La Celestina
“El mal y el bien, la prosperidad y la adversidad,
la gloria y la pena, todo pierde con el tiempo
la fuerza de su acelerado principio.”
Fernando de Rojas. La Celestina
UNA VOZ DEMASIADO HUMANA
El Bachiller Fernando de Rojas, famoso como supuesto autor de la admirable ficción dramática de La Celestina (1499), también llamada Tragicomedia de Calisto y Melibea, nos dejó de su paso muy borrosa huella; apenas un nombre y la afirmación de haber terminado la estupenda figuración tragicómica de Calisto y Melibea, a la que singularmente el personaje de Celestina hizo inmortal.
Hay algo en la lectura de la obra dramática atribuible a ese casi desconocido, que nos parece como una réplica de afirmación o negación más fuerte que el amor y la muerte o que el tiempo y su fiel seguidora la costumbre; ya que los cuatro nos trazan el ámbito de esta rara experiencia poética: y ese otro algo, más fuerte que todo eso, ¿sigue siendo -nos preguntamos- aquel otro poder, superior a los dioses mismos, el del hado o fortuna, o fatalidad o destino?
Escribe Menéndez Pelayo, tratando de La Celestina: “Las bellezas de esta obra soberbia son de las que parecen más nuevas y frescas a medida que pasan los años… Si Cervantes no hubiera existido; La Celestina ocuparía el primer lugar entre las obras de imaginación compuestas en España”. La Celestina, es una exposición dialogada y en prosa de los amores de un joven caballero, Calisto, que para lograr a Melibea recurre a la mediación y tercería de la vieja Celestina, la cual sólo pretende extraer ganancias explotando la ardorosa pasión, de acuerdo con Sempronio y Pármeno, criados de Calisto. En contraste con los amores ideales de Calisto y Melibea, aparecen los de Sempronio y Pármeno con Elicia y Areusa, hembras de baja extracción. La vieja Celestina es apuñalada por los criados, éstos son rápidamente ejecutados por la justicia; Calisto muere al caer de la escalera que le llevaba a sus furtivas citas nocturnas con Melibea, la cual se suicida poco después, dejando dramáticamente doloridos a sus padres.
La tradición en la que se sitúa La Celestina es una tradición culta, libresca y latina, tradición que arranca del teatro de Grecia y de Roma clásicas. La obra más perfecta, más importante y de más alto valor literario y sentido humano de lo que se vino a denominarse “teatro culto” es La Celestina. Lo es por sus indiscutibles méritos, por su arte depurado y por la genialidad de su autor; pero lo es, sobre todo, porque rompiendo con algo que era esencial en el “teatro culto” ha abandonado el latín para adoptar la lengua vulgar. Los personajes ya no son prototipos del mundo jerarquizado medieval, sino personalidades individualizadas características de la edad moderna, lo que los hace totalmente creíbles. El estilo de la obra conjuga a la perfección el lenguaje culto de los nobles con el popular de la alcahueta y los criados, la erudición con las expresiones de la calle, logrando un equilibrio magistral.
A base de documentación de archivo sabemos que el bachiller Fernando de Rojas fue hijo de Garci González Ponce de Rojas y de su esposa Catalina, y que nació en la Puebla de Montalbán, provincia de Toledo, hacia 1475. Allí era tenido por hidalgo y hasta tal punto se consideraba de esta condición, que a causa de los malos tratos que el señor de aquella villa daba a los hidalgos se trasladó antes de 1518 a Talavera de la Reina, donde se avecindó y contrajo matrimonio con Leonor Alvarez, y de donde fue transitoriamente Alcalde Mayor en 1538. En Talavera de la Reina murió entre el 3 y el 8 de abril de 1541. Cuando en 1525 la Inquisición de Toledo instruyó proceso contra Alvaro de Montalbán, su suegro, sospechoso y judaizante, el encausado declaró que su hija Leonor Alvarez, que tendría entonces treinta y cinco años, era “mujer del bachiller Rojas, que compuso a Melibea”, lo que revela bien a las claras el prestigio literario que le había dado La Celestina. En el citado proceso se califica a Fernando de Rojas de converso.
