La señorita Olga
La memoria siempre está herida por el sentimiento. Recordamos lo que nos gusta, lo que queremos o lo que tememos y odiamos. No hay recuerdos inocuos o insípidos. Se borran de nuestro registro los días comunes, las frases de ocasión y las gentes sin pasiones.
Mi primera maestra no la recuerdo. Debe haber sido una monja porque estudié en el Colegio La Inmaculada Concepción de Mérida que regentan las hermanas salesianas. Ese primer curso se llamaba Kinder y entre brumas recuerdo una vez que me fueron a buscar muy tarde y por poco almuerzo con las monjas. También entreveo mi figura, con unos horribles pantalones bombachos, haciendo de Rodrigo de Triana, en una representación de la hazaña colombina.
Luego, no se por qué, fui inscrito en otro colegio de monjas, el de Nuestra Señora de Fátima de las hermanas dominicas. A pesar de que el preparatorio lo cursé en un año más cercano al siglo XXI que vivo, la neblina es aún más densa. No debo haber sufrido algo digno de ser recordado. Ni tampoco puedo ver más allá de las fotografías que me muestran como un orgulloso graduando de Preescolar, con su pequeña toga, llevando del brazo a la pequeña Hildegarde.
Otro cambio de escuela. Esta vez me entregan en la puerta de unos galpones rústicos que hacen de aulas. A la fealdad de la edificación, la rodea un parque muy bello y los terrenos donde se alzarán los edificios y las canchas de hoy. Es un modesto Colegio La Salle, ajeno a cualquier oropel, instalado por la iniciativa del arzobispo Acacio Chacón, quien aportó los terrenos pertenecientes a la Curia y se empeñó en invitar a Mérida a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, la congregación fundada por el santo francés Juan Bautista de La Salle.
Está despejada en mi memoria la mañana de mi primer día en La Salle. Tengo fresca la escena del desconsuelo de un niño de mi edad que llora y grita al ver que su papá se aleja. Veo aquel patio de tierra que por tantos años será el escenario de nuestros recreos y que fue la antesala para entrar al salón de Primer Grado.
Y algo de extraordinario tendría aquella maestra que nos recibió, porque desde entonces su recuerdo es indeleble. Con su extrema ternura y sus ganas de enseñar hizo que naciera nuestro amor a los libros y a la música. Tenía un nombre ruso: Olga.
A la señorita Olga, (porque todas las maestras del Colegio eran jovencísimas señoritas: Miriam, Moly, Flor y Olga), tenía métodos originales para inyectar curiosidad y entusiasmo por lo que enseñaba. Nada que ver con la copiadera de hoy, donde se despachan “objetivos” como quien se atapuza de cotufas una tarde de aburrida televisión.
Olga, quizás tendría veinte años, y un talante pacífico y tierno que seducía a todos sus alumnos. Casi todos, como ocurre con frecuencia, estábamos enamorados de ella. Su sonrisa era el mejor premio a nuestro interés en Matemáticas o en el mejoramiento de la caligrafía.
Una mañana la señorita Olga nos quiso hablar del Dr. Zhivago. Ella nos echó el cuento de la película. Mientras en un tocadiscos sonaba el Tema de Lara, nos emocionaba con las peripecias de aquel médico que encarnaba Omar Sharif. Por esas travesuras de la memoria cada vez que oigo esa canción recuerdo estar en un pupitre embelesado escuchando a una joven maestra contarme esa historia de Pasternak.
Hoy debe ser impensable que una maestra (palabra casi prohibida en estos días, ahora todas son profesoras o se llaman, de forma todavía más antipática: docentes) invite a algunos de sus alumnos a su casa. Pues una de las tardes más felices de mi vida la pasé en su casa de La Hechicera. Una fuente con la cara de un león presidía el amplio jardín. Hoy es sede de Arcosán, próspero negocio de su hermano y de su cuñada Moly, mi querida maestra de Tercer Grado.
Este parentesco no lo conocía. Fue en una fiesta, en diciembre pasado, donde coincidí con sus hermanos que supe del paradero de la señorita Olga. La elegante y simpática señorita Moly me contó de su vida en el estado de Florida, EE UU, y su hermano Jesús me comentó de las inquietudes de Olga como narradora.
Hace unos meses, recibí una llamada telefónica, y con emoción escuché una voz conocida que no logré identificar: era la señorita Olga que quería verme para entregarme su libro de cuentos. Fueron minutos de mucha expectación, hasta que pude ver a una mujer de mediana edad, buenamoza, que conservaba toda su simpatía e inteligencia. Mi maestra preferida me visitaba después de cuarenta años de no verla.
Su libro “Construyendo Sueños. Cuentos para el Hogar y la Escuela” (Valencia, 2005) es una entrañable colección de narraciones infantiles que buscan no sólo entretener sino también sembrar valores en los pequeños lectores. Está bellamente ilustrado por la misma Olga, con ese cariño que pone en todas sus tareas.
La solidaridad, el afán de superación, la ecología, el amor, el trabajo, son tratados de manera divertida en cada cuento. Escritas con sencillez y claridad estas narraciones pueden introducir a los niños en el mundo de la lectura y así alejarlos un poco de la televisión y los videojuegos. Hay quienes equivocadamente hablan de la muerte de la lectura como forma de obtención de conocimiento y pasa que un nuevo medio como Internet exige ser usado por lectores muy despiertos.
El libro de Olga María Colmenares puede ser adquirido comunicándose con ella a través del correo electrónico: [email protected].
Sus lectores podrán acercarse, a través de esos cuentos, a una persona luminosa. Así como yo, que la tengo siempre presente en mi memoria.