Opinión Nacional

Bellow en Jerusalén

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Desde hace ya dos meses, he estado leyendo entre semana, cinco o diez minutos después de desayunar, el libro Jerusalem and Back de Saúl Bellow, un relato personal de los varios meses que pasó el autor en esa ciudad a mediados de los años setenta. El libro, que compré por apenas un dólar en una tienda de libros usados, no estaba siquiera en mi lista mental de prioridades y fácilmente hubiera podido pasar años sin tocarlo. Pero una mañana, mientras desayunaba, lo vi debajo de una montaña de revistas y decidí leer algunas páginas antes de ponerme a trabajar. Desde entonces, mis días comienzan con la indispensable taza de café y esa pequeña dosis diaria de las aventuras de Bellow en esta convulsa ciudad.

Jerusalem and Back no es, ni aspira a ser, el mejor libro de Bellow, pero ha sido para mí un grato recordatorio de que, como decía Octavio Paz sobre Ortega y Gasset, leer a algunos escritores de genio es casi un placer físico: como nadar o caminar en el bosque. A pesar de la densidad del tema, es difícil no regodearse con la prosa de Bellow, porque ésta es tan rica, y opera simultáneamente en tantos niveles, que así, por ignorancia mía, me cueste seguir algunas de sus disquisiciones sobre Israel, nunca dejó de disfrutarla. Leyendo este libro he pensado lo que ya he pensado muchas veces con sus ficciones: que al autor nada se le escapa, que como Tolstoi describe el mundo como es. Esto, por supuesto, es una ilusión, porque Bellow, más que una habilidad para captarlo todo, lo que tiene es un refinadísimo instinto para detectar el detalle relevante. Esa es parte de la razón por la que, a diferencia de Flaubert (que también tenía un gusto para los detalles), su prosa nunca aburre ni se hace pesada. Bellow rara vez nos da información que no nos interesa, e incluso cuando comete este error, lo hace con tanta vivacidad e imaginación que no duerme al lector.

Muchas de las virtudes de las mejores novelas de Bellow están aquí en este relato. La línea que separa este libro de su ficción es muy delgada, al punto que a veces uno siente que lee otra de sus novelas. Esto me ha pasado sobretodo con los bocetos de artistas, intelectuales, políticos, diplomáticos y otras personalidades conocidas y desconocidas con las que el autor se cruza en Jerusalén. Aquí su extraordinario talento para el retrato brilla igual que en sus novelas. Bellow es capaz de capturar la esencia del físico de una persona con unas cuantas pinceladas, así como de desgranar una personalidad en anécdotas, fragmentos de diálogo y lúcidas observaciones. Por ejemplo, el retrato que hace del legendario alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek, es tan memorable como muchos de los personajes de sus ficciones. En unas cuantas páginas nos da una buena idea de su personalidad energética y arrolladora (“he bangs about the city in his car”) y su ilimitado amor por la ciudad.

Por supuesto, esta habilidad para el retrato requiere de un afilado poder de observación y de una habilidad para detectar, y luego sutilmente enfatizar, la “esencia” de una persona, es decir, ese reducido número de cualidades que, más que otras, definen a alguien. Pero no sólo eso: también requiere de tacto, imaginación, cultura, así como de una suprema maestría del lenguaje, una bolsa de trucos literarios y un buen oído musical. Por el aire conversacional de su prosa (Bellow no parece escribir sino hablar), es fácil subestimar su oído. Esto es un error. Bellow presta atención a los ritmos y los sonidos, a veces sorprendiéndonos con frases que parecen versos como “the limp silk fresh lilac drowning water.” Hay algo en su prosa que me recuerda a los grandes improvisadores del jazz. Las frases respiran, hay espacio para el desorden y la espontaneidad, para que se infiltre la loca imaginación, pero todo ello está contenido dentro del marco de una inteligencia de primer orden. Aunque Bellow le abre la puerta a la inspiración, nunca deja que ella lo domine.

