Las últimas moradas de César Vallejo
“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave.” Del poema Espergesia, de César Vallejo.
No voy a hablar del cumpleaños del Papa, ni del hundimiento del Titanic, que comparten efemérides cada quince de abril; tampoco del accidente que terminó emparentando, en la muerte, al portentoso Gardel, con otro de los ídolos más acariciados por el inconsciente colectivo latinoamericano, Pedro Infante. El popular actor de “Tizoc”, se desplomó al salir del aeropuerto de Mérida, Yucatán, mientras copiloteaba un avión de carga, hace 50 años. Otro quince de abril, ésta vez de 1938, murió el gran poeta peruano César Vallejo, que profetizó su partida en un célebre texto que tuvo cabal cumplimiento. Los últimos tres sucesos mencionados y la masacre en el Tecnológico de Virginia, de la que no está ausente de responsabilidad la libertina venta de armas en Norteamérica, también rememoran la capacidad vidente de Elliot, que en la “Tierra baldía” afirma que abril es el mes más cruel.
En lo que sería mi primer viaje trasatlántico, llegué a París en 1973, con 20 años de edad y una mochila repleta de libros. No sabía lo que era cargar, pero tampoco me quería quedar sin referentes fundamentales durante mi primera larga estancia en una Europa que enfocaba primordialmente de manera literaria. Como muchos jóvenes postulantes a poeta, creía que en la “ciudad luz” se me contagiaría, por ósmosis, el talento o el genio de tantos escritores latinoamericanos que habían acudido a ella en busca de inspiración o de refugio. La lista es conocida, larga e incompleta; pertenecen a ella, entre otros, Rubén Darío, Vicente Huidobro, Rufino Blanco Fombona, Octavio Paz, Julio Cortázar, y César Vallejo. Sobre la obra de éste último, trasladé con cuidado una vieja edición publicada en la Habana; en el prólogo se mencionaba su sepultura extra muros, en el cementerio de Montrouge. El viaje a París se convirtió de inmediato en una suerte de peregrinaje, y visitar al más grande poeta del Perú fue el comienzo. Más adelante seguiría los pasos de Ezra Pound en Rapallo, los de Fernando Pessoa en Lisboa, los de Antonio Machado en Colliure y los de Robert Graves en Mallorca. Pero volvamos a la búsqueda del autor de los “Heraldos negros”; en mi fragmentado francés de la época, no fue fácil orientarme y padecí algunos de los tópicos y lugares comunes que han vuelto proverbial el mal humor de los galos, en las varias acepciones de la palabra; me tomó una jornada entera llegar a Montrouge, varios cambios de estaciones de metro, algún autobús, y correr al cementerio antes de que cerraran las puertas. Me colé como pude y los sepultureros se apiadaron, ahorrándome otro viaje: el señor Vallejo fue trasladado en 1970. Así, sin más. Ustedes pueden dudarlo, pero hablo de una época en que nadie soñaba en la existencia futura de dos plagas contemporáneas, para bien y para mal, el celular y el Internet.
La intuición, que falla mucho, me llevó hasta el cementerio de Pere-La Chaise, el más célebre de los panteones parisinos. Allí reposan Abelardo y Heloisa, Moliere, Balzac, Delacroix, Ingres, Modigliani, Chopin, la Callas, Edit Piaff, Susan Sontang y el roquero de The Doors, Jim Morrison. También allí pidió ser enterrado Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de literatura en 1967. Pero Vallejo tampoco estaba allí. Ignoro si es una ley consignada en el orden de las casualidades, o solo una estupidez, pero los restos de César Vallejo estaban a pocos pasos de mi habitación. -Si fuera víbora te picaría- hubiera dicho mi abuelita. En efecto, Philippe Rafier, el amigo generoso que me hospedaba en París, vivía frente al cementerio de Montparnasse y allí “cultivaba”, en unas cajas con rejillas, los caracoles que luego nos almorzábamos, cocinados a la “Provenzal”.
La cosecha cotidiana de mi amigo y la cercanía con la última morada de Vallejo, a quien tal vez ya han pensado trasladar al Perú, me permitió visitar muchas veces su tumba, en una ceremonia personal en la que repetía siempre este poema:
PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…