La felicidad
“Horas de alegría
son las que se van…
que las de pena se quedan y duran
una eternidad.”
Manuel Machado
LA PRETENSION A LA FELICIDAD ES IRRENUNCIABLE
Si consideramos las repercusiones que la estructura de la vida tiene sobre la felicidad -o, si se prefiere, cómo funciona la felicidad dentro de la estructura de la vida-, hallamos una situación paradójica, que puede resumirse así: el hombre es el ser que necesita ser feliz y que no puede serlo. La pretensión a la felicidad es irrenunciable, porque coincide con la que constituye nuestra vida. Es, por lo pronto, la realización de la pretensión; por consiguiente, toda pretensión es pretensión de felicidad, y por eso, en lugar de “fluir” normalmente, como la vida biológica, tiene un coeficiente de logro o fracaso que varía en cada momento. El hombre se siente sucesivamente a cierto “nivel” de realización de su pretensión, a cierta altura de felicidad. Por ello, hay que medirla atendiendo a dos magnitudes: la realidad y la pretensión: su número no es un número entero, sino una fracción, en que el numerador es lo que se alcanza de felicidad, el denominador es la que se pretende; el valor de la fracción es independiente de cada uno de esos números; depende de su relación. Esto explica que una vida que alcanza una alta dosis de felicidad se sienta acaso infeliz, mientras que un contenido felicitario mucho más modesto puede producir una impresión satisfactoria, según el denominador sea mayor o menor.
En la medida en que la felicidad es la realización de la pretensión, hay que decir que toda vida es feliz, o que se vive en el elemento de felicidad. Pero en cuanto la pretensión nunca se realiza adecuadamente, la felicidad aparece como imposible.
La felicidad es siempre instalación; cuando soy feliz, me siento “en” la felicidad; pero como la vida humana está hecha de inestabilidad y sucesividad, esa felicidad es constitutivamente una instalación fugaz y deficiente: es la razón de la constitutiva inquietud de la vida. Podríamos decir que el hombre se va sintiendo instalado en “pequeños presentes”, en “momentos” en que se encuentra feliz.
La estructura de la realidad es, naturalmente, el condicionante de la felicidad; esta tiene estructura dramática, como la vida entera, y el espejismo milenario ha sido tratar de imaginar la felicidad despojándola de esa condición intrínseca de la vida. La sustitución del mundo por el paraíso es la más peligrosa tentación del hombre respecto a su felicidad. En nombre del paraíso perdido, se deja escapar la posible felicidad en el mundo. Por eso se ha solido tener una idea estática y no dramática, no argumental de la felicidad. La felicidad, en este mundo -y creo que también en el otro-, ha de ser dramática y argumental; no un “estado”, sino una instalación de la cual se proyecta vectorialmente. Por eso la felicidad acontece: ni la “hay”, ni “se está” en ella, ni en rigor se “es” feliz, sino que se está siendo feliz, especialmente cuando se va a serlo.
El hombre es indigente y no suficiente; su vida consiste en necesitar -lo que le falta y lo que tiene- para ser él mismo. Pero hemos visto antes que la felicidad acontece, y esto quiere decir que consiste en una serie de sucesivos emplazamientos, solo se puede ser feliz “a plazos”, y en español hay un dicho según el cual “no hay plazo que no se cumpla”. La estructura futuriza de la vida humana lleva de presente en presente hasta la muerte. Recordemos las dos preguntas claves de la filosofía: ¿Quién soy yo? ¿Qué será de mí? Si a la segunda pregunta tengo que contestar al final “Nada”, es decir, “Nadie”, esto anula la primera, me obliga a responderla igualmente. Sí muerto del todo, todo dejará de importarme alguna vez, luego es cuestión de esperar. Nada importa verdaderamente, luego nada vale la pena.
Y si esto es así, no se puede ser feliz sino en la medida en que provisionalmente se olvide la muerte. La felicidad sería, a última hora, un engaño. Conviene acostumbrarse a llamar a las cosas por su nombre. La muerte hace imposible, ilusoria, engañosa la felicidad; pero esta es necesaria, ya que es la realidad misma de la vida. Y como dijo el poeta: “Y… nada más. En mi conciencia inquieta / vigila el bien. Espero, / sin saber qué. Y, en tanto, / me anego en risa, disimulo el llanto… / Y voy viviendo, mientras no me muero”.