Pepenar recuerdos
Me imagino que a ustedes les pasa lo mismo, porque “atesorar” cosas ha de ser una maldición universal. Algunos comenzamos desde la infancia. Mi madre cuenta que me daba por recoger piedras. Ese hábito lo recuperé muchos años después y comencé a guardar vestigios petrificados que encontraba en mis andanzas por las ruinas romanas, griegas ó egipcias. Fragmentos de alguna vasija. Piezas quebradas de cerámica. Me hacía ilusiones sobre su valor arqueológico, pero no eran más que pedazos de un rompecabezas histórico que no se volvería a armar jamás. Tras muchos viajes por el mundo se fueron acumulando esos guijarros anónimos, sin ninguna anotación, sin la etiqueta propia del estudioso de la antigüedad. Y una vez extraviado su origen perdían significado y se convertían en basura. Sí, en un estorbo, además. Aquellos objetos pepenados con tanto cuidado y trasladados en mochilas o portafolios ya no servían ni de pisa papeles. Estoy plenamente conciente de su inutilidad. El problema sobreviene cuando no se es capaz de renunciar a ellos. Nos duele tirarlos. Se forma un vacío en el estómago solo de pensar en deshacerse de esa suerte de fetiches que un día representaron algo valioso para nosotros en su gratuita banalidad. En este preciso instante me viene a la cabeza el pedazo del ala de un ángel que me encontré tirado a media calle en un poblado medieval de la Toscana. Era casi de madrugada y confieso que había bebido un buen vino de la región en grandes cantidades. De allí que el hallazgo tuviera visos poco claros. Se trata, porque no me he deshecho de ella, de una pieza de mármol arenoso, una suerte de travertino suave, que con toda certeza formó parte de una escultura en relieve y que algún facineroso habrá arrancado tan solo para dejarla abandonada en plena huída. Al día siguiente desandé las callecitas empedradas en busca del resto de ese trofeo conquistado bajo una bóveda celeste de azules profundos. En el verano, en esas colinas donde se encuentra Florencia se celebra una noche en que llueven estrellas fugaces. Mi trozo de ala fue la materialización de esa noche de las lágrimas de San Lorenzo.
Otro objeto preciado, entre la larga lista de cosas encontradas, es un trozo de una figura de barro con que me tropecé entre las ruinas donde el Buda histórico formuló su primer sermón, una vez alcanzada la iluminación. Sarnath se encuentra en las afueras de Benarés, la ciudad sagrada de los hindús, a orillas del río Ganges; allí se localizan los crematorios más célebres de la India. Quienes mueren a las orillas del Ganges, divino reflejo de la vía Láctea en la tierra, creen que su cremación allí podría frenar el doloroso ciclo de las reencarnaciones. Así que la imagen que más prolifera en ese burgo de contrastes formidables es la de los moribundos a los que su fe ha movido para peregrinar y dar su último suspiro frente a ese río legendario. Buda vivió en los alrededores, en una época en que Varanasi era un centro religioso e intelectual de primer orden. El fragmento de rostro que recogí en Sarnath y que tiene al menos dos mil años, proviene de la primera estupa que contiene reliquias preciosas. En la antigüedad se trataba de un bosque donde abundaban los venados, animal sagrado para los seguidores del príncipe Gautama. No pienso deshacerme de ese fragmento simbólico y estudio la posibilidad de incrustarlo en una pieza contemporánea de bronce.
