Injusta, innoble, innecesaria y fin de la odisea de Clarke
I
Innecesaria, innoble e injusta, así me ha parecido a mí la guerra en Irak. El señor Presidente Bush, responsable de ordenarla y de confundir a la comunidad internacional con informes dudosos sobre aquellas famosas armas de destrucción masiva que habría atesorado el sátrapa de Sadam y que siguen brillando por su ausencia, considera exactamente lo contrario y así lo afirmó en una declaración que conmemoraba el quinto aniversario de una invasión que ha tenido costos muy altos en pérdidas de vidas humanas y materiales. No pretendo contradecir, pero hay hechos que hablan y la retórica triunfalista que rechazan hasta los candidatos demócratas a la presidencia de los Estados Unidos deja de ser eficaz al enterarnos de cifras atroces que un periódico de Madrid reproduce: “En cinco años la guerra ha causado (según las estimaciones más bajas) la muerte a unos 82.000 civiles iraquíes, aunque otros estudios como los realizados por Lancet elevaban la cifra hasta 600.000 iraquíes. Mientras, la cifra de soldados estadounidenses muertos en Irak ronda ya los 4.000, y la de soldados británicos fallecidos supera los 170.Hasta la retirada de las tropas españolas en mayo de 2004, 11 soldados fallecieron durante el transcurso de esta misión, diez en ataques – ocho de ellos pertenecientes al Centro Nacional de Inteligencia – y uno por un disparo fortuito. A esta cifra hay que añadir la muerte de dos periodistas españoles, Julio A. Parado y José Couso…En los días previos a la invasión, la administración Bush fijó el coste de la guerra entre 50.000 y 60.000 millones. Hoy los cálculos más conservadores señalan que el coste de esta guerra para EE UU se ha elevado a 1 billón de dólares, mientras que el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz eleva la cifra hasta los 3 billones de dólares, un coste que Bush ha calificado de «exagerado»…Esta semana han visto la luz dos informes sobre la situación en Irak. El primero es de Amnistía Internacional y se titula Matanza y desesperación: Irak cinco años después. Dice que «pese a las informaciones de que la seguridad ha mejorado en los últimos meses, la situación de los derechos humanos es desastrosa». El segundo es del Comité Internacional de la Cruz Roja. Se titula Irak: Crisis humanitaria sin tregua y sostiene que «pese a limitadas mejoras en la seguridad en algunas zonas, la violencia armada está teniendo un impacto desastroso».
Lo anterior se ha traducido en destrucción, dolor extremo y lacerante, y tácticas equivocadas en el combate a la hidra del terrorismo. No hay elementos que puedan respaldar una estrategia tan desafortunada y brutal. Me detengo a pensar en la destrucción de las oficinas de las Naciones Unidas en Bagdad, donde perdieron la vida 17 funcionarios cuya motivación mayor radicaba en la preservación de la paz y el respeto a los derechos humanos. En este infausto aniversario pienso también en un brillante diplomático brasileño que acabó sepultado entre las ruinas provocadas por la bomba. El embajador Sergio Vieira de Melo se convirtió en una víctima más de una guerra que no solo ha sido ineficaz para conjurar amenazas como la matanza del 11-M (casi dos mil muertos en Madrid), sino que ha enardecido, enceguecido y armado de sofismas a las huestes fundamentalistas islámicas que siguen sembrando el terror en sociedades libres. Está claro que el camino y la solución a esa amenaza no pasa por imponer una maquinaria de guerra que además de masacrar inocentes ha enriquecido a diversas industrias internacionales en una macabra inmoralidad que solo defienden sus beneficiarios finales.
II
Llegué a su casa una mañana luminosa de Colombo, la capital de la antigua Ceilán, en el verano de 1997, el 5 de julio, para ser más preciso. Arthur C. Clarke vivía en un barrio con aire de suburbio inglés, en una casa moderna de dos plantas. Me pidieron que accediera directamente hasta su biblioteca. Estaba sentado detrás de su computadora y se excusó por no ponerse de pié. Explicó que sufría del síndrome de post-polio, contraído en plena madurez. Era un hombre corpulento, con aguda mirada de halcón detrás de lentas gruesas. La tarjeta de presentación fue su trato con Octavio Paz, durante la embajada concurrente de éste en Sry Lanka. Hablamos de las reflexiones que el Nóbel mexicano había hecho sobre su obra y su persona. Clark estaba radiante. Ese día, además, se cumplía uno de sus vaticinios literarios. Recordemos que su maestría en el género de la ciencia ficción le había permitido imaginar avances científicos que se han ido verificando con sorprendente puntualidad. En un momento determinado, después de buscar en un viejo ordenador de los que hoy se antojan antidiluvianos, me pidió que diera la vuelta al escritorio para compartir las primeras imágenes de la zonda de la NASA, el “Pathfinder” en Marte. Clarke decía estar convencido de que hay vida en el planeta rojo, aunque solía decir que «era demasiado bonito para ser cierto». En la pantalla se podía distinguir el “todoterreno” que se había posado de manera suave, y ya transmitía las primeras imágenes de ese mitológico planeta. Clarke, radicaba desde 1956 en Sri Lanka, esa isla asociada desde tiempo inmemorial con el paraíso terrenal y que conoce períodos infernales, de atenernos al último Tsunami y al terrorismo Tamil. En ella radicaron otros dos genios de la literatura, Pablo Neruda y Paúl Bowles. El chileno representó a su país como cónsul. También conocí su pequeño bungalow de dos alas y el famoso porche donde don Pablo se sentaba a tomar su whiskey de las seis de la tarde acompañado por una mangosta domesticada, la misma que le hizo pasar una vergüenza terrible, al huir despavorida de una cobra que asustaba a los niños del vecindario, como lo narra en detalle en las memorias de su experiencia en Asia. En la actualidad radica allí una familia musulmana que me dejó recorrer las humildes habitaciones donde se fraguaron algunos poemas de “Residencia en la Tierra”, uno de sus libros más redondos y enigmáticos.
Por su parte, Paúl Bowles, quien en realidad vivió y murió en Marruecos, en una buena racha de pagos por derechos de autor había logrado comprar la isla diminuta de Taprobane. La propiedad poseía una casa formidable, edificada sin puertas para que se escuchara mejor el rumor de las olas, y que había construido el extravagante conde francés, Mauny-Talvande, en forma octogonal, en recuerdo del Taj Mahal. Bowles pasó largas temporadas allí, escribiendo y recibiendo visitas de amigos en un lugar sin agua potable ni luz eléctrica, al que se puede todavía acceder a pié cuando baja la marea. He visto una vieja instantánea donde se puede ver a Peggy Guggenheim arremangándose la falda para llegar al imponente peñasco del gran musicólogo y novelista norteamericano.
A Clarke, quien Kubrick inmortalizó para el séptimo arte adaptando un cuento suyo como guión de “Odisea en el espacio”, una de las más bellas películas del género, lo volví a encontrar en las recepciones oficiales de la conmemoración del cincuenta aniversario de la independencia de Sry Lanka. Desafortunadas declaraciones suyas al ‘The Sunday Mirror’, en las que reconocía su admiración por los efebos de la isla le habían puesto en serio entredicho, a grado tal que la expectativa mayor de esos actos se centró en observar si el Príncipe Carlos de Inglaterra le extendería o no la mano en el momento de las salutaciones. El heredero de la corona no desairó al escritor, que llegaría a convertirse en Caballero del Reino Unido dos años después del escándalo. Presencié la escena porque mi turno era el inmediato en la fila.