Fin de viaje
El otoño acabó por llegar a París, de un día para otro, violentamente. Apenas ayer sudábamos cargando las gabardinas y hoy tuvimos que utilizar las bufandas. El sol también se fue y no regresará en mucho tiempo, opacando la belleza de una ciudad que adquiere otra fascinación con el clima helado, pero que se vuelve prácticamente intransitable a pie, por lo menos para quienes somos originarios de los trópicos. También se aparcarán las motos en su mayoría y las bicicletas, que estuvieron de moda durante el verano, copiando una iniciativa nacida en Lyon y que también funciona en Barcelona. Los ayuntamiento de esas ciudades y ahora el de París, promueven el uso de las dos ruedas a precios atractivos (un Euro por día) creando estaciones de alquiler computarizadas, mediante el pago con cartones de crédito o abonamientos mensuales, de tal manera que el vehículo puede recogerse en un sitio y entregarse en otro, facilitando enormemente los traslados en las zonas céntricas y conflictivas. Además, la cultura vial de peatones y conductores responsables ha arrojado bajos índices de accidentes. Para mi fue un placer viajar una noche por barrios legendarios pedaleando, experimentando una sensación de libertad y de seguridad que no gozamos en otras ciudades. No cabe duda. Cuando las autoridades buscan soluciones de manera imaginativa e incluyente, inciden también en el concepto de felicidad que tiene la gente común. Aspecto éste último que no suele tener cabida en las consideraciones de las políticas públicas, como si los sentimientos elementales de satisfacción personal no fueran parte fundamental de nuestra existencia y de nuestros derechos ciudadanos.
Nuestra estancia en parís y en Barcelona, que ha llegado a su fin, gravitó sobre tres cuestiones: la experiencia gastronómica, el cine, las librerías y uno que otro museo, visitado sobre todo en días y en horarios donde el castigo que nos inflingimos las multitudes fuera menos grave. No es grato ni fácil tratar de descubrir y de admirar obras maestras de la humanidad con el aliento de los vecinos en la nuca y la prisa vigorosa de quien visita diez capitales europeas en diez días. Exagero en los plazos criminales de los famosos tours de las agencias turísticas, pero no en sus consecuencias, algunas de las cuales pasan por las filas interminables de quienes frecuentan los museos más célebres de la capital francesa. Las autoridades de cultura de este país harían un enorme servicio al mundo si abrieran una sucursal del Louvre donde pudiera accederse para ver un solo cuadro. Ya imaginaron cual. “La Gioconda o Mona Lisa” de Leonardo da Vinci. Las turbas turísticas pasean ese museo de arriba abajo tan solo para depararse con el extraordinario cuadrito (77 x 53 cm.) al que dio más fama todavía la mediocre novela del «Códice da Vinci», convertida en película taquillera, igualmente mala.
Y ya que hablamos de cine, en estos días marcados por lo que se llama la “Reentrada” y que no es más que la vida cotidiana después de la pausa obligada de las vacaciones del verano, se exhiben películas con llamados tan atractivos como la historia del secuestro en Karachi del jefe de la oficina en el sur de Asia del Wall Street Journal; “Un Corazón invencible” está basada en el conmovedor libro de memorias “A Mighty Heart: The Brave Life and Death of My Husband Danny Pearl”, de Mariane Pearl, esposa del prometedor periodista, donde se detalla la pesadilla que concluyó con su decapitación frente a cámaras de televisión. Confieso que cuesta trabajo decidir encerrarse en una sala de cine cuando afuera se vive una realidad tan sugerente como las noches parisinas, donde tan solo andar por sus calles, puentes y riberas del sena es un placer altamente gratificante. Sin embargo, la experiencia valió la pena. Se trata de una película estupenda. Una de las mejores de los últimos años. La historia está contada de manera magistral y su ritmo vigoroso nos sume en una ansiedad que reproduce el clima de un hecho de violencia verídica y actual. Los efectos acústicos son admirables. Se tiene la sensación de estar inmersos en la dimensión de los sonidos circundantes y ello refuerza la angustia del clima narrativo. Mientras asistía a la ficción de las imágenes de ese país sumido en graves conflictos internos desde el 11-S, no podía dejar de pensar en el contraste que me deparaba el exterior, es decir, la próspera normalidad de una ciudad como París, a la que me incorporaría al final de la sesión cinematográfica. Tampoco podía evitar pensar en la repercusión de la película en la comunidad musulmana francesa. Me extrañó no identificar en la sala a ninguna persona originaria del medio oriente o de Asia, como para recoger sus reacciones en la expresión de su rostro. Todo ello lo viví de manera más aguda, por la composición islámica del barrio donde me hospedaba, repleto de ciudadanos de Turquía, países árabes, la India y Pakistán, escenarios donde se dirimen cuestiones de las más trascendentes y delicadas de nuestra época en materia de seguridad para el mundo entero