Interrupción prodigiosa
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Sucedió en un mes de diciembre. La ciudad, Paris; concretamente, el
aeropuerto Charles de Gaulle. Como en todo campo aéreo europeo post
destrucción de las «Torres Gemelas» de Nueva York, hay que llegar con
antelación debida para someterse a filas casi interminables y si el
período es el de unas vacaciones de fin de año, la cosa se pone color
de hormiga (nunca entendí la expresión, pero es propicia). Con mi
familia prácticamente habíamos madrugado para iniciar una larga
jornada de viaje de más de quince horas y así adelantarnos a los
plazos requeridos por los reglamentos, concientes de que los vuelos
suelen presentar contratiempos, producto de una demanda que se agrava
cuando prevalecen condiciones climatológicas propias de los crudos
inviernos del hemisferio norte.
La primera fila para documentarnos se movía con la lentitud de una
tortuga antidiluviana. Las personas en los alrededores nos veíamos
unos a los otros con una mezcla de desconfianza y con la expresión de
pocos amigos de quien quiere llegar primero, con reservas de paciencia
agotadas por el estrés que provocan los riesgos de tomar un avión;
angustia que por otra parte nadie reconoce y que tratamos de disimular
de la mejor manera posible. Por todo ello me inquietó más la mirada
fija de un hombre que ya tenía rato observando la fila y que se había
detenido demasiado en el pequeño grupo que conformaba mi familia. Hice
una señal a mi esposa para ver si ella había percibido la mirada
inquisitoria y ya estábamos en plena discusión sobre mis supuestas
manías persecutorias cuando el personaje abrió retenes y se dirigió
hacia nosotros, acompañado de dos personas de la compañía aérea.
Suelo viajar con corbata, aunque vista blue jeans y blazer, en una
mezcla de estilo «casual» que cumple un mínimo de formalidad para
emprender un viaje internacional. Es curioso, pero muchos viajeros
contemporáneos abordan vuelos transatlánticos en «bermudas»,
pantalones cortos o «chándales», sandalias y camisetas sin mangas, que
les confieren un aire de excursionistas de playa, aunque la
temperatura registre bajo ceros. Lo primero que pensé, fue exactamente
en mi aspecto y en mi fisonomía, preguntándome si mi semblante se
podría acercar al de los ciudadanos provenientes del Medio Oriente,
porque son éstos los que despiertan mayores sospechas. Sin embargo, me
tranquilizó el hecho de viajar también con mi hija, y con nuestros
documentos en regla, e imaginé que la observación insistente podría
deberse a una confusión, en caso de que la cuestión fuera de índole de
seguridad. El funcionario, que ya a esas alturas de los
acontecimientos se había identificado, nos pidió que lo siguiéramos y
en lugar apartado de la indiscreción de los demás pidió ver nuestros
boletos de avión, diciendo: el vuelo a México puede estar con
problemas de reservación y tenemos una propuesta oficial para ustedes,
a los que hemos elegido al azar: si aceptan viajar otro día les
cubriremos su estancia en París, y les daremos una gratificación para
un viaje futuro. La verdad es que nosotros disponíamos aún de dos o
tres días antes de reintegrarnos a nuestras ocupaciones y la noche
anterior la habíamos asumido con nostalgia adelantada, viéndonos a la
cara en pleno café «Le Deux Magots» de Sant-Germain, añorando dejar
una ciudad para la cual ningún plazo vacacional es nunca suficiente.
Se nos vino a la cabeza esa melancolía anticipada y la perspectiva
alegre de regresar al mismo café, en una suerte de venganza contra el
tiempo que todo finiquita. Mi esposa se adelantó, respondiendo que lo
podríamos pensar, siempre y cuando el traslado se realizara después
del fin de semana (estábamos en viernes) para que valiera la pena
deshacer y hacer maletas. Para esto el funcionario de la línea aérea
había advertido que por el solo hecho de aceptar la posibilidad de
quedarnos ya nos habíamos hecho acreedores a unos refrigerios.
Decidimos aceptar la graciosa propuesta, como si se tratara de un
billete de lotería premiado, y fuimos a la cafetería. A la media hora
nos alcanzó la misma persona negociadora para proponernos en firme la
postergación de nuestro vuelo, porque en efecto, lo habían sobre
vendido y nos ofreció pases para una comida, el pago de los taxis de
ida y vuelta hasta París y compensaciones económicas bastante
significativas que sumadas entre los tres representaban el costo total
de un pasaje entero.
Recogimos maletas y nos fuimos a comer un menú degustación en un
establecimiento gastronómico del aeropuerto con ventanales sobre las
pistas que no desmerecía de ningún buen «bistrot» de la ribera
izquierda del Sena. Estábamos en medio de un buen brindis de vino
tinto cuando comenzaron a caer los primeros chopos de nieve. La buena
estrella era envidiable. La tristeza de dejar París y la parte de la
familia que allí radica, se vería mitigada por la sorpresa de volver,
durante tres noches más, sin habernos ido siquiera. El paisaje ya se
había cubierto por entero de blanco cuando llegamos a los expresos y a
los chocolates. Mirábamos con aire bucólico un paisaje que se antojaba
de cuento navideño. Abordamos un taxi rumbo al centro de París,
preparados para realizar un viaje que suele durar una hora. Al poco
tiempo fuimos a engrosar un enorme embotellamiento. Para no hacer el
cuento largo, debo decirles que nos tomó más del doble llegar a
nuestro barrio. Para entonces ya habíamos escuchado en los noticieros
de última hora que las carreteras estaban colapsadas y que ya nadie
entraba ni salía de la capital. Las tormentas duraron más de setenta y
dos horas. Los aeropuertos permanecieron cerrados casi un día entero y
todos los vuelos se encabalgaron en retrasos enormes. El costo fue
alto y también político. Estuvo a punto de renunciar el ministro de
las comunicaciones.
Cuando volvimos el lunes al «Charles de Gaulle» nos encontramos con
idéntica fila que el viernes. Y los pasajeros eran los mismos que
deberían haber abordado con nosotros nuestro vuelo a México. La
diferencia estribó en que a ellos los habían retenido hasta la
medianoche del primer día de la tormenta de granizo, en espera de que
se abrieran los cielos. Los trasladaron en plena madrugada helada a
los hoteles cercanos, y vuelto a llevar muy temprano el sábado y el
domingo al aeropuerto, sin éxito. En resumen: la compañía nos había
hecho disfrutar de una medida común en casos de sobre venta de pasajes
que se reveló un golpe de suerte formidable. Al tomar la dudosa
decisión fuimos de las pocas personas que no vivieron el martirio de
la espera interminable en aeropuertos que cada día se parecen más a
campos de concentración y menos a establecimientos que presagian la
dicha de emprender una aventura de viaje hacia un destino largamente
acariciado.