Opinión Nacional

Manuel Azaña (1880-1940)

“El Estado no puede pensarse más que en función del Derecho, del derecho del hombre, del hombre libre”

LA VOZ DEL ESPIRITU REPUBLICANO
“Desde este momento, octubre de 1931 -afirmaba Ramos-Oliveira-, Azaña es la República y la República es Azaña”. Manuel Azaña fue considerado como encarnación del espíritu republicano y esto que se consideró así en la propia vida de él, ha ido adquiriendo, con el paso del tiempo, un consenso mayoritario, hasta el punto que la Segunda República viene a identificarse con la figura de Manuel Azaña en la opinión pública. Es obvio que esa identificación tiene su causa más inmediata en los puestos de responsabilidad -sobre todo, la reiterada ocupación de la Presidencia de la República- que Azaña desempeñó entre 1931 y 1939, pero tergiversaríamos gravemente su significado político-intelectual si lo limitásemos a eso, pues la realidad más bien fue lo contrario: Azaña ocupó la Presidencia de la República porque era el hombre que mejor encarnaba su espíritu y su sentido.

De acuerdo con lo acabado de indicar, toda la vida de Azaña puede considerarse como una larga y difícil preparación para el importante papel que el destino histórico le reservaba en los años posteriores a dicha fecha. Las bases arrancan desde su mismo nacimiento en Alcalá de Henares, el 10 de enero de 1880, dentro de una familia de larga estirpe liberal; los primeros estudios en dicha ciudad y luego continuados en la Universidad María Cristina de El Escorial, entre los trece y los dieciocho años, donde cursará estudios de Derecho; el reflejo literario de estos años lo encontramos en su novela autobiográfica El jardín de los frailes (1927). Se licencia en Derecho en la Universidad de Zaragoza e inmediatamente obtiene el doctorado en la de Madrid con su tesis La responsabilidad de la multitud (1900). Tras unos años que vive en Madrid y se dedica a administrar sus tierras en Alcalá, oposita a letrado a la Dirección General de Registros y Notariado, puesto que consigue y del que conseguirá vivir, tras la pérdida de su patrimonio. En 1911 obtiene una beca de la Junta para Ampliación de Estudios con destino a París, donde estudiará derecho civil francés e historia jurídica francesa. En 1913, ya de regreso a Madrid, es elegido secretario del Ateneo, alternando el estudio y algunas actividades políticas. En 1918 se presenta como candidato a diputado del Partido Reformista por Puente del Arzobispo, siendo derrotado; volverá hacerlo en 1923, perdiendo de nuevo las elecciones. Entre 1919 y 1920 viaja otra vez a París, colaborando en El Fígaro y El Imperial. Al regresar en 1920 funda la revista La Pluma con quien será su cuñado, Cipriano Rivas-Cherif, publicación que mantendrá hasta 1923, pasando ese año a dirigir España hasta que al año siguiente la revista tiene que suspenderse por su oposición a la dictadura. En los años de la dictadura se dedicará, sobre todo, a escribir, alcanzando el Premio Nacional de Literatura con su escrito Vida de don Juan Valera (1926).

El 27 de febrero de 1929 contrajo matrimonio con Dolores Rivas-Cherif, veintidós años menor que él. En 1930 alcanza la presidencia del Ateneo de Madrid, participa en el Pacto de San Sebastián como representante de su grupo político. A partir del 14 de abril de 1931 inicia su ascendiente vida política: ministro de la Guerra, presidente del Consejo de Ministros, presidente de la República. Durante estos años, Azaña no abandona su actividad literaria, principalmente mediante la redacción de sus Memorias políticas. Además, en 1932, estrena su obra teatral La Corona en un teatro barcelonés; en 1935 publica su libro Mi rebelión en Barcelona, en 1937 escribe La Velada de Benicarló, su libro quizá más representativo que constituye un auténtico testamento intelectual.

Una parte importantísima de la producción literaria de Azaña son discursos, dada su “vocación oratoria” que le convirtieron en uno de nuestros más grandes oradores del siglo XX, lo que justifica el juicio de Salvador de Madariaga: “Azaña ha sido el orador parlamentario más insigne que ha conocido España”.

Manuel Azaña fue el hombre destinado por la historia a poner en marcha todo el potencial transformador y utópico implícito en el régimen republicano. “Ese fue el error de Azaña -escribe Araquistain-, su bella utopía republicana”. Manuel Azaña muere en el exilio, en la ciudad francesa de Montauban, el 3 de noviembre de 1940.

En su famoso discurso del 18 de julio de 1938, uno de los discursos más notables de toda nuestra historia política, Manuel Azaña se dirige a todos los españoles, sean de uno u otro lado, y dice: “Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordaran, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad y Perdón”.

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