Una casa para estudiantes
Frank Lloyd Wright quería prolongar la experiencia docente de Taliesin del Este, durante los arduos meses de frío de Wisconsin, en un ambiente más adaptado a su modo de vida de hombre mayor. Y fue así como en 1937, en sus sesenta años, concibió la idea de abrir en el desierto de Arizona una escuela de invierno. Había estado trabajando en Arizona. Eran tiempos de poco trabajo no sólo porque aún no se había recuperado totalmente la economía americana de la Gran Depresión del 29 sino por las dificultades surgidas por su enfrentamiento con los sectores más conservadores que por repudiar su vida privada ya no confiaban en él. Le habían encargado un proyecto importante que nunca se construyó pero le ayudó a enamorarse del desierto.
Encontró un pedazo de tierra que podía comprar por poco dinero, en Scottsdale, al norte de la capital de Arizona, Phoenix; una colina pedregosa desde la cual podía dirigirse la vista hacia la zona desértica inmediata, hoy poblada con poca densidad de suburbio y cruzada de Avenidas y Autopistas. Allí decidió construir Taliesin West y fiel a su mirada de habilísimo constructor comenzó por definir unos terraplenes limitados por muros de piedra que trabajó con una técnica diferente a la de sus precedentes experiencias: piedra bruta, usando piezas de gran tamaño extraídas de zonas cercanas, de un color entre rojizo y dorado que todavía son una admirable lección de sensibilidad hacia los materiales y de experticia en su uso.
No creo que haya ningún arquitecto que pueda permanecer indiferente ante la extraordinaria fuerza de esos muros que son soporte o cerramiento complementario de las estructuras de madera, concebidas inicialmente para soportar simples lonas que protegían del rigor solar aprovechando la ausencia de lluvia. Aflora una leve envidia al imaginar el proceso artesanal que puede hacer realidad la hermosura que resulta de todo trabajo con las manos guiado por una disciplina, por un saber, en este caso el saber construir, dirigido por este hombre calificado por muchos de arrogante pero en realidad poseído por un espíritu sacerdotal que hacía de quienes trabajaban para él fieles discípulos, participantes de sus convicciones. Son muros construidos con encofrados, es decir, armando un molde en el cual se colocan las piedras con sus caras más planas hacia la superficie que quedará expuesta y vertiendo el mortero para que selle las juntas y se constituya en una especie de muro ciclópeo.
La madera es toda pintada del “rojo de Wright” sin que por ello pierda su condición natural, porque la pintura se aplica sin sellar las fibras, es decir, dejando visible la textura. Y por todas partes los detalles “decorativos” que eran característicos: remates con figuras geométricas en los extremos de las cumbreras de los techos, estrías en las columnas para resaltar su ensamblaje, pináculos, cenefas dentadas, lámparas esféricas que flotan solas o en conjunto, todo un arsenal personal que podía generar rechazo en las mentalidades de la modernidad de la posguerra debido a su cierto barroquismo, pero que adquieren todo su sentido en la atmósfera, en el mundo estético podría decirse, de esta precisa arquitectura. Del mismo modo que lo tiene su mobiliario, sus sillas, sus poltronas, que tal vez individualmente no hayan trascendido como trascendieron las sillas clásicas de la modernidad como la Barcelona de Mies, o las de Breuer, Alvar Aalto o Le Corbusier, que se siguen produciendo como si fueran de hoy, pero que parecen naturalmente familiares a los rincones para los cuales fueron diseñadas. Es una búsqueda de totalidad muy vinculada a una estética irrepetible y que tal vez por ello exige en cierto modo una aceptación previa, un asentimiento pasivo por parte del visitante: estamos penetrando un universo que siendo privado aspiraba a convertirse en patrimonio general, creado desde un mundo personal que por estar vinculado a las cosas más propias del hombre, en este caso el uso de los materiales naturales, se convierte en nuestro. No hay espacio aquí para la indiferencia.
El lugar es en realidad, al igual que el otro Taliesin, la casa de Wright. Por eso mismo, en ambos lugares lo que percibimos es, pudiera decirse, la quintaesencia del credo wrightiano. Son edificios que funcionan como manifiestos, como legados, como resumen del patrimonio arquitectónico de su autor. Hasta el dormitorio del arquitecto, en uno de los edificios, parece un manifiesto en su modestia, en sus dimensiones, con un baño socavado en las paredes de piedra que él revistió en los años cincuenta en acero inoxidable para resolver problemas de humedad. No es una casa para un cliente y por ello tiene la naturalidad de quien no necesita representar sino ir hacia sí mismo, tal como ocurre por ejemplo en la casa del lago Léman, para la madre de Le Corbusier, maravillosa pieza de modestia, de recato y de genio, tan distinta del perfeccionismo ampuloso característico de los tiempos que corren.
Y la propia casa es un lugar ideal para trasmitir a otros lo que es producto de nuestro ejercicio o nuestra reflexión. Tuve esa impresión al visitar a Jorn Utzon en su casa de Mallorca, o al recorrer la casa de Roelof Uytenboaardt en Cape Town, Suráfrica, ambas piezas maestras de arquitectura controlada y esencial. Nunca visité la casa de Alvar Aalto, pero en las fotografías y en los relatos de amigos que estuvieron allí se resalta su extrema sencillez, perdida en un bosque junto a un lago, con muestras de aparejos de ladrillos en los muros, de cerámica que después usó en sus edificios. Porque la casa tiene la virtud de mostrar directamente, aún más que cualquier edificio, el alma del arquitecto, libre de artificios. Los dos Taliesin tienen esa condición sin ser pequeños o sencillos. Esto último puede decirse porque la arquitectura de Wright tiene un dinamismo formal que escapa a nuestras referencias sobre lo sencillo. Pero en su ausencia de refinamiento, en su crudeza, en su vínculo con atmósferas esenciales, reside su sencillez.
La presencia extraordinaria de los muros de piedra. En el recuadro, la habitación de Wright
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