Abad Faciolince contra el olvido
Héctor Abad Faciolince no era amigo mío. Lo vi una vez en el hotel Prado Río de Mérida durante una edición de la Bienal de Literatura Mariano Picón-Salas y pudimos intercambiar unas frases acerca de un divertido artículo suyo que había publicado en El Nacional sobre el uso de la segunda persona.
En esa ocasión le referí, junto a mi amiga Sara Mora, las coincidencias en el hablar que teníamos los antioqueños, los bogotanos y los merideños venezolanos. Siempre cordial y atento Héctor, quien sólo me lleva unos añitos, escribió en una pequeña libreta nuestros comentarios.
Ignoro la razón por la cual no publica más sus artículos en el diario caraqueño, pero ruego que no sea porque el grupo de periodistas-funcionarios (incluido el ministro de propaganda) que perpetra allí sus escritos adulantes lo haya desplazado. Nos queda la revista Semana para leerlo y como la barrera del dólar controlado hace improbable que esté en los quioscos, lo disfrutamos por Internet.
Abad Faciolince nació en Medellín en 1958 y también ha escrito novelas, cuentos, un diccionario personal, un libro de viajes. Su libro más reciente “El olvido que seremos” (Planeta, 2006) es el motivo de esta nota porque, entre otras cosas, ha logrado presentarnos la vida y el pensamiento de su papá con una intensidad tal que nos ha emocionado, en varios pasajes, hasta las lágrimas.
Héctor Abad Gómez (1921-1987) fue un médico y catedrático de la Universidad de Antioquia que luchó en infinidad de iniciativas por el mejoramiento de la vida de los más pobres en Colombia y por el respeto a los derechos humanos en medio de esa guerra que no se acaba. Para recordarlo y para contarnos cómo fue asesinado por los paramilitares, mientras organizaba su candidatura a la alcaldía de Medellín, su hijo ha abierto las gavetas de sus sentimientos, arriesgando hasta lo que él llama impudicia.
Con la mayor honestidad posible, ha repasado los consejos, los cariños, las bromas, las costumbres de su papá para conseguir que sus lectores, a veinte años de su luz, lo conozcamos. Abad Faciolince ha dicho cuán difícil se le hizo escribir este libro, que tenía en mente desde hace mucho; cómo dudó para encontrar el tono. Lo ha hecho con gracia sincera y a ningún lector puede dejar indiferente su narración.
Entre los episodios de esa infancia y juventud enmarcadas por la presencia de un padre “casi perfecto” se desgranan observaciones atinadas que agregan interés a la anécdota y que en un punto se convierten en el centro del libro. Porque además de recuperar de manera proustiana (como era el ideal juvenil del escritor) la entrañable figura del padre, el libro es también una denuncia contra la intolerancia y la violencia.
Nos hemos acostumbrado en nuestros países al asesinato. A veces los venezolanos nos conformamos de manera perversa, diciéndonos que aquí no estamos como en Colombia. Pero, quizás, estemos peor. Porque en Colombia no queda quien evadan la realidad, por más irresponsable que sea. Aquí, comenzando por los poderosos, hay demasiada manipulación de la verdad: de las cifras y de las responsabilidades.
La aniquilación por parte del Estado, la guerrilla, los narcos y los paramilitares de buena parte de la gente pensante en Colombia no obedece a un caos. Ha sido apetito de sangre planificado con frialdad y precisión.
Abad Faciolince, pocos meses después del asesinato de su padre, desmintió el lugar común de la violencia ciega e insensata: “¿Vivimos una violencia amorfa, indiscriminada, loca? Todo lo contrario. El actual recurso al asesinato es metódico, organizado, racional. Es más, si hacemos un retrato ideológico de las víctimas pasadas podemos ir delineando el rostro preciso de las futuras víctimas. Y sorprendernos, quizá, con nuestra propia cara.”
Afortunadamente, sigue vivo para contarnos la vida de su familia, de esa familia que tenía un papá en extremo amoroso, complaciente y franco. Un protagonista que permite el lucimiento de otros personajes que están en el afecto del escritor: la mamá, las hermanas, los tíos, las muchachas de servicio, los amigos. Estos vuelven a encontrar a Quinquin, hoy escritor respetado, que aunque diga que no heredó la valentía y el optimismo de su papá, alcanza, con este libro, ser valiente y transmitir, en medio de tanto horror, alguna esperanza.
Un libro agradecido y que se agradece. Para agradecer está la trascripción de la carta que envía Héctor padre a Héctor III (“porque tú vales por dos”), mientras éste sufría una depresión en Italia. Allí le dice: “Por Dios, nuestro querido Quinquin, cómo vas a pensar que te sostenemos (…) porque “ese muchacho puede llegar lejos”. Pero si es que ya has llegado muy lejos, más lejos que todos nuestros sueños, mejor que todo lo que imaginábamos para cualquiera de nuestros hijos”
Al terminar el libro, el lector siente haber conocido a un hombre fuera de serie, Héctor Abad Gómez, pero también ha conocido y se ha hecho amigo de un gran escritor.
Ha llegado muy lejos, mi amigo Héctor Abad Faciolince.