Pero más que la musicalidad de su prosa, más que la exuberancia de detalles y los perceptivos retratos, Jerusalem and Back comparte con algunas de las ficciones de Bellow –pienso sobretodo en Herzog– algo más fundamental: el tono. El tono del narrador es el de un intelectual, extraordinariamente culto y con una pasión por las ideas, el arte y la historia con mayúsculas, pero que nunca suena pedante, ni siquiera cuando cita revistas especializadas, oscuros profesores o se ensarza en complejos debates filosóficos. Su intelectualismo y su erudición no irritan ni intimidan, sino estimulan, quizá porque su prosa es cálida, segura, directa, llena de empatía, encanto y humor. Bellow jamás se dirige al lector desde un podio, más bien se sienta con él a conversar con unas cervezas, quizá la tardecita de un domingo, en uno de esos dinners acogedores de Chicago o Nueva York.

Este tono ayuda a explicar la suavidad y efectividad con que, en algunas de sus novelas, Bellow incorpora, en su tradicional mundo ficticio (Bellow no es un revolucionario como Joyce o Kafka), sus reflexiones sobre las grandes ideas de la literatura y el pensamiento europeo. Ayuda también a entender porque tanto Herzog como Jerusalem and Back, libros trufados de citas y referencias académicas y literarias, fueron bestsellers en Estados Unidos. Muchos dicen con razón que una de las grandes virtudes de Bellow es el talento para modular de una escena cotidiana a una reflexión sobre las ideas de Hegel o Rousseau. Creo que el tono es lo que le permite a Bellow hacer esto sin sonar como un pedante insoportable.

Este tono también es una de las herramientas que Bellow utiliza para desplegar esa otra virtud que lo convierte en algo más que en un gran estilista: su inteligencia metafísica. Sin esta cualidad Bellow no sería, junto a Faulkner (como bien lo ha dicho Philip Roth), la “columna vertebral” de la literatura norteamericana del siglo XX. En vida, Bellow reiteradas veces se quejó de la literatura contemporánea diciendo que el poder para entender las más grandes cualidades humanas parece haber sido distendido, transformado o enterrado por completo. No sé si estoy de acuerdo con esta opinión, así como no sé si coincido con muchas de las opiniones apocalípticas que, en sus últimas décadas, le ganaron fama de viejo refunfuñón y cascarrabias. En todo caso, esa observación dice mucho de él, revela que su ambición como novelista entrañaba una importante dimensión metafísica, en la tradición de los grandes escritores rusos del siglo XIX que tanto admiró y releyó. A Bellow nunca dejaron de preocuparlo los grandes temas y las grandes preguntas, y siempre utilizó la novela como instrumento para explorar la naturaleza humana.

Quizá por eso, quizá por esta búsqueda que resuma de cada uno de sus libros, con Bellow me pasa algo que sólo me ocurre con pocos escritores: después de leer y releer tantas veces páginas y capítulos de sus novelas siento que mi comunicación con él es bastante profunda, que va más allá de la típica relación lector-autor. Ya no es sólo la historia lo que me preocupa, ya no me conmueven sólo las vicisitudes de los personajes. Más allá de eso siento una suerte de comunión con la mente del autor, con los intereses, miedos, inquietudes, obsesiones, pasiones, que lo definen y se filtran a través de los personajes e historias de sus ficciones. Pocas cosas me llenan más como lector que sentir este nivel de compenetración.

Hay un pasaje en Herzog que he releído mucho y al que vuelto un par de veces desde que comencé el libro de Jerusalén. En esta escena la hermosa y neurótica Madeleine se viste y se arregla en el baño mientras Herzog, su futuro esposo, la observa sentado en el borde de la bañera. Cuando Madeleine se termina de arreglar, van juntos a desayunar a un restaurante cerca del departamento, donde no hacen más que discutir. Se trata de una escena doméstica común, aparentemente trivial, pero que Bellow se las ingenia para convertir en un verdadero tour de force narrativo, en el que su talento chisporrotea en cada frase. Ahí, en esas páginas, está lo mejor de él: el humor, la empatía, la mirada de Argus para el detalle, el genio para la caracterización, la admirable capacidad de síntesis, la pasión por las ideas.

Siempre he releído esta escena con inmenso placer –un placer que proviene tanto de la anécdota como del reconocimiento de la maestría del escritor. Al igual que con el final de Ravelstein (otra escena maravillosa de alguien vistiéndose y arreglándose), estas páginas siempre me tocan fibras muy íntimas y me recuerdan que la lectura puede colmarlo a uno con una felicidad indescriptible. Irracional y supersticiosamente, llevo ya un tiempo creyendo que cada vez que siento eso mi vida se alarga unos años, que esa sensación me mantiene sano, despierto, vital. Me vacuna contra enfermedades.

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