Poetas cardinales
Al embajador brasileño Lauro Moreira, «amigo do peito»
I. El territorio de Brasil ha visto nacer a tres poetas cardinales.
Uno al norte, Joan Cabral de Melo Neto; otro al centro, en Río de
Janeiro y ese fue el portentoso Carlos Drummond de Andrade y uno leve,
sereno y muy tímido, en Río Grande del Sur, Mario Quintana. A los tres
tuve la fortuna de conocerlos, pero traté y traduje solamente a los
dos últimos.
El primero fue el único de los tres que viajó al exterior, embalado en
su oficio diplomático. Su estadía en Barcelona como cónsul fue
proteica. Supo vincularse a intelectuales como Tápies, el más grande
pintor vivo de España y a un poeta de finos humores y gran talento que
comienza a ser revalorado apenas, a pocos años de su muerte, Joan
Brossa. Con ellos emprendió delicadas aventuras editoriales a partir
de una pequeña imprenta donde se publicaban artesanalmente estampas y
poemas. Hay que recordar que en la época de la estadía en España del
autor de «Muerte y vida Severina», nacido en Recife en 1920, se vivían
los estertores de la noche franquista y cualquier espíritu abierto que
llegara por esas tierras era acogido con enorme interés y entusiasmo
por valores de la estatura de Miró, a quien Joan Cabral (Premio Reina
Sofía de Poesía Iberoamericana) dedicó un ensayo ya en los años
cincuenta.
Cabral murió en 1999. Su esposa, poeta de profunda voz, Marly de
Oliveira (madre de las hijas de un gran amigo, el embajador Lauro
Moreira) falleció este año. Como suele suceder con la extinción de
muchos escritores que se han dejado de estudiar injustamente, la
muerte de Marly de Oliveira ha desatado un creciente interés en la
obra de una poeta que compartió los últimos años de su vida con un
intelectual de rigor y trascendencia que ha influenciado notoriamente
la poesía iberoamericana. Hablamos de un fenómeno de convivencia en el
que vale la pena detenerse. Hay que pensar en lo privilegiado de un
diálogo que ocupa un lugar primordial en el proceso creativo de una
pareja de escritores. Pienso en el caso de Simone de Beauvoire y Jean
Paul Sartre, para irnos hasta Francia o en parejas de ensayistas
mexicanos como Martha Robles y el brillante historiador y periodista
Gastón García Cantú, o aún en el brillante narrador que fue Tito
Monterroso y en la fina sensibilidad de Bárbara Jacobs.
Con lo anterior en la cabeza y en homenaje a Marly de Oliveira traduje
este epígrafe suyo: Es bueno ser árbol, viento/ su grandeza sin
conciencia/ y no pensar, no temer/ ser, apenas, con altura. /
Permanecer uno y siempre/ solo y ajeno a la propia suerte/ con el
mismo tranquilo rostro/ delante de la muerte o de la vida.
II. Carlos Drummond de Andrade, muerto en Río a los 85 años en 1987,
rechazó siempre cualquier indicación al premio Nóbel. Y lo hizo sin
aspavientos, guiado por un carácter de legítima humildad y aplomo
literario. Contaré por primera vez algo que indica su desapego a las
vanidades mundanas y la decurrente vida social.
Octavio Paz, de visita en Río de Janeiro en 1985, me había externado
su interés en encontrarse con quien ha sido considerado el mayor poeta
de la literatura brasileña del siglo XX. Lo llamé a su casa. Drummond,
hombre de temperamento mineiro, lo que se traduce en gente adusta y en
extremo reservada, me pidió que lo excusara de asistir a una comida
que organicé para Marie José y Octavio Paz en el último piso del hotel
Meridien de Copacabana. La cita era en un restaurante deslumbrante,
regenteado por Paul Bocuse, con una de las vistas más prodigiosas del
mundo. A la comida asistitirían Nélida Piñon, Affonso Romano de
Santana, Marina Colasanti, Fernando Ferreira de Loanda y algunos
amigos más. Drummond, ante mi insistencia, pidió que invitara en su
lugar a Julieta, su hija única. Siempre al teléfono y en un intento de
explicar su negativa, recordó que solo había salido del Brasil para
visitar a su hija en Buenos Aires y que en uno de esos raros momentos,
estando en una famosa librería argentina, había detectado un barullo
creciente. Drummond se habría acercado a un empleado para inquirir el
motivo del pequeño tumulto, y éste le habría apuntado con orgullo a un
señor de testa de romana y largos cabellos blancos, agregando: nos
visita el célebre poeta Rafael Alberti. Yo -me dijo Drummond de
Andrade- me carteaba con el gran poeta gaditano desde hacía años, pero
no consideré prudente abordarlo en esos momentos y me di la media
vuelta.
III. Durante un viaje a Porto Alegre que hice para participar de un
extraño congreso de literatura comparada, pude escaparme de las
sesudas deliberaciones de los expertos para buscar un hotelito
propiedad del entonces famoso «goleiro» de la selección brasileña,
llamado Falcão. No crean que fui en busca del famoso deportista en
calidad de fanático. Lamentablemente, soy iletrado en materia de bolas
y alérgico a las especies que frecuentan estadios. Pueden imaginarse
como ésta pésima actitud menguó mi entrega por un país que respira
fútbol, como el Brasil. Sin embargo, lo que sigue habla bien de la
sensibilidad poética de uno de sus «astros». Falcão había instalado en
su hotel, de manera permanente, a Mario Quintana, poeta que para
explicarme mejor podría decir que estaba hermanado poéticamente con
nuestro Jaime Sabines, así como Paz lo estaría con el rigor estético
de Joan Cabral. Después de varios intentos pude invitarlo a comer.
Guardo dos instantes anómalos de la rica experiencia; unas pésimas
grabaciones con una breve entrevista y unas fotografías deslavadas y
fuera de foco, tomadas con una polaroid lamentable. Lo que si está
claro y bien conservada es una carta de puño y letra del gran poeta
«gaúcho» donde me autoriza a traducir toda su obra al español, así,
sin más ni más, como solo un gran escritor podría hacerlo, arrogándose
derechos absolutos de notaría y agencia literaria, que tanto celebro.
Para ilustrar lo que estoy diciendo, vertí las siguientes líneas de un
hipotético diccionario de Quintana:
«Deficiente» es aquel que no consigue modificar su vida, aceptando las
imposiciones de otras personas o de la sociedad en que vive, sin tener
conciencia de que es dueño de su destino. «Loco» es quien no procura
ser feliz con lo que tiene. «Ciego» es aquel que no ve al prójimo
morir de frío, de hambre, de miseria, y solo tiene ojos para sus
míseros problemas y pequeños dolores. «Sordo» es aquel que no tiene
tiempo para oír un desabafo de un amigo, o un apelo de un hermano,
pues está siempre con prisa para al trabajo y solo quiere garantizar
sus tostones al fin de mes. «Mudo» es aquel que no consigue hablar lo
que siente y se esconde atrás de la máscara de la hipocresía.
«Paralítico» es aquel que no consigue andar en la dirección de
aquellos que necesitan de su ayuda. «Diabético» es quien no consigue
ser dulce. «Enano» es quien no sabe dejar que crezca el amor. Y,
finalmente, la peor de las deficiencias es ser miserable, pues:
«Miserables» son todos aquellos que no consiguen hablar con Dios.