El caporal en el hemiciclo
Un diputado o una diputada de oposición en Venezuela corre tantos o más riesgos que un poblador de un barrio de Caracas, infectado de bandas y delincuentes, que una noche por error llega fuera de hora a su casa. Lo saben bien los diputados del extinto Congreso Nacional, que en los primeros meses del gobierno rojo tenían que salir de las sesiones escoltados.
Lo sabe bien el diputado Marín, allá por el año 2000, a quien un fanático rojo le encajó una barra de hierro en pleno rostro y le fracturó la mandíbula.
Y, más recientemente, lo sabe Julio Borges, golpeado en plena sesión por un diputado rojo, bruto y camorrero que le fracturó los pómulos, y María Corina Machado, que en la misma sesión terminó igualmente golpeada, arrastrada por el piso y con fractura en la nariz.
Y ahora, luego de la sesión del 29 de julio, lo sabe muy bien Richard Mardo, diputado por el estado Aragua, a quien en una evidente y flagrante violación de las leyes de la República le fue despojada su inmunidad parlamentaria a través de una delictiva operación comandada por el teniente coronel Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional,
preparando el camino para encarcelarlo a través de un juicio que no ha empezado, pero ya sentenció: ¡culpable! Desde que comenzó su gestión en 1999, la Asamblea Nacional, con mayoría roja, ha sido una institución absolutamente distanciada de las funciones y los principios que las leyes le asignan al Poder Legislativo como corazón de la democracia y representación efectiva de la diversidad de opciones que actúan políticamente en un país. Fue convertida en un aparato sin autonomía condenado explícitamente a cumplir las órdenes y los deseos de Chacumbele, como premonitoriamente llamaba Teodoro Petkoff, al presidente que se fue.
La Asamblea Nacional abandonó abiertamente sus funciones de vigilancia del Poder Ejecutivo, y sólo en ocasiones extremas más como simulacro que como verdadero acto de control, un ministro u otra alta autoridad gubernamental ha sido interpelada e investigada como se estila de forma cotidiana en las democracias. Y tan grande ha sido la perversión autoritaria que, en un acto de evidente mala conciencia, sus autoridades decidieron que a sus sesiones ordinarias sólo pueden acceder los periodistas y las cámaras de los medios gubernamentales.
Siempre ha sido un coto cerrado del gobierno rojo, pero con la llegada de Diosdado Cabello a su presidencia, la Asamblea ha sufrido un cambio. Si alguna señal de vida democrática quedaba en su seno, se ha ido perdiendo en una atmósfera de hostilidad, persecución y malandrería que recuerda más a una plantación bananera o algodonera de tiempos esclavistas que a un parlamento de una sociedad democrática del siglo XXI.
Eso es: la Asamblea Nacional es una hacienda bananera, y el teniente Cabello, entrenado en el arte de ordenar, su caporal. O su capataz. Y como todo caporal de plantación actúa de manera cruel, jactanciosa, cínica y despectiva. Cabello, con su mirada torva y sus gestos de patán, niega derechos de palabras a quienes no piensen como él, se burla abiertamente de los diputados opositores, lanza el micrófono a un lado como un escupitajo. Sólo le falta sacar el látigo y azotar a Mardo o intentar abusar de una diputada. Más que un educado y plural presidente de un parlamento democrático, parece un mal actor haciendo de malo de la película “Plantación adentro camará”.