El jefe tóxico
¿Quién no lo conoce? El jefe que constantemente reprende a su gente. El líder del equipo que crea división en el grupo en lugar de armonía. El director que con aires de superioridad habla con los miembros del grupo, pero nunca escucha sus opiniones. El que agota las energías de los miembros del equipo. El que desprecia y descalifica a los demás. Es autoritario, mezquino, chillón y frecuentemente soez. Se considera mejor que cualquier otro y no lo oculta. Sólo le preocupa que se haga el trabajo que ordena y que se entienda con claridad que está allí para poner orden. En su intento por alcanzar su objetivo ignora a otros en la organización, más calificados. Y también los hiere y ofende. Ese es el jefe tóxico.
La salud, la eficiencia y la competitividad de la organización requieren que se detecte y contrarreste al jefe tóxico, pues sus acciones pueden conducir a descensos significativos de la producción e incrementos intolerables de los costos. Más aún, hasta a una gran organización la puede transformar en un sitio desagradable para el trabajo, incluso matarla.
Es fácil descubrirlo. Bastaría con caminar por la organización y preguntar al personal, que gustosamente indicará quién es el jefe tóxico y por qué. Si esto no sucede, puede ser debido al temor y miedo que genera en los miembros de la organización. En tal caso se recurre a otra forma, como hablar con los clientes, aún con los viejos clientes. Se debe prestar atención a sus comentarios sutiles ante las preguntas directas que se les formula sobre cualquier tópico. Preguntarles acerca de las fortalezas y debilidades de la gestión de la organización y ser sensibles tanto a qué o a quién dejan por fuera en sus comentarios.
Poner la mirada en los gastos generales es imprescindible. Uno de los mayores costos atribuibles al jefe tóxico yace en los asuntos del personal. A menudo estos costos son cargados a esas cuentas generales más que a las unidades operativas, para justificar un elevado número de trabajadores. Pero aún si las cosas aparentan estar dentro de las normas y objetivos anuales establecidos por la organización, se debe mirar los números con ojo crítico. ¿Genera contribuciones no redituables? ¿Hay enfrentamientos en el personal? ¿Está bien capacitado y satisfecho ese personal? ¿Es rotado con frecuencia? ¿Son justas sus reivindicaciones? Así se detectarían desórdenes administrativos peligrosos para la organización.
Pero la otra cara de la moneda señala que el jefe tóxico llegó hasta allí porque podría ser bueno en algunas facetas del negocio que maneja la organización o fue promocionado como apto para lograrlo. Si no fuera así ya se habría marchado o hubiera sido despedido. Por lo tanto, hay que sopesar la valía individual del jefe tóxico en la organización y medirlo contra el costo para la misma al corto plazo; en otras palabras, se debe valorar el riesgo/beneficio que significa para la organización, lo que implica tomar una decisión bioética.
Si el jefe tóxico se enorgullece de haber logrado incrementar la producción de la empresa, por ejemplo, en un diez por ciento durante el último año, puede ser que a los inversionistas y a todos aquéllos relacionados comercialmente con la organización no les importe si el movimiento en ese departamento particular es mayor que el promedio. Sin embargo, si se documenta que el costo de los productos vendidos se ha incrementado en un cinco por ciento durante el mismo período debido a mayores costos de entrenamiento, pagos a agencias de empleo, costos por permisos de enfermedad o sobretiempos elevados, ineficiencia general, entonces los inversionistas se quejarán.
Las acciones para contrarrestar al jefe tóxico que está dañando a la organización dependerán de las circunstancias particulares. Se podría colocar al jefe tóxico en una condición de re-entrenamiento o transferirlo a una posición de menor responsabilidad. Quizás el jefe tóxico es incapaz o los objetivos que le fueron propuestos son inalcanzables, lo que probablemente explique el errático estilo administrativo que demuestra; se requiere entonces un ajuste drástico. En última instancia se despediría al jefe tóxico, en beneficio de la organización, de sus accionistas y su personal.
También es necesario asegurarse de documentar y cuantificar las medidas que se empleen para determinar que el jefe tóxico ciertamente está dañando a la organización. Emplear los informes de los gastos administrativos y los costos directos para demostrar los impactos negativos provocados en lo profundo de la estructura organizativa. Finalmente, quizás a largo plazo, hay que aplicar los mismos criterios para cuantificar los beneficios para la organización una vez que las acciones correctivas tomadas, incluyendo el despido, resuelvan el problema del jefe tóxico.
Estas consideraciones organizacionales generales son aplicables a numerosas áreas del quehacer humano, como el de la política, la administración pública o la conducción de un país, que también deben ser manejadas con sanos criterios gerenciales, so pena de hacer colapsar a una nación. La pregunta es, entonces, obligante: ¿se observa similitudes con lo que sucede en el país y la forma como se lo está conduciendo? Evidentemente. La administración pública venezolana actual está plagada de jefes tóxicos desde el mismo nivel del Poder Ejecutivo, obsesionado por el retorno hacia un centralismo suicida históricamente superado, que contribuiría a explicar, parcialmente, la frustración del venezolano común ante las claras perspectivas de ruina hacia la que se dirige aceleradamente al país, bajo la máscara de un vaporoso estropajo llamado socialismo del siglo 21. Una de las tareas prioritarias de la ciudadanía es desenmascarar al jefe tóxico principal, presentarlo como tal y hacerlo corregir el rumbo, a pesar de su manifiesta incapacidad de rectificación.