Jaime Camino, cineasta de larga memoria
«La guerra civil y otras historias» es el nombre del libro que Esteve Riambau dedica a Jaime Camino, cineasta clave en la preservación de la memoria europea del siglo XX y uno de los autores más destacados del cine realizado en España en los últimos lustros. Trece largometrajes y seis cortos durante cuarenta años, conforman una cinematografía con gran parte de sus raíces hundidas en el represivo clima de la larga pesadilla franquista. El concienzudo ensayo, publicado por «Filmoteca de Catalunya», en el centenario del Instituto de Estudios Catalanes, apareció en junio de este año en catalán, inglés y español. La cuidadosa edición cuenta también con una galería de fotografías significativas y establece un minucioso recorrido biográfico. Si nos atenemos a los nombres de quienes han acompañado a Jaime camino a lo largo de su carrera, tendremos una idea de su trascendencia histórica y la aportación al arte de su país, en las vertientes del cine y la literatura. A lo largo de su quehacer intelectual han estado cerca de él escritores de la estatura de Juan Marsé, Jaime Gil de Biedma, y J.M. Caballero Bonald. Camino ha escrito novela y publicado varios libros didácticos. Este mismo año se acaba de reeditar su volumen sobre esa mítica figura de extrema dignidad que fue la «Pasionaria».
Del cine de Jaime Camino, que no he podido conocerlo todo, recuerdo con más nitidez: «Las largas vacaciones del 36» (1976) -sobre las familias que fueron sorprendidas el 18 de julio de ese año, por el estallido de la guerra mientras veraneaban en diversos pueblos en los alrededores de Barcelona y se vieron obligados a «prolongar» sus vacaciones durante tres años-; «El balcón abierto» (1984) –Un homenaje a Federico García Lorca. Algunos pasajes están impregnados de la tragedia andaluza, otros tienen tintes surrealistas y las escenas rodadas en Nueva York evocan la estancia tan productiva allí del malogrado y monumental poeta español- . «Luces y sombras» (1988) –un homenaje a Velásquez y sus «Meninas» y una aproximación a la corte de Felipe IV mediante un juego de espejos que también refleja un retrato indirectamente autobiográfico-; «Los niños de Rusia» (2000) –un fresco doloroso de la niñez republicana que buscó un refugio provisional en varios países de acogida y que la orfandad convirtió en exilio definitivo-; y «El largo invierno» (1991) definida por el propio Riambau como contrapunto y complemento de las «Largas vacaciones del 36» y que se refiere al invierno de 1939, al final de la guerra, cuando todas las esperanzas libertarias estaban ya perdidas. Esta última contó con un gran reparto de casa y del exterior, entre ellos, Adolfo Marsillach, Ovidi Montllor, Rosa Novell, José de Villalonga, Judith Mascó y Vittorio Gassman, Elizabeth Hurley y Jean Rochefort. De esta cinta guardo, además de la mejor impresión, un fetiche. Hace tres años, cenando con su director, le llevé de regalo una corbata de diseño mexicano. Entusiasmado, Jaime Camino desanudó la que traía puesta y me dijo: …a propósito, esta corbata será para ti. Sé la admiración que tienes por Gassman. Al terminar el rodaje de su personaje de emblemático mayordomo, Vittorio me la devolvió, diciendo que pertenecía a la producción.
Mi encuentro con Jaime Camino en la Barcelona post olímpica de los años noventas es uno de los que celebro más. Su generosidad permitió que me vinculara también con mentes tan lúcidas y creativas como el premio nacional de diseño Ivez Zimmermann, el propio experto en cine, guionista y crítico Rubem Gubert ó el estilista Pascual Iranzo, que siendo hijo de un anarquista es bien conocido por sus textos sobre la imagen y porque es el peluquero oficial del rey de España, además de cortarle el cabello a García Márquez, Serrat, Tápies y a una pléyade de cabezas coronadas de la cultura y de la empresa locales. Jaime convoca, desde mi época catalana, a una tertulia mensual a la usanza de esas célebres comelitonas españolas donde se beben buenos vinos y se discute de todo y de todos. En esas francachelas participan periodistas, empresarios, poetas, artistas, pero sobre todo gente con sentido profundo de la camaradería. Echo en falta esa escuela libre de pensamiento y de ideas, y por ello en mis viajes anuales a Barcelona Jaime Camino organiza siempre una tertulia fuera de capítulo para el reencuentro con esos seres prodigiosos que destacan en la vida dinámica y activa de la Cataluña contemporánea. Ultimando esos detalles, acabo de hablar por teléfono con él. Se encontraba de vacaciones en las afueras de Cangas de Onís, la villa que antecede al santuario a la Covadonga en las montañas de Asturias, donde pastan los quesos llamados Cabrales.
El error es deliberado. El Cabrales es uno de los quesos de mi vida, mis otras infidelidades son el Feta griego, el Parmesano, el Pecorino romano y el Manchego. Recordé con Jaime un episodio de mis veinte años en esos parajes de misticismo y gastronomía. Un domingo del año de 1973 encontré cerrada la única caja bancaria del pueblo y el hambre me obligó a pedir fiada una fabada en un mesón de la parte baja del milenario puente romano de Cangas.
El propietario, con mucha simpatía, corrió el riesgo y pude abalanzarme sobre el mejor plato de alubias con carnes de caza que haya comido jamás. Veinte años después regresé a pagar mi deuda. Lo tuve que hacer a la viuda, que sigue manteniendo la formidable casa de comidas. Recomendé a Jaime el lugar e incrédulo me dijo: ayer domingo nos quedamos mi hijo y yo sin un euro y lo peor es que lo descubrimos cuando ya habíamos ordenado, allí en ese mismo sitio. Llamé a la dueña y le dije que le pagaría al día siguiente. Se ve que continúa la bella tradición del marido.