Jorge Amado II
En la entrega anterior se habló de la importancia de uno de los más célebres autores de las letras hispanoamericanas y de sus «antimemorias», concentradas en un volumen llamado «Navegación de Cabotaje», en el que se cuentan con bello desparpajo las anécdotas de vida y reflexiones intemporales de un gigante de la literatura en portugués, como lo fue Jorge Amado. Ahora ofrezco a ustedes la traducción que hice de algunas de esas páginas, con verdadero placer, con regodeo: la experiencia de verter significados a otro idioma es deliciosa cuando se trata de la lengua de Camoes al español, no solo por su rica musicalidad, si no por el pasado común que nos lleva a sortear estimulantes dificultades lingüísticas:
De los enemigos… Le tengo horror a los hospitales, los fríos corredores, las salas de espera, antesalas de la muerte, y más aún, a los cementerios donde las flores pierden su vigor; no hay flor bonita en el camposanto. No obstante, poseo un cementerio personal. Yo lo construí e inauguré hace algunos años, cuando la vida maduró mis sentimientos; en él entierro a aquellos que maté, o sea, a aquellos que dejaron de existir para mí, aquellos que murieron: los que un día tuvieron mi estimación y la perdieron.
Cuando un tipo va más allá de todos los límites y de hecho, me ofende, ya no me enojo, no me pongo furioso con él, no me peleo, no corto relaciones, no le niego el saludo. Lo entierro en mi cementerio –en él no hay tumbas familiares o túmulos individuales; los muertos yacen en la fosa común, en su promiscuidad ordinaria, en su grosería. Para mí el fulano murió, fue enterrado, haga lo que haga ya no puede lastimarme.
Raros entierros –menos mal– de un pérfido, de un perjuro, de un desleal, de alguien que faltó a la amistad, traicionó al amor y actuó interesadamente, falso, hipócrita, arrogante; la impostura y la presunción me ofenden fácilmente.
En el pequeño y feo cementerio sin flores, sin lágrimas, sin una pizca de Saudade (apenas traducible por nostalgia), se pudren unos cuantos sujetos, unas pocas mujeres, a unos y a otras barrí de la memoria, los saqué de la vida.
Encuentro en la calle a uno de esos fantasmas, me detengo a platicar, escucho, correspondo a las frases, los saludos, los elogios, acepto el abrazo, el beso fraterno de Judas; sigo adelante, el tipo piensa que me engañó una vez más, no sabe que está muerto y enterrado.
Del sexo femenino… ¿Cómo decir para nombrarla? No diré vulva ni vagina. Boceta y babaca, tampoco diré, ¿cómo designarla entonces? Me falta el don de la poesía para crear la imagen justa y encontrar una comparación para lo incomparable. Quisiera coronarla con las flores del poema, pero me falta la inspiración del bardo; la fragua mágica del vate. Como prosador, tierra a tierra, no sé cómo denominarla, no la merezco.
Flor de cactus, trago aguardentoso, cráter de volcán, la comepalo, la hecha de clavo y canela, pozo sin fondo, puerta de oriente, mansión de árabe, mezquita, precipicio, la xoxota en fuego de Gabriela.
La chatte de madame, pasto de no-me-olvides, campo de amapolas, piso de placeres, mapa del refinamiento, alcahueta de viejos, maestra de muchachos, gata en celo, matriz del ípsilon, el xibiu doctor honoris causa de mi personaje Tieta.
Los tres centavos, la vendida, la comprada, la violada, la manchada, la fuente de miel, la barra de la mañana, la luz del candelero, la llamarada, la naciente del agua, la boca del río, la concha del mar, ¡ay!, la boca del mundo de Tereza.
