Opinión Nacional

El pulgarcito de América

«En esos horizontes de olvido/ la sujeción de la memoria pierdo/ y no sé dónde empieza lo fingido/ y acaba lo real de mi recuerdo/ en esos horizontes del olvido.» Segunda estrofa del poema Preludio de don Francisco de Icaza (1863-1925).

«El Pulgarcito de América», dicen que así llamó la gran poeta chilena Gabriela Mistral a El salvador, ese país centroamericano tan entrañable para mi, porque allí comencé mi carrera diplomática un quince de mayo de 1973. Dicen los que saben mucho de éstas minucias que nunca se olvida la primera experiencia profesional y que uno tiende a magnificarla, precisamente porque significa el punto de partida del que se desprende toda una existencia laboral en un campo donde cada representación es como si se viviera una vida diferente. De hecho, siempre he dicho que es una manera de vivir varias existencias en una.

En lo particular me interesa subrayar que fui muy feliz en ese inicio de un oficio que es también una pasión y muchas otras cosas que iremos definiendo; éstas pasan por los privilegios de servir al propio país y la oportunidad de hacer amigos, en el sentido más amplio del término, es decir, por la creación de vínculos fraternales que tienen como fin endosarlos también a los más altos intereses nacionales. Lo que se llama «hacer amigos», para México, en éste caso, a partir del estrechamiento de vínculos con hombres y mujeres que trascienden los afectos hacia el enviado de un país y lo trasladan a las cosas y a las gentes de éste. Me explico mejor. El esfuerzo de acercarse a personas que inciden en todos los ámbitos de un quehacer productivo en lo político, económico y cultural se traduce en nobles y buenas oportunidades de intercambio; de tal manera que todo enviado diplomático debe hacer un esfuerzo por «bucear» profundamente en los tejidos vitales que conforman la sociedad del país donde le ha tocado representar al suyo. En mi caso El Salvador me abrió las puertas de par en par y allí aprendí los rudimentos de un oficio que requiere disciplina, observación, juicio, respeto y entrega. Éstas no son palabras que conformen una retórica útil tan solo para definir una tarea, sino calificativos que pesan, tienen contenido, incontables nombres propios.

Llegué al aeropuerto de Ilopango en un vuelo que previamente había hecho escala en Ciudad de Guatemala. Era mi primer viaje al sur del continente. Existe una fotografía que registra mi llegada y que publicó el «Diario Latino», si no me falla la memoria. Tengo una cara de azoro que agudiza el cabello despeinado por una brisa intensa en los aledaños al cráter inmenso del nombre del volcán que bautizó el campo aéreo. Por cierto, ese aeropuerto dejó de ser internacional. Ya no podría entrar por la misma puerta de ese viaje inicial si regresara a una ciudad a la que no he vuelto en 34 años. Tanto tiempo provoca vértigos. Cada coordenada que desaparece nos extravía en sitios que consideramos familiares un día, y la desazón es terrible. Me ha pasado en otras ciudades donde los puntos de referencia urbanos han sufrido transformaciones radicales. A mi llegada me enteré que mi Jefe de Misión y primer superior en la diplomacia también viajaba en el mismo vuelo, y que se reincorporaba a su embajada por segunda ocasión, motivando que todos los funcionarios fueran a recibirlo. Allí encontré a los que serían mis compañeros durante tres años. Esa bienvenida auspiciosa. El embajador Antonio de Icaza se ha de haber compadecido de mi aire de novato y me ofreció alojarme en su propia residencia mientras encontraba dónde vivir. Quiero que sepan que esto es poco común, y dio paso a una relación de trabajo y a un vínculo de amistad particular en que el respeto jerárquico juega un papel fundamental, desconocido hoy en día, me atrevería a afirmar. Por ejemplo, nos seguimos hablando de usted, aunque colaboré con él más de doce años y llegué a alcanzarlo en su rango. En términos de elemental justicia debo afirmar que todo lo que aprendí inicialmente de ese oficio tan noble y riguroso que es la diplomacia proviene de una experiencia adquirida por varias generaciones de diplomáticos mexicanos que ha sabido representar con extrema elegancia y dignidad don Antonio de Icaza. Su abuelo había sido el gran poeta Francisco de Icaza, que seducido por España, donde sirvió muchos años como diplomático mexicano, escribió unos célebres versos, que inmortalizados en lápida de bronce se pueden leer en la Alhambra de Granada:

Para el pobrecito ciego
Dale limosna, mujer,
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada.

Y fue precisamente un homenaje a una poeta mexicana la que inauguró mis tareas de agregado cultural de México en El Salvador. Al poco de mi llegada supe de la muerte, en circunstancias nunca bien entendidas, de la talentosa narradora Rosario Castellanos, a la sazón fungiendo como nuestra embajadora en Israel. La obra de esta portentosa escritora mexicana ameritaba rendirle un homenaje y propuse llevar a cabo un recital de sus principales poemas a cargo de jóvenes actores salvadoreños. Me deparé con los alumnos de un viejo actor español que había trabajado con Luis Buñuel, don Edmundo Barbero.

DISQUISICIÓN: Al precisar el nombre de esta severa figura del teatro español en el exilio me entero por Internet que inspiró una pieza de teatro muy significativa, llamada ‘El olvido está lleno de memoria’ de J. López Mozo. A renglón seguido leo una nota crítica de Eileen J. Doll, de la «Loyola University» de New Orleáns que detalla: «…la obra trata de un actor, Edmundo Barbero, que pasó los años de la dictadura de Franco en exilio en Hispanoamérica, donde consiguió fama y respeto por su talento dramático. Ahora que ha vuelto a España, se da cuenta de que nadie sabe nada de él, incluso Antolín Alvar, el director de La vida es sueño en la que Barbero representa el papel de Clotaldo. Se ofende cuando la joven periodista, Julia Ayuso, le pide una entrevista sin haber buscado datos sobre él, porque obviamente no sabe qué preguntarle. La España que dejó atrás hace unos cuarenta años ha cambiado drásticamente, y el actor viejo no encuentra su tierra soñada ni el reconocimiento esperado. Después de esta desilusión, Barbero despide a Julia, pero en este punto empieza a recordar sus experiencias durante la guerra. Siente la necesidad urgente de compartirlas, y la única solución que puede encontrar es a través de su oficio de actor. Quiere narrar, en voz alta, su historia. Le hace falta (re)presentar sus viejas memorias en el contexto de las nuevas realidades españolas…»

A don Edmundo lo encontré muchas veces en su humilde casa de patio central en los suburbios de la capital y guardo un caluroso recuerdo de su talento y de su buen humor.

Amante de la buena mesa, excelente cocinero él mismo, estaba casado con una legendaria actriz, Julia Herodier, con quien trabajó exhaustivamente. Sus méritos más reconocidos fueron haber introducido el método de Stanislavski en el teatro Salvadoreño y haber formado a varias generaciones de actores con un horizonte abierto.

Por aquellas épocas murió Francisco Franco y llegamos a reunirnos en una comilitona con lechones y mucho vino para celebrar, no la muerte del tirano, sino el amanecer de un nuevo día en el país que le había mandado al doloroso exilio. En España, Barbero había tratado a Federico García Lorca y a poetas de la generación del 28, como Antonio Machado. Eso le confería un halo de respetabilidad y despertaba extrema curiosidad.

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