Como la Divina Comedia, esta humana, y aun demasiado humana, comedia o tragicomedia de Rojas, hace su aparición al filo de dos siglos, en el cruce justo de la crisis renacentista; ofreciéndonos su diálogo entre los términos de humanismo y humanidad. En efecto, humana, demasiado humana, le parecerá un siglo después a Cervantes la inmortal Celestina. Lo que nos dirá con su famosísimo juicio de que sería divina si encubriera más lo humano. ¿Y por qué o para qué encubrirlo? ¿Y por qué o para qué divina? Lo mismo sólo que al revés podría decirse del poema sacro dantesco: que sería más humano si nos encubriera lo divino. Cosa que tampoco me parece que tendría muy claro sentido. Precisamente, una de las más hondas y veraces afirmaciones que sacamos de la lectura de La Celestina es la de su experiencia infernal, negándose a encubrir lo humano y manifestándolo tan expresa, tan expresivamente encendido por la llama espiritual de su Infierno. Pues lo demasiado humano de este mundo celestinesco, dentro del cual perecen trágicamente enlazados, y desenlazados, Calisto y Melibea, es su demoníaca, satánica espiritualidad; su fuerza, diabólica, de acusación espiritual pura. Que eso es Celestina, sobre todo; y en la que se separa y diferencia fundamentalmente de tantas otras como la precedieron y la siguieron en la vida y en el arte: una fuerza espiritual. Lo que la caracteriza tan distinta de una Trotaconventos, su gloriosa antecesora española, como la de su no menos inmortal sucesora, Gerarda; por citar sólo aquellas dos nacidas, inmortalmente, de las mejores plumas: Juan Ruiz y Lope. El acierto genial, como suyo, de la afirmación crítica de Menéndez Pelayo, cuya intuición, como siempre certera, nos orienta en este sentido, fue haberle llamado a Celestina, tan certeramente Séneca con faldas. ¡Qué estupendísimo acierto de crítica definición!
La invención de la Celestina, como la invención del Quijote, según nos dijo Manuel Azaña, no es la invención de un solo personaje, ni siquiera de un personaje tan significativo, como diría Malraux, sino la invención de un mundo. Y este mundo, el de la tragicomedia de Rojas, enlaza en su ámbito una visible dualidad temporal; lo que se ha señalado, históricamente, como dos vertientes que se juntan, y miran, una hacia atrás, a lo pasado, y otra hacia adelante, a lo venidero. Esa Edad Media que se supone por la crítica literaria o histórica que no acaba nunca en España es la que da su saber más profundo a esta obra poética. El hilado celestinesco juega el mismo papel trágico que el filtro amoroso en la época medieval: no cumple un destino, lo crea. A Calisto y Melibea no los mata trágicamente el amor: los mata el hechizo.
En La Celestina hay tres motivos o temas en que se apoya su fabuloso empeño de ilusionarnos, angustiándonos a la vez, con su ficción dramática: el tiempo, el amor y la muerte, unidos por la desventura de la pasión humana que se nos cuenta.
Celestina sabe muy bien, por experiencia propia, que el enemigo del amor no es la muerte: es el tiempo. El tiempo es quien separa para siempre a las parejas amorosas: la muerte quien las une, quien las junta, inseparablemente, para la eternidad. Es la muerte la que hace inmortal el amor de las parejas amorosas.
La realidad, la verdad, son cosa de ilusión poética; y nos parece lo que es: una ilusión de vida; el mayor milagro del arte poético: la creación de un mundo ilusorio. Una ilusión, un mundo, que, como nuestra propia vida enmascara una angustia de muerte.
De ilusiones se vive cuando no se vive de verdad, cuando se vive de verdad de ilusiones se muere. Pero hay que vivir de ilusión de verdad: vivir y morir de verdad. Esa es la semilla senequista que hizo florecer y fructificar Rojas en su estupenda obra, “fecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes”.