llevar a buen fin aquel Gran Concurso de Granada del año 22.
Al enjuiciar a Federico como poeta han de tenerse en cuenta varios datos. Primero: Lorca es granadino. Ser granadino significa venir al mundo con una predisposición para captar los matices más finos de la Naturaleza: estar enamorado del juego maravilloso del agua, del rumor de las fuentes, del aire delgado de la sierra, de la nieve lejana, del color, del olor denso de los claveles, de todo el pintoresquismo gitano que se respira en la ciudad del Darro. Segundo: Lorca vive entre 1898 y 1936; pero poéticamente se ha formado en los años de la primera posguerra. El “retorno a lo popular” va ganando el ánimo de los mejores; entre ellos se sitúa Lorca; que no tarda en ocupar el primer puesto.
Y aquí, en este volverse a lo popular, nos encontramos frente al Lorca más auténtico. Su mejor fuente de inspiración es, en efecto, el pueblo. Busca al pueblo, y el pueblo termina buscándole a él. Un pueblo agudo, finísimo, dotado de increíble intuición poética, que ha sabido hacer de una seguidilla o de una copla el más vivo instrumento de su sentir y de su pensar. Es éste el pueblo andaluz, que suele hablar por imágenes; imágenes siempre originales, desconcertantes, inesperadas.
El Romancero gitano apareció (1928) un año después que las Canciones y tres antes que el Poema del Cante Jondo. Sólo el bastaría para conferir un puesto de honor entre los cultivadores de este metro popular, al lado de Lope de Vega, de Quevedo y de Góngora. Nunca desde el Siglo de Oro el romance se había manejado con tanta maestría y tanto sentido de lo auténticamente popular; nunca tampoco se había llenado de tanta sustancia poética.
García Lorca ha sido calificado por unos como “criatura de creación”, queriendo significar con ello que es ante todo un creador, en el sentido que suele aplicarse tal palabra a un Goethe, un Shakespeare o un Lope de Vega; por otros ha sido calificado como “poeta intuitivo”, aludiendo sin duda a su facilidad para captar las formas poéticas de la vida; por otros, finalmente como intérprete del alma popular en una de sus más típicas expresiones: lo gitano andaluz. La poesía lorquiana es poesía que entra por los ojos, por los oídos y hasta por el tacto.
Lorca es un enamorado de la imagen poética; y un convencido de su valor. Todo su bellísimo discurso sobre Góngora es un alegato en este sentido. “La eternidad de un poema depende de la calidad y trabazón de sus imágenes”, nos dice.
Siempre pensamos que lo que ha dado origen al inmenso éxito y consagración universal de esta poesía dramática de Lorca, indudablemente favorecida por una circunstancia histórica que simbolizó en su inocente figura sacrificada la del pueblo español, ha sido su propia fuerza original-, su viva sustancia española tan profunda, tan arraigada en lo más singular y único de lo popular andaluz. Lo que presta a esta poesía dramática y teatral de Lorca su fisonomía singularísima, que, por serlo, la universaliza, es la autenticidad, la veracidad de su propio logro poético. Estas obras teatrales de Lorca -con Yerma, sus dos otras obras mayores: Boda de sangre y La casa de Bernarda Alba- tienen en nuestro teatro español tradicional un valor y un significado realmente único.
En la primavera de 1936 se oyó, creo que por última vez, en toda España desde la Radio de Madrid, la voz de Federico de García Lorca. Habló de su Granada, nos dejó dicho en palabras exactas el sentido diminuto y profundo de su ciudad querida: paraíso cerrado para muchos. Federico es el poeta contemporáneo más íntimamente y, diríamos, pudorosamente, arraigado en la gran poesía popular y tradicional española. Tal vez por eso debía morir como murió, en su Granada. Antonio Machado nos cantó su imperecedero morir de español auténtico, de andaluz, de granadino puro, el correr de su sangre, como el de sus dos ríos. “Los dos ríos de Granada, / uno llanto y otro sangre”.
Su nombre se ha quedado inmóvil para siempre como un grito. Su nombre es ya silencio. Estará muerto él, ofrecido como una azucena, como una guitarra salvaje, bajo la arena, en su Granada, pero su poesía y su memoria siempre seguirán vivas en el corazón de su pueblo. “Cuando yo me muera, / enterradme con mi guitarra / bajo la arena”.