Entre Umbral y Vilallonga me quedo con ambos
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Ahora está el conde Lequio, fíjate si ha bajado el nivel! Los playboys de entonces jamás hubieran vendido sus confidencias, no les gustaba salir en los periódicos. Es una cuestión de educación y de cultura, algo que tanto escasea hoy día. Se puede ser un jeta pero con clase. José Luis de Vilallonga, sobre el tema de la seducción.
Apenas la semana pasada mencioné a José Luis de Vilallonga, uno de los actores de la película de Jaime Camino, «El largo invierno» que protagonizó el monumental actor italiano Vittorio Gassman.
Ahora me entero que el Marqués de Castellvell acaba de morir en su residencia de Mallorca a los 87 años. Días antes y con esas coincidencias que registra la muerte, había desaparecido también uno de los más irónicos escritores de la lengua española, el irreverente Francisco Umbral, autor de los relatos más atrevidos y desfachatados; los últimos adjetivos también calificarían con acierto a un hombre como Vilallonga.
Ambos mantenían columnas periodísticas a las que fui asiduo rabiosamente, es decir, de manera casi viciosa en la dependencia literaria y periodística que tanto disfruto. Muchos de esos artículos podrían definirse con una voz de mucho uso en el castellano de la península: mala leche. A estas alturas del texto tal vez estén pensando que mi nota necrológica es adversa a esos dos figurones de la vida pública de los españoles de la última década, pero se equivocan. Mantengo una legítima admiración por esos espíritus anárquicos, a salto de mata entre la fingida decencia ajena y su afilada capacidad de no dejar títere con cabeza.
Ambos denunciaban, sin pelos en la lengua, la mediocridad y la hipocresía. Los dos, Vilallonga y Umbral, vivieron vidas paralelas en el escándalo, en el desplante, en su insobornable manera de delatar las realidades de los bajos fondos de las altas finanzas y de las altas sociedades. Vilallonga fue noble, grande de España, frecuentó lo que se ha dado en llamar el Jet Set y hasta escribió un libro sobre sus pares europeos. (%=Image(8433532,»R»)%)
Umbral recreó el lenguaje periodístico a niveles únicos e irrepetibles. Los dos eran dandis. Tenían lo que algunos definen como «saber vivir». Exigían del lenguaje los extremos de su expresión, siempre a punto de romper límites literarios; pero en eso, uno más que el otro; Umbral fue más un maestro entre sus cofrades escritores y Vilallonga menos dado a procurar la excelencia de la forma y con menos talento innovador. Así con todo, sus columnas de La Vanguardia de Barcelona eran perlas de lo «políticamente incorrecto» y fue acusado también de misoginia, por atreverse a criticar a algunas damas desde una perspectiva intelectual, sin concesiones de género.
Ya Umbral remó contracorriente con un vigor infatigable. Defendió al, para mí, en muchas cosas impresentable Camilo José Cela, el Nobel robado a Borges o Jorge Amado, para desacralizarlo de manera cruel y rotunda en un libro publicado a la muerte del escritor y delator gallego del Padrón. Una vez asistí a una escena única que para muchos será vista como suprema falta de educación y sin embargo fue sincera respuesta a la manipulación de los todos poderosos presentadores de televisión. De pronto vi a Umbral sentado en una de esas antesalas infames entre famosos. Intuí lo peor y para mi alegría se produjo. Mercedes Milá, con estilo exasperante le preguntó a donde se dirigía cuando frente a las cámaras Umbral comenzaba a salir del plató. Don Francisco le respondió más o menos así: yo vine aquí a hablar de mi último libro no como escenografía y tú me sientas entre necios de manera irresponsable…
Y se fue, así, sin más, poniendo en su lugar, por primera vez, a un monstruo sagrado de las entrevistas de la época. Al día siguiente la gente que percibió la pertinencia de ese acto extremo se inclinó por no condenar al escritor autodidacta que nunca pisó una universidad y publicó más de ochenta libros, ganando los premios Príncipe de Asturias, y el Cervantes. La Milá, que yo sepa, sigue eclipsada en el lado oscuro de la memoria más triste.
Vilallonga, además de aparecer en películas de genios del tamaño de Fellini y Louis Malle y escribir una acertada biografía del Rey Juan Carlos de Borbón, a manera de desagravio por la fidelidad que guardó durante mucho tiempo por don Juan en demérito del hijo, fue un testigo de su tiempo a tiempo completo, valga la redundancia. A la vez se puede afirmar que su personalidad y desparpajo no está ausente del carácter de las novelas de la picaresca del siglo de oro. La suya fue una vida de personaje, además de autor. Recuerdo que requerí una cosa especial al cineasta catalán Jaime Camino cuando dejé Barcelona a mediados de 1995, en su calidad del organizador mensual de nuestra tertulia. El pedido fue incorporar en la despedida que daban por mi traslado a la India, a José Luis de Vilallonga. Así fue. El noble varón llegó fumando el sempiterno puro y con un corte largo de cabellos canos. En ese estilo también coincidía con el Quevediano Paco Umbral.
Se imaginarán lo celebrado de una charla salpicada de sarcasmo y buen humor. Pero no todo fue simpatía. Cuando tocamos el tema de la India Vilallonga contó su encuentro y decepción con Indira Gandhi, en una Delhi monzónica que enseñaba más de lo normal el cobre de su miseria dolorosa. Ambas cosas le hicieron jurar no volver nunca más a un país que ya entonces me parecía prometedor, por su carga de civilización tan honda y al que sigo admirando pese a las criminales diferencias sociales.
A Francisco Umbral se puede decir que le saqué la vuelta. Estuve a punto de entablar una plática con él en el bar del “Ritz” de Madrid, pero recordé alguna anécdota del propio Camino que ilustraba su fama de mala bestia y preferí seguir admirando a distancia la mano que mueve la pluma. Con la muerte de José Luis de Vilallonga y de Francisco Umbral pierdo a dos maestros del quehacer periodístico más alto en nuestra lengua. A ellos debo haber enveredado por esta disciplina de la crónica.