No diré rosa marchita, marino, fuego del infierno, bálsamo del estropicio, el altar mayor, la gruta oscura, la aurora, la noche, la estrella, la colina del deleite, el pistilo, el chupón, la madona, la campesina, la pazza, la loca de Albano, la mamma, la prueba del 9, la casa del pudor, la puerta de la perdición, el Apocalipsis; no diré abismo donde fallezco y resucito, no diré ¡madre de Dios!, mujer del perro: iré a buscarla donde la coloqué un día para resguardarla. La escondí allá donde tú sabes, en la x de la cuestión de doña Flor, y diré la encueradita de Euá. Diré la encueradita y tú entenderás que me refiero a ella. Tomarás la llave de la divina y abrirás la puerta del tabernáculo, caballero y montura, amazona bravía y fogoso jinete recorreremos los caminos, mi yegua se llama la Encueradita, tu caballo se hace llamar el bueno de trote y de galope.
En la hora final quiero en ella posar la mano, tocar el vello, el pétalo del bulbo, sentir la dulce consistencia, la suavidad, y en ella depositar mi último suspiro.
De las traducciones… Desde el punto de vista del autor, las buenas traducciones de sus libros son aquéllas que él no puede leer, en mi caso la inmensa mayoría. Negado que soy para las lenguas, a comenzar por el portugués –escribo en Ballano, lengua decente, afrolatina–, sólo puedo leer en francés y en español, en italiano con dificultad, diccionario a la mano, y se acaba lo que era dulce.
Cuando se puede leer la traducción, por bueno que haya sido el traductor –he tenido excelentes, capaces, devotos, existe siempre el detalle, a veces mínimo, que choca, arremete, duele: ¿a dónde fue a parar la marca sutil del personaje, el ángulo de visión de lo sucedido, las nuances de la emoción, el peso exacto de una palabra? Imagínese el dolor en el corazón al ver la palabra xoxota ou xibiu, dulces designaciones de la boca del mundo, traducidas por sexo de mujer o vulva, o la palabra bunda convertida en nalgas. ¡Nalgas!, ¿una bunda de mulata que se precie? Jamás.
Las traducciones en chino, ¡qué belleza! No por casualidad el arte mayor de China es la escritura de los ideogramas. En árabe, fuera del hecho de jamás haber recibido una dracma, un dinar de derechos de autor –hace dos meses compré en las librerías de Tánger cinco de mis libros en versión al árabe, ediciones libanesas y piratas, las cinco–, también cubren mis expectativas. Lo mismo digo de aquellas impresas en caracteres hebreos en letras georgianas, griegas o armenias, signos japoneses o alfabeto cirílico, también sirven. Aun compuestas en alfabeto latino, las traducciones son buenas. Nada que criticar cuando están escritas en vietnamita, en noruego, en turco, en islandés, sólo me dan alegría aunque no me paguen los derechos de autor. Tengo libros en lenguas extrañas, del coreano al tailandés, del macedonio al albanés, del persa al mongol.
El otro día recibí de Paraguay un ejemplar de la traducción en guaraní de la historia del gato manchado y de la golondrina Sinhá, y el título me encanta: Karai Mbarakaja, ¿qué querrá decir? Me río solo, ufano, pero las plumas de la vanidad no tardan en caerse al darme cuenta de que con certeza soy mejor escritor en guaraní que en portugués.
De la envidia… No envidió a quien quiera que sea. La riqueza, el talento, el éxito, la gloria, de mi prójimo y del distante no me aflige; soy capaz de expresar admiración, de aplaudir, de entonar loas, y transportar en andas como en procesión, me gusta hacerlo. El éxito de un amigo es el mío, y no es necesario que sea un amigo, basta que sea un paisano, bahiano, brasileño, y a veces, ni eso; basta que le descubra talento, vocación. Me alegra depararme con un poeta, con un novelista joven, debutante de inspiración verdadera, porque salgo a anunciar inmediatamente el acontecimiento.
Inmune a la envidia, me siento libre para ejercer la admiración y la amistad, ¡qué belleza! Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es esclavo de la negación y de la amargura, que babea envidia, y se arrastra en el desprecio, un infeliz.