Arquitectura Niemeyer, la más sensual del mundo
La declaración de principios que contiene este epígrafe tiene su razón de ser en un país de belleza inconmensurable, como el Brasil, donde aunque ustedes no lo crean se puede llegar a perder el aliento ante el paisaje arrollador de Río de Janeiro o al paso de una garota de Ipanema, como la que hizo componer a Tom Jobim y escribir a Vinicius de Moraes uno de los himnos más amorosos del mundo. Por su parte, con esas líneas que sintetizan la estética de uno de los prodigios de la arquitectura contemporánea, Oscar Niemeyer emprendía un vuelo solitario, el de su propio proceso creativo, abandonando la visión de su maestro Le Corbusier, que al contrario, llegó a redactar y pintar el “Poema del Angulo Recto”, como testimonio de su saber y proyecciones iniciáticas. Estamos hablando de dos genios de la naturaleza reconstituida. La arquitectura, de las pirámides de Egipto a las Aztecas ó de los templos de Angkor Wat a Machupichu, sin olvidar las greguerías de Gaudí o las audacias de papeles de aluminio recortados de Frank Ghery, no obedece tan solo a los instintos de protección que nos han llevado a bien guarecernos, sino que emulan la creación misma de valles y montañas.
Desde eminencias de piedra y arena se honra a dioses mitológicos ó a valores contemporáneos de la estética y la técnica. Y es allí donde ocupa su lugar preponderante un poeta del concreto armado como Oscar Niemeyer, quien como si nada, cumplió cien años el día 15 de diciembre y fue celebrado por todo un país que le reconoce entre la estirpe de brasileños que han dado lustre y conformado la identidad de un país monumental, y entre los que se encuentran, para citar solo a unos pocos, Carlos Drummond de Andrade, Joao Guimaraes Rosa, Glauber Rocha, y Antonio Carlos Jobim.
Mi relación con la bahía de Guanabara comenzó en un sitio emblemático que se llama Niteroi y que se localiza atravesándola en chalanes ó a través de un majestuoso puente de 14 kilómetros de largo. Desde allí se divisan las playas de Río de Janeiro. En mis inicios cariocas habité allí un departamento que la coincidencia quiere que haya sido propiedad de uno de los amigos más cercanos a Niemeyer, Fernando Balbi. A pocos pasos se encontraba la playa del “Buen Viaje”, donde me deparé por primera vez con el sobresalto inicial de estas experiencias espirituales: mi primera ceremonia de Candomblé.
El poderoso rito africano, mezclado con raíces cristianas, tiene uno de sus puntos más altos durante el fin de año, en que los padres y las madres de “Santo” llevan sus oraciones hasta la orilla del mar, en homenaje a Iemanjá, diosa vanidosa de las aguas y del amor. Precisamente, en esa “Praia da Boa Viagem”, Niemeyer hizo aterrizar un audaz museo de arte moderno en forma de platillo volador que remata un prodigioso acantilado cortado sobre un diminuto “morro”.
Pasé otro “reveillon” en la playa de Copacabana, virtualmente de la mano de Darcy Ribeiro, el sociólogo y antropólogo Midas de Brasil, que fundó la Universidad de Brasilia, y llegó a ser Senador y vicegobernador de Río, después de una feroz persecución política. Todo lo que se proponía se convertía en oro. Ya en plena madurez decidió que debía escribir novela y las varias que publicó se tradujeron a numerosos idiomas. Darcy fue el padrino de mi hija carioca Cinthia, en el rito del candomblé (bajo el católico se le impuso un segundo nombre en Cartagena de Indias, apadrinada entonces por el pintor Colombiano Alejandro Obregón). Darcy Ribeiro vivía en un viejo edificio de la avenida Atlántica que había sido tocado por la mano de Niemeyer, redondeando todos los ángulos, subiendo pisos, bajando techos y transformando ciento cincuenta metros banales en una obra de arte pintada de blanco. Allí me explicó su veneración amistosa por el gran Arquitecto de la “Pampulha”. Siendo el segundo en el gobierno local, le propuso a Niemeyer crear una avenida para el desfile de las escuelas de samba durante los carnavales. El “sambódromo” no solo sirve para eso, el resto del año sus graderías albergan escuelas oficiales. En ese mismo período, Niemeyer ideó los centros de educación integrada “CIEPS” que pretendían funcionar como escuelas de diversos niveles, incluyendo nocturnas para obreros, casi durante las 24 horas. Se trata de bellos y sobre todo funcionales edificios con los vanos libres y desafiantes que caracterizan sus grandes trabajos. Enterado por ese entonces que Darcy Ribeiro ofrecería a los franceses un edificio histórico para albergar un centro cultural galo, le reté con la confianza y la amistad que me concedía: ya veo tu vocación latinoamericana, ofreciendo en primer plano a un país rico y poderoso un centro cultural, en vez de darnos en comodato un terreno para una casa de la cultura de México. Darcy acusó el golpe con un arrebato de bello orgullo materializado varias semanas después, en que recibí una llamada urgente que me convocaba al despacho del gobernador en el palacio “Guanabara”. Asistí con cierta aprensión. El propio Gobernador Leonel Brizola abrió la puerta, me hizo sentar en una mesa de consejo, y me presentó a Oscar Niemeyer, diciéndole: muestre nuestro proyecto al cónsul. Este desplegó unos planos diseñados con su puño y pasó a explicar cómo esa forma de guitarra contendría un auditorio, oficinas, salas de exposiciones y conciertos. El gobernador Leonel Brizola, por intervención de Darcy nos ofrecía un terreno histórico: los frentes del que fue el Palacio Presidencial de Catete, donde se suicidó Getulio Vargas. La única condición era que el proyecto lo concluyera Niemeyer, y eso hubiera sido un acontecimiento memorable para los dos países. Pero no nos emocionemos. Por designios insondables de nuestra burocracia nunca llegamos a reunir el millón de dólares que hubiera costado esa joya, de la cual solo guardo los amarillentos papeles.
A partir de entonces, siempre que recibí misiones mexicanas de alto nivel en Río, pude contar con la presencia de don Oscar en mi apartamento del “Morro da Viuva”. Invariablemente, Niemeyer procuraba el rincón más apartado y armado de un whisky se alejaba de los círculos ruidosos. A los visitantes se les indicaba que allí se encontraba el creador de Brasilia. Al principio muchos no lo creían. Pensaban que una figura tan célebre no podía estar representada por un hombre de tanta sencillez en el trato, de voz baja y ademán medido.
Cosa curiosa, ahora que lo pienso. He sido invitado al aniversario noventa de dos grandes del siglo XX. Presencié los de Rafael Alberti, durante una cena marinera en la que cantó Paco Ibáñez, en el puerto de Santa María, cerca de Cádiz, y fui convidado también hace diez, a los noventa años de Niemeyer, en su casa de los “Altos da Boa Vista,” una de las construcciones más emblemáticas de su obra, donde se acaban de celebrar ahora sus cien años de vida. Denominado el año Niemeyer en Brasil, se rendirá en 2008 homenaje al mismo hombre cuyo maravilloso talante de humildad le ha llevado a restar importancia a su centenario, diciendo: “La vida es el minuto”. Y a la vez, recordándonos: “…El día en que el hombre comprenda que es hijo de la naturaleza, hermano de los bichos de la tierra, de los pájaros del cielo y de los peces del mar, ese día comprenderá su propia insignificancia y de manera realista, será mas humano”.