Opinión Nacional

Muerte de un viejo amigo

Un escritor futurista tan aventurado como George Orwell, que al final de los años cuarenta del siglo pasado consideraba el año de 1984 una fecha demasiado lejana, nos parece hoy envejecido en sus fantasías como los discos de larga duración que tras habernos fascinado en nuestra juventud resultan hoy piezas de museo. Lo mismo que los viejos teléfonos. En la Managua de los años cincuenta del siglo pasado, según el relato de una vieja dama, era la operadora quien le armaba sus partidas de canasta con las otras jugadoras, tan pocos eran los teléfonos, todos de manivela, y tan bien conocía la telefonistas a los abonados.

Ahora, Bill Gates, el profeta del mundo postmoderno, ha pronunciado la sentencia de muerte contra el teléfono convencional, al hablar en San Francisco, California, delante de una audiencia de periodistas especializados en cibernética. “Cuando dentro de 10 años veamos teléfonos en las películas, diremos: ¡ah, sí, ya me acuerdo! La gente solía usar esas cosas para hacer llamadas”. Todo el mundo va a comunicarse a través de los programas de voz de las computadoras, o de los celulares multimedia conectados a Internet.

La nostalgia por el tiempo pasado va acortando sus ciclos, y las novedades tecnológicas van arrastrando nuestras vidas como en un vértigo. Pertenezco a la generación de la mitad del siglo XX, y creo que como ninguna otra esa generación pudo atestiguar cambios tan centelleantes y diversos, muchos de ellos simultáneos, creados por la aceleración de la tecnología. De niño conocí en mi pueblo natal de Masatepe el telégrafo en clave Morse, el teléfono de magneto con manivela y el radio de tubos con antena aérea, y cuando llegué a León para estudiar derecho, conocí los teléfonos de disco, negros y pesados. Allí los periódicos locales se componían todavía con tipos móviles escogidos a gran velocidad por los cajistas en los chibaletes, y se imprimían en prensas manuales de rueda con manubrio, como esas de los grabados de las novelas de Balzac.

Pareciera que estamos hablando de la antigüedad, pero eso fue ayer mismo. Al fin y al cabo, todos somos hoy del siglo pasado. Y en las décadas siguientes fui pasando de la máquina de escribir eléctrica a la computadora, de la humilde Kodak Instamatic a la cámara digital, del avión de hélice al avión a reacción, de las cartas aéreas a los mensajes por correo electrónico, del teléfono de voz, al teléfono con la imagen del interlocutor. ¿Por qué habría de extrañarme entonces que en unas pocas décadas más los periódicos sean de cuarzo flexible, o de una materia parecida, y las noticias cambien frente a nuestros ojos, o que desaparezca el teléfono tradicional?
En el siglo XIX un solo invento, o quizás dos a lo sumo, marcaban a toda una generación. En la espléndida novela Orlando de Virginia Wolf, el ferrocarril que atraviesa con ímpetu trepidante las praderas de Inglaterra es el invento crucial, como para la generación anterior lo había sido la máquina de vapor, y para la siguiente lo sería el cable submarino. Hoy todo es tan fugaz, que mis nietos no tienen noción alguna de que alguna vez hubo televisión en blanco y negro, y la creen un invento de su abuelo novelista.

La desaparición del teléfono es sólo un aviso de los porvenir, y lo mismo pasará más temprano que tarde con sus sucedáneos. La revolución tecnológica que hoy aparece apenas en su infancia, asombrará dentro de pocos lustros por lo primitivo de sus instrumentos, como nos ocurre hoy con las películas mudas en las que es posible advertir cómo se mueven los telones de los escenarios ante un soplo de aire, o con el recuerdo de las venerables máquinas de teletipo que traqueteaban día y noche en las redacciones de los periódicos dejando serpentear en el suelo las tiras con los despachos cablegráficos.

Teletipo es ya una palabra desaparecida. Cuarto oscuro es otra que desaparecerá también porque ya no hay películas que revelar. A un redactor recién salido de la escuela de periodismo habría que empezar a explicarle la palabra linotipo, sino es que se la enseñaron en la materia de historia del periodismo; resulta hoy difícil de creer que en un tiempo fue necesario componer un texto en un armatoste con teclado, manejado por un operario, en el que una barra de plomo al rojo vivo iba derramándose en moldes que formaban lingotes línea por línea.

Galerada, fotograbado, cliché, van también al olvido, un catálogo de museo. Cliché. Sepan quienes manejan un infinito archivo de fotografías de alta resolución en sus computadoras de la sala de redacción, o en su propia casa, que hasta hace muy poco era necesario grabar la foto en una lámina de zinc mordida por el ácido, y luego montarla en un taco de madera, para poder imprimirla en una plana. Los clichés tenían la virtud de conceder la eterna juventud a los personajes que hacían noticia, pues se reponían de manera muy esporádica en los depósitos polvosos de los diarios y las revistas, y así los rostros siempre eran los mismos.

La muerte del teléfono traerá nuevas oleadas de nostalgia por el mundo que desaparece, y lo veremos como un artilugio romántico, voces del pasado que nos hablarán por el auricular un día pegado a nuestro oído. ¿Y también las palabra hola, aló, entrarán en el olvido?

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