Partida de un gigante: Fernán Gómez
«Disculpen, pero la noticia no es que Fernando Fernán-Gómez haya muerto, sino que haya existido y puede que la pena arrase a los que lo conocieron o a los que lo admiraron, ya fuera en la pantalla, o en la página escrita…» David Trueba.
Lo tuve frente a mí, durante una cena memorable, en un sitio privilegiado: un jardín de naranjos en Granada. A la misma mesa se sentaron don Francisco Ayala que ya cumplió 101 años, Adolfo Bioy Casares, que deambulaba en silla de ruedas, sin perder el aire de dandy seductor que siempre tuvo y Jorge Edwards, entonces embajador chileno ante la UNESCO en París, pero sobre todo, autor del trilher político de “Persona Non Grata”, con quien seguimos la juerga en tablados con duende en una madrugada lorquiana de mucho jerez y aceitunas.
El personaje que aún no he mencionado por su nombre era Fernando Fernán Gómez que acaba de morir en Madrid a los 86 años. Este recuerdo se me vino a la memoria al conocer la noticia de su fallecimiento. Me puse a pensar también en el extraño desazón que causan los desaparecimientos de personas que admiramos, aunque nada nos haya vinculado perdurablemente con ellas. Este es el caso. A Fernán Gómez lo seguí en el cine, a través de cintas que conforman los anales de la cinematografía española, como las dirigidas por Antonio Saura. Recuerdo todavía la inquietud que me causo uno de sus personajes en “Mamá cumple cien años” donde interpretaba a un hombre que perseguía con ahínco emprender el vuelo con dos alas copiadas de los bellos dibujos de Leonardo Da Vinci.
Tuve también la oportunidad de verlo una vez en un pequeño teatro de las Ramblas de Barcelona, durante una única función que se inscribía en las actividades de la Olimpiada Cultural de 1992. Fernán Gómez leyó, dijo, murmuró con esa voz prodigiosamente baja que tenía, los poemas de León Felipe, sin moverse de una enorme poltrona de cuero crudo colocada a mitad de un escenario desnudo. Pueden ustedes figurarse el dominio histriónico de un hombre que cautiva a un público exigente, sin más armas que el buen decir de poemas como los escritos por uno de los grandes talentos que recularon en nuestro país al final de la masacre de la guerra civil española. Para mí el acontecimiento revistió doble significado. Tuve la oportunidad de escuchar el arte de Fernán Gómez en un reducido espacio teatral, y la lectura provenía de los textos de un poeta al que había tenido la oportunidad de conocer y de visitar ya enfermo, en su humilde recámara de su departamento de la calle Miguel Shultz en la Ciudad de México, cuando yo apenas tenía quince años, de la mano de mi mentor, el intelectual y sacerdote Carlos Gonzáles Salas.
Fernando Fernán-Gómez tenía fama de cascarrabias y su voz le impedía deshacer el entuerto; su tono era tonante y su mirada como de deidad en ira. Andaba por la vida con un disfraz de pocas pulgas. Así se hacía respetar por los necios que nunca faltan alrededor de un célebre actor y los periodistas zafios, esos que se autodenominan del «corazón» y deberían llamarse del «hígado y vesículas» por la bilis sensacionalista que destilan. En una ocasión asistí a una entrevista de televisión donde puso en su sitio a un individuo con micrófono en mano que jugaba al deficiente mental, haciendo preguntas estúpidas. Y no pasó a más. Porque era lo que llaman un hombre de carácter. Gracias a ello desplegó un talento sin par. Se autodenominaba un cómico, devolviendo a ese calificativo una dignidad perdida. Pero no se contentó con desempeñar papeles y dar vida vigorosa a sus personajes en el teatro o en el cine. Dirigió y escribió. Fue dramaturgo, guionista y articulista; publicó novelas y unas memorias memorables, bajo el título de «El Tiempo amarillo». Lo eligieron miembro de la Real Academia de la Lengua Española, fue premio Príncipe de Asturias de las Artes y las Letras, premio Nacional de Teatro, premio Lope de Vega, y finalista en 1987 del premio Planeta, el más jugoso en pesetas. Y ahora, ya en el ataúd le han conferido la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.
Fernando Fernán Gómez se pasó media vida, por así decirlo, entre tertulias, rodeado de grandes amigos. Durante dos décadas frecuentó uno de los mayores templos de la conversación madrileña, el café «Gijón», a donde varias generaciones iban a seducir señoritas, beber buenos tintos, discutir acaloradamente, escribir, leer, pero sobre todo, en busca de un lugar propicio a la discusión de las ideas, en el marco de una España profundamente herida por la guerra civil española, que asistía a la esperanza de su renacimiento cultural.
Acorde a ese clima de camaradería de los cafés de la España profunda que heredamos en Latinoamérica, se ha despedido a esta gran figura de la intelectualidad y del arte. Se le dijo adiós en medio de una tertulia fúnebre celebrada en el escenario del último teatro que pisó, el Teatro Real de Madrid, donde se dieron cita sus más allegados y el desfile de notorios que nunca faltan a este tipo de eventos que el propio Fernando Fernán Gómez hubiera tildado de un tanto ridículo y pomposo. Lo que si habría disfrutado fueron los tangos que se bailaron esa noche a lado de su cajón, cubierto con una bandera anarquista, los tragos y las risas de sus verdaderos amigos y sobre todo la entonación de su himno personal, “Caminito” de Gardel que se repitió durante todo el cortejo.