Que el odio no gane
Un abatimiento; el dolor que va y nos traspasa en tiempo-bala. Un junco ora vigoroso, ora exangüe, un cuerpo que se despide de su sucinta historia, de sus músculos tensos, un alma desalojada de cuajo en ese soplo sin cortesías. Las imágenes dan cuenta de la razzia: otro venezolano caído, otra gesta personal que no se completa. “¿Cómo me piden paciencia?”, reclama quien acaba de despedir a su amigo, a su hermano, a su hijo, quien mira en carne propia el tajo palpitante del despojo. Ciertamente, con la muerte y el atropello brutal metidos en la ecuación, resulta temerario pedir tragar saliva. Demasiado envilecimiento, demasiado infierno; las resultas de ese miedo de perder el poder y quedar ante el mundo con la sola letra escarlata de sus ultrajes, ardiendo como azogue entre los mandones. Es la cultura del odio, el pathos que secuestra la palabra, que resuella en nuestros cogotes y prescribe la obediencia, disponiendo del empantanado terreno a través del cual los venezolanos tratamos de avanzar, desde hace rato.
Sí: aunque esa cultura del odio cruza hoy umbrales inadmisibles, no es especie que nos tome por sorpresa. Desde su ascensión al poder el chavismo se plantó sobre el reconocimiento y empleo de sus democratizantes rencores, no para proponer magnánimos comienzos, sino para re-articular la dinámica de intercambio social según las claves del amigo-enemigo, la guerra, el peligro inminente; y exponernos al cepo de la simplificación, el miedo hacia lo diferente, el primitivo instinto de combatir lo que se desconoce en uno mismo (“Odio todo lo que no está en mí”: eso dice el despótico sargento Croft en “The naked and the dead”, de Norman Mailer). Un proyecto político que aspiraba transmutar en proyecto cuasi-religioso, una gran cofradía de “nosotros” (los iguales, los patriotas, los revolucionarios) exigiendo no pensar sino creer, apostó a normalizar una situación de asedio endémico, en la que “ganar la guerra” era fin convenientemente prorrogable para garantizar la sujeción. Odiar al contrario, por ende, no es opción para esta feligresía: es el dispositivo de supervivencia del “legado”, el doble peto del soldado, única forma de preservar la integridad revolucionaria contra el avance del enemigo. El odio-rojo se ha permitido así echar mano del lenguaje para crear una realidad falseada y disonante, un universo forjado por nigromantes de la propaganda a fin de mantener encendidas las candelas de la pasión y el fanatismo.
Sin duda, las circunstancias han cambiado drásticamente para esa revolución “pacífica pero armada” (ahora escasa de fuelles, coartadas y renta) pero es obvio que aquellas candelas se han regado, saltando desde el discurso destructor y corrosivo, desde el terreno simbólico al de la calle, y emponzoñado con sus modos al resto de la sociedad. Hay que admitirlo, ser proscritos tan larga y consistentemente por esa élite en el poder que insiste en ajustar el yugo de la heteronomía, no es reto leve para el espíritu. No obstante, los demócratas han resistido el embate de 18 años de bullying político, creciendo en fuerza, sobreponiéndose a sus bandazos mientras el atisbo de la mínima rendija democrática se obstinaba en ofrecer alternativas. Pero tras el cierre de esa ventana, trajinar con una agresión que trasciende lo simbólico, que propina reales desgarros, que fractura, que golpea, que desangra, nos revela otra faceta de esta peligrosa enemistad… ¿qué pasa cuando la presión resulta inmanejable, cuando se opta por responder al desafuero con más desafuero?
He allí una perspectiva estremecedora. Si bien la indignación es lícita y humana, saltar la línea que nos aparta del impulso de administrar justicia por propia mano no sólo robaría virtud a esa cruzada pacífica que la comunidad internacional reconoce: también nos arrastraría a un perverso círculo de desahogo personal y resarcimiento que mañana regresará por nueva yesca, que nunca leerá puntos finales. Sería sumergirnos en las ciénagas del contrario, compartir su mazmorra, reconocernos en su oscuridad.
Y en ese momento, él habrá ganado.
Conviene cambiarle el guion al odio. Y no se trata de alentar pasividades, de despachar un daño que igual se hinca y nos ensarta, de ignorar la cuchillada, la pérdida. La existencia arrebatada es sinsentido que a nadie deja ileso: somos ahora un nosotros crecido y diverso, asomado en el espanto de un niño que pide seguir vivo, que demanda ser salvado, por favor; que al final nos deja, víctima del instante “que ni vuelve ni tropieza”, como diría el poeta Quevedo. La injusticia, sin duda, deberá reclamarse con entereza. Pero en aras de oponer la evolución a la barbarie ritornata -y aspirar a que la memoria del error se vuelva acicate para superar lo inservible- tocará juntar todas nuestras fuerzas y desterrar cada fobia, cada encono, cada resentimiento que nos esclavice. Un país distinto, ese que ya despunta, supondrá desarmar los fardos que antes que impulsarnos a vivir, nos hunden en la absurda constante de la muerte.
@Mibelis