Bolívar conservador
El Libertador murió desencantado por los resultados obtenidos durante su carrera, y en una de sus últimas cartas afirmó que «La América es ingobernable para nosotros; el que sirve una revolución ara en el mar; la única cosa que se puede hacer en América es emigrar» (09-XI-1830). ¿Qué explica semejante frustración? La historia oficial sostiene que Bolívar fue traicionado, o que era demasiado grande para su tiempo y circunstancias, pero esa historia oculta que él mismo formuló la más severa crítica a los efectos políticos de su acción. Así lo comprueba la lectura de su correspondencia, en especial la del período entre 1825 y 1830, y lo confirma inequívocamente, entre numerosos ejemplos, su Mensaje al Congreso Constituyente de Colombia, donde escribió esto: «Ardua y grande es la obra de construir un pueblo que sale de la opresión por medio de la anarquía y de la guerra civil, sin estar preparado previamente para recibir la saludable reforma a que aspiraba…¡Conciudadanos! Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa de los demás» (24-I-1830). En este texto clave Bolívar señala que la guerra de independencia fue una guerra civil, es decir, una guerra entre americanos realistas y patriotas, y asevera que los pueblos hispanoamericanos no estaban preparados para la independencia cuando ésta se produjo. Ese proceso emancipador de España, como argumentaré, no condujo a la siembra de la libertad en el marco de un orden institucional estable, y por ello Bolívar se «ruborizaba» al sostener que «la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa de los demás».
Como apunté antes, la emancipación hipanoamericana no produjo un orden perdurable para el ejercicio de la libertad, un orden entendido como entramado institucional, asumido a conciencia por la gente, sólido y capaz de abrir espacios a los derechos y deberes ciudadanos, encauzando su actividad hacia el progreso pacífico común. La Independencia, al contrario, abrió las puertas a la anarquía, las guerras caudillescas, el despotismo, el empobrecimiento y el atraso a lo largo y ancho de la América hispana, mientras que paralelamente Estados Unidos comenzaba su camino de poderío mundial. ¿Qué ocurrió?
A diferencia de la revolución norteamericana de 1776, los procesos independentistas de Hispanoamérica no desembocaron en regímenes políticos aptos para el disfrute de la libertad. Nuestra senda histórica ha demostrado la validez de la distinción realizada por Hannah Arendt entre la “liberación” o «emancipación» (de un poder colonial, por ejemplo), y la “libertad”. La liberación puede ser una condición de la libertad, pero no conduce a ésta de manera automática. Bolívar conquistó la independencia o liberación, mas no pudo consolidar la libertad en cuanto ésta atañe, de un lado, a la protección de una esfera de derechos inalienables para los individuos, y de otro lado a la limitación y separación de los poderes del gobierno. Su propuesta de orden institucional se orientaba hacia un gobierno paternal, que alentase el desarrollo autónomo de los individuos a largo plazo y como consecuencia de la educación y gradual maduración de estos pueblos, a los que sin embargo percibía como “insensibles a los encantos del honor y de la prosperidad nacional”, ya que “miran con indolencia la gloria de vivir en el movimiento de la Libertad» (15-II-1819). Bolívar quiso el bien de la independencia y también el de la libertad dentro de un orden estable, pero sólo logró el primero «a costa de los demás».
Este fracaso se explica ya que las revoluciones hispanoamericanas, conducidas por aristocracias criollas que anhelaban controlar el poder e imponer su mando sobre el resto de la sociedad, carecieron de un sustrato sociopolítico equivalente al que caracterizó el nacimiento de los Estados Unidos. Lo que dijo Joaquín Campino respecto al caso chileno se aplica a la generalidad de los estallidos hispanoamericanos de 1810: “La revolución…se hizo por odio al gobierno colonial y los peninsulares sin que nadie tuviese idea fija acerca del gobierno que debía en consecuencia establecerse después.” De allí que nuestras revoluciones fueron más bien rebeliones, en el sentido que explica Arendt; es decir, insurrecciones que no se referían esencialmente al establecimiento de la libertad sino a la conquista del poder político como instrumento de control social. El objetivo de la revolución norteamericana, por otra parte, fue fundar la libertad y forjar instituciones duraderas. Su producto fue una Constitución aun vigente; las revoluciones o, más bien, rebeliones hispanoamericanas desataron en cambio una cadena de dictaduras que se extendió por décadas. La revolución de independencia norteamericana, escribió Tocqueville, “se originó en un reflexivo y maduro apego a la libertad, y no en algún vago e indefinido instinto de independencia, de ausencia de orden y de límites. No fue guiada por pasiones exaltadas; al contrario, avanzó en estrecha vinculación con el apego al orden y a la legalidad”, proceso muy diferente al desbordamiento anárquico en que culminó la experiencia emancipadora al sur del continente.
