Opinión Nacional

Casa en el aire

Acabo de comprar una isla. Esta frase, dicha así, suena petulante y en parte es falsa. Lo que adquirí fue un espacio abierto de menos de noventa metros cuadrados frente a una pequeña isla de verdes paradisíacos. Para tener una idea más precisa de sus proporciones vírgenes, basta imaginar que se puede circunnavegar en un Cayak a remo doble en una hora y media, si la mar está tranquila y se hace a ritmo continuo y sostenido. El pequeño departamento, para los estándares del norte del continente americano, es lo que se ha dado en llamar un «Loft»; aunque el origen de la finca fue una hacienda mexicana y no un pabellón industrial, el espacio del pequeño piso es todo abierto, con muros solamente en el baño. Cosa curiosa, siempre quise habitar un sitio sin tabiques. Una «Casa en el aire» como la del libro de poemas que Margarita Paz Paredes escribió en los Planes de Renderos en San Salvador (donde ahora habita el mejor pintor centroamericano, Roberto Huezo) o como la imaginada en el famoso «Vallenato» del colombiano Escalona.

El apartamento en cuestión, situado en una península de una ciudad marina del Pacífico, se asoma a una isla poblada solo de día por vacacionistas que dejan su peor impronta: detritus. No obstante, sigue conservando un paisaje, una flora y una fauna que podrían ser las mismas desde hace miles de años. La isla tiene eminencias significativas, ancladas en rocas gigantescas, artísticamente distribuidas. Y ésta no es una frase para adornar el texto. Lo digo porque he trabajado en un proyecto que llamo «Esculmares», producto de una observación minuciosa de sus riberas. Muchas de esas rocas enormes, del tamaño de un enorme monumento, son precisamente eso, una suerte de monolitos y esfinges talladas por los vientos, las lluvias, tormentas y las altas mareas. No se necesita mucha imaginación para otorgar características zoológicas a esas piedras que han pulido el sol y las eras. Sin embargo hay que reconocer que el bosque oculta los árboles y para subrayar el arte figurativo salvaje y natural de los rostros y animales que descubro, es necesario «aislar» las superficies. Hasta ahora lo he logrado de forma «virtual» es decir, a través de montajes fotográficos y partiendo de un ejemplo ¿influjo? artístico, en sentido inverso. Parto del modelo de la obra de Christo y de su mujer Jeanne Claude, que han adquirido reputación por cubrir edificios, puentes, islas, ríos, parques, «envolviéndolos» con lonas y telas. Lo mío es al revés: propongo cubrir las rocas o los fragmentos que contaminan las imágenes. Es una propuesta de «cubrir» para destacar, no para ocultar. Esta labor se inscribe en lo que muchos llaman arte «conceptual». Se trata de «intervenir» el paisaje sin «tocarlo» con elementos agresivos, como pinturas o resinas. Las telas que enmarquen las figuras seleccionadas tendrían que sujetarse con cuerdas marinas y con estacas clavadas en la arena. La exposición-instalación de «Esculmares», de encontrar eco el proyecto en instancias patrocinadoras, consistiría en una muestra efímera que solo podría observarse desde el mar, revelando la mano caprichosa y mágica de la naturaleza, combinada con la capacidad humana de fabular. El resultado final quedaría registrado en material fílmico que contendría el proceso entero para su difusión masiva.

Cuando en el principio hablé de que habría «comprado» la isla frente a mi «loft», solo quería jugar con un término imposible. Un hermoso paisaje, perteneciendo a todos, pertenece a cada uno. En ese sentido pienso en el tramo de mar rocoso de Pablo Neruda en «Isla Negra» la residencia chilena en la que se ensañaron los militares golpistas de su país, tan solo porque representaba un espacio amado por un poeta de la libertad. Nunca he estado allí, pero he asistido a reportajes de televisión sobre ese enclave poético, conozco muchas fotografías y los mascarones de proa que coleccionaba Neruda. A estos últimos los vi en una muestra itinerante en la sala de Telefónica en Madrid. También evoco la isla, esa sí adquirida efectivamente por Paul Bowles, en la antigua Ceilán; la casa de piedra de Robert Graves en Deiá, en la costa occidental de Mallorca y la casa de Dalí en una cala cercana al Cap de Creus. No cabe duda que una «cámera con vista» como lo enunciaba la película sobre la pasión inglesa por la Toscana, es un elemento apetecible para la creación, en todas sus facetas. En el fondo anda uno siempre buscando rincones significativos, colindantes con la belleza. En eso he tenido una inmensa fortuna. Ya hablaré de los espacios vitales que me depararon ciudades como El Cairo, Barcelona o Roma. Ahora concluyo con dos casas que pudieron ser moradas mías y que terminaron sin albergarme, por razones prácticas una, y de superstición, la otra. En Río de Janeiro descubrí, por el rumbo de San Conrado hacia la Barra de Tijuca, una estructura de madera encima de un acantilado. Las puertas y otros materiales provenían de deshechos de casonas antiguas. La entrada poseía el portón de una estación de tren. La estancia del primer piso, que descendía en dos planos más, se beneficiaba de un enorme tragaluz con vidrios de varios colores que proyectaban cambios de luces y tonalidades según la marcha del sol. Lo más sorprendente no era la vista recortada sobre el precipicio marino sino la mesa de centro de una sala cavada en un piso de duelas de madera. La superficie de la mesa consistía en un enorme vidrio grueso y estaba colocada sobre un vano. Desde allí se destacaban varias rocas lamidas incesantemente por las olas y la espuma brutal del Atlántico brasileño. La casa no tenía un solo barrote o pasamanos y yo tenía dos mininas que lamentablemente no sabían volar. Esa hubiera sido una de las casas más espectaculares de mi vida; la otra, en las laderas de San Salvador, con vista a su volcán majestuoso, gozaba también de un juego de varios pisos espectaculares dispuestos en escalón descendente y en la época aún no vivía restricciones de prole. Allí el problema para no alquilarla, después de haber sido seducido por la vista accidentada del Valle de las Hamacas, fue mi lectura de «Bajo el Volcán» de Malcom Lowry, que detalla la atracción funesta de los precipicios. Un vértigo literario me impidió rentar un espacio soberbio sobre una suerte de acantilado urbano, pero la «advertencia» la leería después en otro sentido. A los pocos meses mi padre falleció en un accidente de carretera, despeñándose en un puente sobre un río que arremeda bien las cañadas de Cuernavaca en las que se inspiró Lowry para su obsesión Dantesca.

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