Lucifer entre nosotros
A expensas del desenfreno del poder en Venezuela -tanto, que a veces cuesta divisar oportunidades en la afirmación de Julien Freund, “mientras haya política, el enemigo sigue siendo humano”- y en contraste con la iluminación de notables camaradas, no deja de sorprender la regresión de algunas figuras emblemáticas del chavismo: antes, y a pesar de sus apegos, aparentemente movidas por el reconocimiento de la institucionalidad, el respeto natural por la vida: ahora, burócratas ganados por la idea de que el fin justifica los medios, arrastrados por la centrífuga que los planta en el lado oscuro. Allí los vemos llevados por impulsos cada vez más deformes, más pasmosos, estampa de esa irrealidad que es atributo de lo infernal, como diría Borges: pareciera que ni aún la muerte de compatriotas logra sacudir cierta secuestrada psiquis, como si la tragedia recurrente, las bajas en el terreno del cosificado contrario sólo apilasen motivos para la desensibilización progresiva. ¡Maldad!, claman algunos: y no les falta razón. Hybris, la desmesura –ese temerario afán por vulnerar límites, el desprecio por el espacio personal de otros que adquiere monstruosa vista cuando se asocia a la falta de autocontrol- podría estar dando pistas de que la maldad política está ganando terreno como nunca antes en nuestra historia.
Son los corolarios del fanatismo. Hace daño deliberado y deshumaniza al adversario quien primero ha perdido la pista de su propia humanidad. Esa merma de la capacidad para conectar con el otro, la anulación de la más básica empatía, de la compasión; esa nada íntima, ese anestesiamiento ante la crueldad, es parte sin duda del proceso de doblez de la conciencia que va procurando la ideologización, la propaganda asentada en el sesgo cognitivo, la identificación del distinto como enemigo. El mal, en fin, formando parte ineludible de nuestra compleja naturaleza, adquiere un rostro menos abstracto cuando surge como problema político: en especial si el sistema carece de contrapesos que lo contengan.
Nos topamos acá con dos conceptos capitales de la obra de Hanna Arendt, siempre útiles a la hora de diseccionar los espinosos infiernos del hombre. Por un lado, el “mal radical” -el horror totalitario propio del siglo XX- referido a la serie de prácticas que llevadas a cabo por el nazismo propendieron a la aniquilación de la singularidad, la muerte de la persona física, jurídica y moral. Por otro lado, la “banalidad del mal”, fenómeno que explica el nacimiento de ese burócrata-victimario, ese nuevo criminal que acepta, obediente, el plegarse a los intereses de “orden y autoridad” de la hegemonía y hacer daño por encargo, sin que medie en ese proceso la resistencia ética para cuestionar órdenes o el temor a que el futuro pueda ser diferente.
De esa gradual desconexión de la conciencia se van cebando los parámetros de los agentes de estos regímenes, quienes hechizados por las posibilidades de una maldad no-moral como forma de dominio, optan por despachar el estorbo del sentido común, la prerrogativa de la vida humana. La eliminación de un enemigo cosificado, entonces, deja de representar un conflicto para quienes lo combaten; y mientras un “bien mayor” se convierte en complaciente coartada, toda “audacia” es válida. En sintonía con ese pensamiento, en Venezuela vemos por estos días no sólo a gobernantes desentendidos del trance, retozando sobre una tarima mientras río arriba el aire se vuelve irrespirable por las lacrimógenas; o diputados que con turbia sonrisa amenazan con entrenar militarmente a civiles del PSUV para lanzarse sobre opositores “violentos”, mientras lo cierto es que en las manifestaciones cada vez más y más jóvenes se suman a una mortífera estadística; también se nos revelan escenas atroces en las que funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado arremeten contra personas indefensas, sin que el gusanillo del daño irreparable logre contener la embestida. Ni hablar de la tortura de toda índole, las detenciones arbitrarias, el terror, las desapariciones, el suplicio que espera a los insurrectos: la ordalía, pues, el triunfo de lo irracional. “Son órdenes”: y la frase presta paraguas, aséptico refugio, sedante contra el ocasional dolor, caja fuerte donde la circunstancia sepulta toda responsabilidad personal. Una desmedida maldad que se les hace irrelevante si la “anormalidad”, la guerra, así lo exige.
Vadeando campos arrasados por la cultura del odio, la negación de la otredad, Lucifer se pasea con ropajes ambiguos. ¿Cómo conjurarlo? ¿Qué podría convencer al régimen de que su gesta siembra polvorines suicidas, cuando al parecer sólo ve en la conmoción una oportunidad para imponerse? Menudo infierno: el reconocimiento de ese absurdo, no obstante, sólo puede llevarnos a combatirlo. Reflexión vs paroxismo: la fuerza creciente de quienes entendemos que la maldad política no tiene por qué gobernarnos ni poseernos, es signo de que la razón siempre ofrecerá precioso broquel contra los demonios. No lo olvidemos.
@Mibelis