En Egipto recogí piedras en las pirámides y en Luxor. Eran guijarros significativos solamente por el lugar de proveniencia. En los mercados se pueden encontrar todavía formidables reproducciones de los famosos escarabajos con inscripciones jeroglíficas en su base. Por más que recorrí con mucho cuidado las ruinas del alto Egipto nunca me deparé con algo auténtico. La “industria” de las antigüedades se cultivaba ya antes de los saqueos de Napoleón. Por eso no le di tanta importancia a unos fragmentos de tejidos coptos, tres pequeñas cenefas, que compré en el mercado de Khan el-Khalili. Por más que el vendedor afirmaba que provenían de antiguas tumbas cristianas, no era fácil creer un ápice a esos mercaderes. Los tejidos parecían provenir de tiaras sacerdotales. Dos de ellos eran más antiguos. En uno se pueden percibir claramente los motivos helénicos, lo que supondría su origen en la tradición Ptolemaica. El otro fragmento esta decorado con motivos geométricos, y eso le confiere características islámicas. Se trata de una cruz gamada similar a los símbolos del hinduismo. Una vez de regreso en México, allá por el año de 1978, mostré los tres textiles a quien dirigía entonces el Instituto de Antropología, el notable escritor mexicano don Gastón García Cantú. Los mandó restaurar, y les colocaron una invisible malla de seda. El análisis correspondiente fechó en más de un milenio al más antiguo, con una curiosidad. Tenían restos del virus de la difteria y éstos también eran antiquísimos. Por lo tanto si es muy probable que provinieran de tumbas de Alexandría. Esas tres piezas las conservo enmarcadas entre dos cristales para admirar sus dos fases y son parte de una iconografía única que conforma una galería personal.
De alguna manera estoy haciendo trampa, porque no hago más que dotar de sentido a objetos materiales que he ido coleccionando a través de mis viajes por el mundo. Confieso que la palabra “coleccionar” me es antipática. Pero no hay otra y debo asumir esa triste inclinación por acumular objetos que luego yacen arrumbados en cajones perdidos en bodegas o diseminados en dos o tres residencias mías y de mi familia. De vez en cuando uno echa falta de uno de esos objetos aparentemente “preciados” y como juguete de infante nos provoca su manipulación inmediata. Sufrimos lo indecible si no recordamos qué destino tuvo esa figurita del anterior Sai Baba que compramos en el bazar de Bombay ó donde quedó la pequeña talla de San Sebastián que regateamos en Goa. En el fondo lo importante es recordar la disposición de nuestro museo de pequeños elementos materiales que recuerdan las vivencias, como si no fuera suficiente haber vivido tantas cosas que tampoco merecen quedar registradas en la memoria. Conforme pasan los años la operación contraria comienza a trabajar silenciosamente. Para mi el problemas estriba en cómo deshacerme de tanta cosa supuestamente significativa, sin atreverme a regalarla sin más ni más. Es como si quisiéramos pasar la estafeta de este hábito insano de acumular papeles y objetos, toda suerte de periódicos y recortes; fotografías y grabaciones, en una palabra, lo que consideramos nuestro mundo porque lo sancionamos nosotros y aparentemente nadie más. Hace unos meses el gran cronista que es el novelista y periodista español Manuel Vicent escribió un artículo en El País del que me deshice haciéndome el distraído. Ahora se porqué. En él, Vicent se burlaba de la manía de conservar hasta las cosas que ya no sirven y del peso que provoca en el alma esa práctica común. Nuestras casas son una especie de bazar al revés, porque nunca venderíamos lo que exponemos cotidianamente ni al único postor que somos nosotros. Bolsas, portafolios, zapatos viejos forman parte del inventario. No se diga los aparatos inservibles que permanecen a la espera de su arreglo para seguir aprovechándolos. Y la ropa. Cómo duele deshacernos de los pantalones y las camisas que ya no nos quedan. Guardamos las tallas anteriores con la esperanza de perder los kilos que nos obligan a vivir con los guardarropas del fantasma que fuimos.
Pablo Neruda guardaba de todo en su casa de Isla Negra. Principalmente los famosos mascarones de proa que fue consiguiendo en todos los puertos de desguace del mundo. Durante el golpe de estado en Chile los militares decidieron que había que arrasar con los recuerdos del inmenso poeta y con los recuerdos que le recordaran a la gente la estatura de un chileno universal que también coleccionaba amor por su pueblo y por su gente, al contrario de Pinochet, coleccionista siniestro de soldaditos golpistas.