Opinión Nacional

Infortunios y desplaceres de un viaje

Clemente viajó en el verano desde América latina rumbo a Italia,
acompañado de sus dos hijas pequeñas y de su esposa. En los tiempos
actuales eso es algo común y corriente, aunque los precios de los
billetes pueden ser prohibitivos para muchos. Esa familia
italo-mexicana visita la región partenopea cada año y la ilusión del
viaje es una de las compensaciones más añoradas en la vida de personas
trabajadoras que han tenido que emigrar a tierras lejanas y luchan por
mantener sus raíces de familia y de cultura. Además, los matrimonios
mixtos dan lugar a niños que comparten vertientes de costumbres que
los enriquecen en todos los sentidos, acercándolos a eso que antes se
llamaba cosmopolitismo. Todo fue muy bien, hasta que el enorme avión
que sobre volaba la ruta del norte para enfilarse primero hacia
Francia, detectó una falla que le obligó a tomar tierra en Nueva York.

El descenso fue demorado y sin explicaciones. Uno puede deducir que el
piloto requería quemar combustible antes de aterrizar. Tal vez una
hora después el Jet ya se dirigía hacia uno de los aeropuertos
alternos al principal. Ya en tierra se avisó al pasaje que la cuestión
era simple y tomarían una o dos horas los arreglos, debiendo
permanecer todos sentados en el aparato, que a la sazón había
desconectado el aire acondicionado. Transcurrido un tiempo más que
prudencial el piloto anunció la necesidad de trasladarse a otro
aeropuerto de Nueva York, sin dar mayores detalles, en una práctica
corriente en esos casos, en los que al pasaje se le mantiene en la
inopia por alguna razón que desconocemos el común de los mortales.

Y entonces el avión debía ser recargado antes de despegar; recordemos
que sobrevoló la gran urbe de manera concéntrica antes de bajar en el
aeródromo equivocado. Hay que ir sumando minutos a la cuenta. De nuevo
en el aire, la aeronave entró en el turno de descenso de uno de los
más transitados aeropuertos del mundo. Al aterrizar se trasladó al
pasaje a una sala hermética con vigilancia extrema. La mayoría de los
viajeros carecían de visas norteamericanas. De hecho, todos se
dirigían a Europa y nadie se había propuesto comer McDonalds al dejar
la ciudad de México rumbo a París. Los duendes de los destinos aéreos
habían descompuesto una pieza de un radar de navegación y el piloto se
había visto forzado a regresar al continente americano cuando ya había
ganado muchas millas sobre el Atlántico. Las protestas no se hicieron
esperar. El pasaje presionó para que se le dejara circular por las
instalaciones aeropuertarias. Las autoridades recordaron que eso era
imposible después de la media noche y que deberían aguardar hasta las
siete de la mañana, hora en que los establecimientos comerciales,
incluidas las cafeterías, volverían a abrir. La alarma cundió. Niños y
personas mayores comenzaron a sufrir las consecuencias de la
desatención, por no decir inanición y los responsables de la línea
aérea brillaban por su ausencia. Llegada la hora se liberó al pasaje
para que acudiera a los mostradores de la compañía a reclamar
explicaciones. Allí se les indicó que podrían hacerse endosar sus
billetes para continuar el viaje en otras compañías. Lo que no se les
aseguraba era la disponibilidad de asientos ni la programación de
vuelos inmediatos hacía sus destinos finales.

A la familia de Clemente, niños pequeños incluidos, les dieron doce
dólares para que gozaran de un espléndido desayuno, sin mayor
asistencia, ni el ofrecimiento de colocarlos en un hotel hasta la
salida de su nuevo vuelo, que en otra compañía partiría a medianoche
de ese día, 36 horas después de haber dejado nuestro país, en momentos
que ya deberían de haber alcanzado la primera etapa de su viaje en
París. Pero la tortura, no encuentro palabra mejor, no terminó allí,
en la frialdad de un desentendimiento, incomprensible para quien
desembolsa más de seis mil dólares por unos billetes de aviones que
parten de países civilizados y atraviesan cielos del país más rico y
poderoso del mundo. Clemente y su familia debieron acudir a
documentarse de nuevo. Para ello había que esperar hasta que se dieran
dos horas antes de la salida de su vuelo. Ello les obligaba a
deambular la jornada entera entre pasajeros de todos los países del
mundo en instalaciones sin lugar donde sentarse, sin la menor
consideración por parte de la compañía aérea ni de las autoridades
locales. Tal vez Clemente no dio los manotazos que dieron sobre el
mostrador otros viajeros iracundos.

Llegó al fin la hora de la documentación. El calvario se acercaba a su
fin. Ahora tocaba el turno a las filas interminables de la revisión de
seguridad que se aplica minuciosamente en uno de los aeropuertos más
vigilados del globo. Al llegar a la etapa de las sospechas, la familia
entera, con un día sin poder asearse, fue detenida. Padre, madre e
hijas fueron obligados a quitarse zapatos y ropa. Además de
desnudarlos, fueron groseramente auscultados y también escudriñaron
entre los recovecos de los juguetes en busca de armas de destrucción
masiva o de quilos de heroína que podría estar trasladando una familia
de gente de bien con la paciencia masacrada por más de 24 horas de
espera involuntaria e inasistida en el aeropuerto John F. Kennedy.

¿Ustedes creen que alguien proporcionó algún tipo de disculpa?
Adivinaron. Nadie. Esos son los riesgos de montarse en un avión
transatlántico que mueve dólares convertidos en cuerpos de seres
humanos sin el menor derecho de réplica. Mal necesario, dirán algunos.

Mala suerte, dirán otros. Yo no sé como calificar hechos de este mal
del siglo donde los seres humanos somos tratados como mercancía u
objetos, por cierto, de ínfimo valor.

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