Oscar Niemeyer: Brasilia, su proyecto insatisfecho
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He vivido en la ciudad que diseñó, junto a Lucio Costa, el arquitecto Oscar Niemeyer. Pero debo reconocer que no «viví» ese centro urbano de la misma forma en que disfruté mis días dorados en Río de Janeiro. La Capital de Brasil nació de la voluntad política del presidente Jucelino Kubichek, y fue la empresa más titánica que conoció nuestro continente en el siglo XX. Cuentan que el cemento viajaba más de dos mil kilómetros por vía aérea. Imagínense los costos que habrá tenido cumplir con el sueño de atraer, tierra adentro, la dimensión simbólica y de identidad nacional de un país hasta entonces litoráneo, que conoció dos grandes y bellas capitales portuarias, Salvador Bahía y Río de Janeiro y una industrial, de la talla de Sao Paolo, cuyo estado ha llegado a representar la mayor pujanza económica de la región.
A Brasilia la conocí en 1980 y era una especie de maqueta de tamaño natural que se llenó de pueblo, en el mejor sentido de la palabra, muchísimo antes de lo que pensaron sus creadores, demostrando que la planificación es una utopía. Para un mexicano el símil más cercano a una empresa así, sería imaginar el traslado el D.F. a las afueras de Aguascalientes, por ejemplo.
La época en que me tocó trabajar en esos parajes agrestes y ya premodernos, me dejó un sentimiento de desazón, por lo severo de su desarraigo. La clase política, por ejemplo, emigraba semanalmente a sus lugares de origen y vaciaba restaurantes, bares y centros comerciales que experimentaban actividades frenéticas solamente entre semana. Usualmente los funcionarios, ministros y parlamentarios no mantenían a sus familias consigo, produciéndose un incremento de divorcios y hasta de suicidios.
La ciudad daba una impresión de irrealidad, con edificios formidables, construidos en medio de ninguna parte, recortados contra cielos más irreales todavía, entre azules desgarrados por nubes que pasaban raudas, sin detenerse un solo segundo, sobre uno de los territorios más secos de América latina. Esto obligó a construir un lago artificial para incrementar la humedad ambiente a niveles aceptables. Por entonces corrían rumores de que se prohibía difundir los índices respectivos. Presencié muchas hemorragias de nariz, sufridos por viajeros nada más salir de los aviones y la piel de los residentes se respiraba como vaqueta. El consumo de cremas en el «planalto» es altísimo. Hablo de hace casi treinta años. Ignoro si han cambiado las cosas. Yo recuerdo que volver a Río de Janeiro, donde viviría durante los seis años siguientes, fue como una fiesta. La ciudad maravillosa, en la bahía de Guanabara, es uno de los sitios más sugerentes y deslumbrantes del mundo. Decirlo es un lugar común inevitable. Y no me canso de repetirlo. Tuve la fortuna de habitar un departamento en un piso treinta con una vista irrenunciable: de sus ventanales y balcones se dominaba desde el «Corcovado» hasta el «Pan de Azúcar», pasando por el «aterro de Flamingo» y rematando en la playa de Botafogo. Siempre alta ya la noche, me asomé a ese prodigio durante seis años, diciéndome que cada día era uno menos entre esa belleza fecunda e inspiradora. Creo haber contado ya que durante una visita a ese espacio privilegiado mi admirado maestro y amigo Tito Monterroso me sugirió: quita todos los cuadros de las paredes y ponle marcos a las ventanas, ninguna obra de arte puede competir con éste paisaje.
Estoy convencido, lugares así nos «humanizan». La gente que vive rodeada de naturaleza prodigiosa o de arquitectura armoniosa, como la producida y preservada en Europa, desarrolla sensibilidades profundas, aunque no suele percibirlo en su vida cotidiana. La experiencia estética modifica la conducta de los seres humanos a niveles insospechados, de allí la importancia y seriedad del aprendizaje de las disciplinas artísticas o su mero disfrute.
Mi departamento durante esos felices seis años en los ochenta, tenía una buena historia; en el mismo terreno se había levantado una casa destinada a no concluirse nunca. El conde Martinelli, había sido advertido por una pitonisa: no debía concluir la edificación, so pena de perder la vida. El moderno edificio, que sustituyó la vieja casona, poseía un túnel que atravesaba la mitad del «morro de la viuva» y se deparaba con un elevador de maderas finas del amazonas que en medio de antiguas poleas ruidosas nos llevaba a la «casa de verano» del noble señor de origen italiano. En ese departamento recibí varias veces a Oscar Niemeyer. Pero eso es harina de otro costal que contaré en detalle en la próxima entrega, celebrando los cien años de vida del prodigioso arquitecto, que se acaban de cumplir este quince de diciembre…