África, ¿no quedaba en África?
Tú, que estás afuera, ¿puedes entender lo que nos pasa aquí adentro? ¿sientes empatía o fastidio? Nuestros niños fallecidos (por docenas, pienso en un cartón de huevos como ataúd) en hospitales por la desidia del Estado, ¿son distintos a los de Etiopía o Burundi? Y los que sobreviven, ¿se ven más desnutridos? África, ¿no quedaba en África?
Te lo reitero, ¿cómo traerte, con palabras, a mi incertidumbre? La gente (¿tú?) le teme a la tragedia (un emo crónico, me diría ella). Se contagia. La nube negra del otro se vuelve tóxica (dicen los manuales de autoayuda). Corre lejos de la gente negativa. Pero si todo un país arde, ¿se convierte en una nación tóxica? Nuestro dolor, ¿es lepra? ¿es leishmaniasis? Píntame un arcoíris, me pides, y sólo me sale un ave muerta, negra, sin alas, un pico de horror con expresión de Guayasamín.
No tengo ánimo (ni talento, quizá) para trazarte el mapa de mis miserias cotidianas. Nos falta todo. O al revés, no tenemos nada. Venezuela, poco a poco, es menos país. Piezas de lego arrojadas al fuego. O al mar. ¿Piensas que podremos recogerlas? ¿armar una república con otra forma? ¿otro color? Desde afuera, ¿qué ves tú? ¿sabes jugar este juego de la desaparición?
Hemos descubierto que estamos solos. Que la violencia (doméstica) incomoda. Los vecinos suben el volumen de sus televisores. Un gol de Cristiano Ronaldo propaga gritos: ¿de desesperación? ¿de impotencia? No, sólo de euforia. La mujer golpeada se afana con la base y el lápiz labial. El vecino la percibe sexy, pero la sabe magullada. ¿será que tenemos que maquillar los perdigones y balazos para volvernos un país sexy para ti?
América Latina trata de sentarse a la mesa de los países rápidos. Entonces, ¿qué hacer con la hermana maltratada, pero rica? Con sus historias de niños comiendo de las bolsas de basura. Con sus mujeres que cruzan las fronteras para entregarse al deseo, del que paga. Con policías y guardias nacionales golpeando, robando y asesinando a los universitarios que sólo salen a protestar. Una botellita de agua, “maalox” (suspensión oral) para atenuar el efecto de las bombas lacrimógenas y un teléfono móvil para decirle a la familia: “mamá, aún sigo vivo”. Un patrimonio mínimo para darle la cara al opresor.
No somos pocos. Somos millones de personas maltratadas hora tras hora. Queremos abordar un avión y bajarnos en cualquier país que tenga un “buenas tardes, pasé usted”. Con farmacias para pedir “aspirina” sin la certeza (frustración) del “no hay”. Aquí sólo tenemos dengue, escabiosis, escuelas sin baños y maestros con sueldos tan exiguos, que comparten el hambre con los niños que no logran aprender a contar (¿historias? No, sólo números). En la mañana, abrimos el grifo del agua y sale un chorrito marrón, espumoso, y no pocas veces, con pseudomonas. Entonces, te pregunto de nuevo: África, ¿no quedaba en África?
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