Trizas de recuerdos
Solo vemos hacía atrás; hacia adelante es más ilusorio suponer que los días traerán hasta nosotros un cúmulo de aspiraciones. Lo que llamamos proyectos esta hecho de un material artificioso. Por eso solemos hablar tanto de los sueños, donde nos cumplimos de manera protagónica, única y exclusiva. En ese territorio mandamos. Allí se realizan hechos que sería imposible cumplir en la vida real, concreta, diurna o nocturna, da lo mismo, en la vigilia. Hablo también de ese saco pesado que llevamos a cuestas y que preserva esos girones de imágenes significativas que denominamos bajo el nombre de recuerdos. Rememorar es inventar. Repetir lo vivido a partir de nuestra buena o mala voluntad. Somos dueños de los recuerdos de una manera más sólida que de los objetos materiales. Nada, nadie nos los puede arrebatar. No valen sunamis, ni terremotos. Guardamos como el bien más preciado una montaña de referencias que nos construyen. Gracias a los recuerdos continuamos viviendo entre los vivos que recuerdan. No quiero aquí penetrar a terrenos de los olvidos fisiológicos propios de la edad avanzada y de los trastornos de una salud a la que atacan laboriosos obreros de las omisiones permanentes. Un científico alemán le dio nombre a una dolencia del siglo que debo contraponer en este momento al ejercicio de mirar hacia atrás. Suele ser el ejercicio de los fines de año y de las reuniones familiares o de amigos: ¿te acuerdas? Hace tan solo unas cuantas pocas horas jugaba ese partido de la memoria con un viejo amigo al que conozco hace 35 años, tiempo suficiente para levantar una ciudad de recuerdos y referencias comunes, vistas desde el ángulo irrenunciable de cada quien. Me dio por preguntarle a Jean Louis cómo recordaba a una bella mujer francesa que se quedó anclada en un atardecer del muelle de fierro de Progreso en 1972. Quería que me describiera mi propio recuerdo para juntar las piezas de un rompecabezas imposible. A sabiendas de que la empresa no puede prosperar, me interesaba ajustar con palabras mis imágenes de entonces con las palabras de sus imágenes de esa época perdida como arena de reloj que se nos deshace entre las manos, pero que podemos celebrar todavía con la frescura de entonces. Jean Louis jugó con el presente y de mal gusto me puso en la predicación de pensar en el aspecto actual de una joven de veinte años hace más de tres décadas. La ventaja es que los recuerdos toleran y soportan esos ejercicios de la crueldad y nos regalan imágenes intachables. Todo esto me puso a pensar en el brillo de nuestra mirada cuando ponemos una tela en blanco en busca de una proyección del pasado. Los recuerdos son también como las películas, algunas no resisten a volver a verlas; otras, sin embargo perduran como un bello ejercicio de escultura del tiempo. Como si asistiéramos al espectáculo que sigue siendo el conjunto de columnas del Partenón, o una obra literaria de la talla del Adriano de Marguerite Yourcenar o la melodía inmortal de «Amapola» que por cierto, fue utilizada como fondo musical en una de las escenas de una película de Sergio Leone que hablaba de cosas pasadas, llamada «Once Upon a Time in America», con Elisabeth McGovern y Robert de Niro. Esta tarde de domingo que refiero, el primero del 2008, salimos a respirar aire fresco y nos quedamos conversando en la esquina del restaurante de Jean Louis, un bistrot que enmarca muchos de mis recuerdos recientes, más a la manera de una revisión del pasado que de hechos allí sucedidos. Estábamos inmersos en una conversación sobre la renovación de sus locales, colores, y marquesinas verdes, cuando se acercó un hombre de unos setenta años, con una vestimenta propia de quien debe abrigarse sin hábitos para ello en los varios sentidos, es decir, alguien que se cubre con gorra de lana, se envuelve en una bufanda y deja ver bajo la casaca varios suéteres. La persona en cuestión preguntaba por un café Internet a los alrededores. Se le explicó que no sería fácil encontrar uno abierto y el hombre de barba blanca mostró señas de desaliento. Cargaba bajo el brazo una carpeta con papeles que se adivinaban textos y cuadernos de poesía. Ello me llevó a preguntarle si era escritor. La respuesta fue afirmativa. Fui más lejos en el atrevimiento y le pregunté si llevaba consigo algo suyo. Acto seguido sacó de entre los papeles una bella plaquette de poesía publicada por una de las más exigentes y antiguas imprentas mexicanas, tal vez la primera de la que se tenga memoria, «Juan Pablos». El largo poema se llamaba algo así como «Oda Iracunda» y había sido publicada en los años ochenta. Pedí licencia al señor de noble apariencia para leer en voz alta un fragmento del poema. La esquina estaba vacía y favorecía una irrupción de esa naturaleza. El texto se reveló violentamente contenido y muy bien redactado, con imágenes sorprendentes. El poema contenía versos clásicos de tradiciones culturales universales. Escuchaba en él ecos de Miguel Hernández y cercanías a León Felipe. Su forma bien cuidada daba paso a referencias de extrema actualidad. Hablaba de la capacidad asesina de la energía atómica y de la tendencia belicista en alza durante las últimas décadas. Sin ser un libelo era una suerte de manifiesto poético político que no se deslizaba hacía el panfleto.
Mi amigo y yo con él, no dábamos crédito a un encuentro fortuito que estaba revelándonos la obra de un poeta sensible a las más tristes realidades de nuestro tiempo. Jean Louis lo invitó a tomar un café. Adentro intercambiamos las figuritas propias de este tipo de encuentros. El poeta no reveló demasiado. Se trataba de un profesor universitario que daba sus lecciones en una ciudad de provincia. Era un estudioso de un intelectual revolucionario que fue muerto por el estalinismo entre nosotros. Hablo de León Trostki, el brillante pensador ruso que amenzaba las tesis totalitarias del criminal jerarca soviético. Se dice que Trotski era capaz de dictar simultáneamente textos diversos a cuatro secretarias en idiomas diferentes. Nunca he estado en su museo de Coyoacán, el mismo donde una noche José Alfaro Siqueiros se sumó a una lluvia de fusiles que pretendía acabar con la vida de uno de los principales personajes del siglo XX. El encuentro con don Horacio Espinoza me ha despertado el interés de ver la casona que Diego Rivera, en el influjo de Bretón, habría cedido al teórico de la revolución permanente. Además les cuento la coincidencia mayor. El autor de la «Oda Iracunda» vive en la misma ciudad donde radico desde hace tres años. Son esas cosas de la vida que renuevan la confianza en la belleza de los hechos fortuitos, del pasado y del presente.