Cuando se impulsa el atraso cultural
La visión oficialista de la ciudad, se ha reducido hasta ahora a consideraciones de orden general sobre planificación, que responden en buena parte a intenciones de dominio político. Sobre todo lo demás ha habido silencio o indiferencia, aparte de continuar con más presupuesto lo que ya se venía haciendo. Muy poco ha habido en el mar de palabras “revolucionarias”, que permita pensar que estamos en presencia de un modo nuevo de ver la ciudad.
Han sido sin embargo las Alcaldías, las que han evitado que todo esté perdido. Pero si nos referimos a Caracas, la ciudad más compleja del país, la “revolución” no ha aportado sino confusión y estancamiento. La Alcaldía Mayor fija una pauta disociadora e intolerante que no acepta la pluralidad política, y hace imposible así la concertación con las demás Alcaldías, que actúan entonces dentro de sus propios límites anotándose aciertos que no alcanzan a ensamblarse en una política integral. Aparte de ello, la institucionalización de los Consejos Comunales como órganos del Poder Central afecta fuertemente las atribuciones de las Alcaldías, dejando en una especie de limbo sus vínculos operativos con éstas, cuyo papel termina haciéndose confuso.
El cuadro general en relación a la acción sobre nuestras ciudades es pues uno de atraso, de desdén frente a los modos de actuación que han logrado éxito en las ciudades de todo el mundo. Y como escenario de fondo, ominoso, oscuro, están las amenazas reales a la democracia que la reforma Constitucional confirmará de modo definitivo.
¿De qué modo influye este cuadro en nuestro debate sobre la arquitectura y la ciudad?
El atraso institucional de una sociedad es índice de un atraso general. Si ya en tiempos de la cuarta nos angustiaba el estancamiento, ahora nos parece que la situación se ha hecho agobiante porque la amenaza antidemocrática implica una regresión profunda, un verdadero salto en el vacío.
Ante la amenaza dictatorial, el debate entendido como oportunidad de ampliación del conocimiento se distorsiona gravemente.
En el medio universitario, por ejemplo, el clima intelectual se empobrece. Se forman reductos adscritos al “pensamiento único” inspirados en la idea de la creación de los grupos activistas entendidos como sostén del mensaje “revolucionario”, grupos afines a los que el fascismo y el comunismo han promovido siempre en los centros académicos. En la Bauhaus alemana, los sectores comunistas estimulados por profesores como Hannes Meyer estuvieron muy asociados a la crisis de los años posteriores a su instalación en Dessau, que culminó en el alejamiento de Walter Gropius. Posteriormente, el nazismo creó un cerco que también penetró los grupos estudiantiles y ocasionó fuertes enfrentamientos que debilitaron la escuela antes de su naufragio final. Porque cuando la discusión se ideologiza, hay una pérdida de espesor cultural. Este síntoma, si bien todavía incipiente, comienza a hacer mella en nuestras Escuelas de Arquitectura, que si no han sido muy activas en la promoción de la discusión más allá de la rutina docente, hoy parecen semiparalizadas.
La discusión extrauniversitaria también se empobrece porque comienza a actuar el temor o el oportunismo. Un ejemplo claro de esto es lo que ha pasado con La Carlota. Propuestas coyunturales apresuradas y carentes de antecedentes, se han convertido en tema de discusión. En ninguna ciudad del mundo de hoy se le daría vigencia a propuestas así, salidas de las presiones del momento, producto de un deseo de responder con rapidez, según modos ya superados de aproximarse a decisiones claves sobre una gran ciudad. Un asunto tan importante, digno del acopio de los mejores y más conscientes aportes, se ha convertido en un ejercicio intrascendente cuyo último capítulo son unas sesiones de “discusión” en una institución oficial, el Museo de Arquitectura, cuyo Director rinde culto al Caudillo y que son ignoradas por los “órganos correspondientes”.
En resumen, el actual estado de cosas venezolano, en lo que se refiere a la arquitectura y la ciudad, al empobrecer, al restringir la libertad de del debate, al estar atado a la mezquindad oficialista, termina impulsando el atraso y el estancamiento.
Esta situación nos angustia a todos. Hay gente que piensa que para superarla es necesario alejarse de la controversia política y adoptan entonces un discurso más o menos neutral, generalizador, que por ellos mismo resulta evasivo, en cierta manera inútil por lo poco vinculado a las opciones que realmente existen. Hay otros, como se deduce de la invitación que hace por Internet la Fundación Espacio, auspiciada por la Alcaldía de Chacao, para debatir “temas ausentes en el discurso de la arquitectura contemporánea del país”, que hacen meritorios esfuerzos para poner sobre el tapete los temas disciplinares, único modo de ampliar su pertinencia cultural.
En relación a este panorama mi posición es muy personal. Estoy convencido de que en un país como el nuestro una arquitectura que aspire a convertirse en patrimonio cultural debe ser impulsada desde el Estado en cualquiera de sus niveles. Y para que el Estado abra opciones múltiples para impulsar la arquitectura de las instituciones, tiene que ser democrático. No puede actuar desde la exclusión. Cuando el actual Ministro de la Cultura enumeró entre las razones para conceder un proyecto la de ser “revolucionario”, estaba excluyendo, estaba obstaculizando la participación arbitrariamente en nombre de lo que él entiende por revolucionario. Estaba promoviendo el atraso cultural, tal como lo hacía cualquiera de los funcionarios mediocres de la Cuarta que una vez criticó.
Por todo eso, si bien lo disciplinar, el mundo del pensamiento sobre arquitectura, sigue siendo mi mayor interés, le doy precedencia por ahora a increpar a los emisarios del Poder y pedirles, con la insistencia y el énfasis de quien ve la amenaza demasiado cerca, que no confisquen la democracia.
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¿Calificaba Villanueva como “revolucionario” para poder encargarle el proyecto de El Silencio?