A semejanza de los casos francés, ruso, chino y cubano, las rebeliones de independencia en Hispanoamérica fueron detonadas y conducidas por minorías mesiánicas que reivindicaron para sí la “razón histórica”, arrastrando a su paso masas informes que a su vez suplantaron una sujeción por otra. En lugar de apropiarse de la tradición y enriquecerla, como hicieron los llamados Padres Fundadores en Estados Unidos, nuestros próceres independentistas arrancaron de raíz la tradición en busca de anhelos imprecisos de reformas utópicas, repudiando temerariamente el pasado y estableciendo una profunda incongruencia entre los ideales proclamados y las realidades de nuestra existencia como pueblos. Los norteamericanos recuperaron lo mejor del legado colonial y lo trascendieron; nosotros pretendimos destruir la herencia de tres siglos liquidando el pasado español, y amanecimos luego de la Independencia en patética orfandad. La emancipación norteamericana fue una lucha de ciudadanos; nuestras rebeliones, de otro lado, fueron llevadas a cabo por élites separadas de los sectores mayoritarios, que no combatían por la libertad sino por la reivindicación social.
Nuestra emancipación de España, en resumen, produjo una fractura radical entre el pasado y el porvenir de estas naciones, dando origen al olvido de lo que nos ha precedido y a la pérdida de nuestro sentido de identidad. Se instauró así entre nosotros una discontinuidad estructural, luego de eliminar lo que había en términos de andamiaje institucional-cultural para generar en su lugar un enorme vacío, que ha sido llenado a lo largo de nuestra evolución histórica por el personalismo político.
Bolívar fue sincero cuando dijo que «mis ideas están en oposición con las inclinaciones del pueblo» (31-VIII-1829), pues el Libertador era un conservador en lo que toca al sentido y propósitos de su pensamiento político. Un conservador no es lo mismo que un reaccionario, pues este último desea un retorno al pasado, en tanto que el conservador legítimo procura un cambio pero en función del orden. El revolucionario, de su lado, busca la justicia, en tanto que el conservador aspira a la libertad dentro del orden. Bolívar fue, por origen social, temperamento, y convicciones políticas, un conservador que se colocó a la cabeza de una rebelión, pero que a pesar de sus esfuerzos no logró transformarla en un orden estable consolidando dentro del mismo la libertad de los ciudadanos. Más bien, Bolívar fue arrastrado por la rebelión de su grupo social contra el Imperio español, y percibió que ese cataclismo histórico no pocas veces le convirtió en «vil juguete» de un huracán que le arrebataba «como una débil paja» (15-II-1819). El pueblo venezolano de ese tiempo, por su parte, no buscaba la libertad dentro del orden, sino —como lo describió Bolívar— «la pardocracia, que es la inclinación natural y única, para exterminio después de la clase privilegiada» (07-IV-1825). Su pronóstico acerca de lo que esperaba a Venezuela fue sombrío: «no pudiendo soportar nuestro país ni la libertad ni la esclavitud, mil revoluciones harán necesarias mil usurpaciones» (13-VII-1829), de lo que se desprende su conclusión sobre lo que probablemente ocurriría: «este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas» (09-XI-1830). Estas palabras no expresaban la sensación triunfal de un rebelde exitoso, sino la tristeza de un conservador desilusionado.