Ave y hangar en plena laguna del carpintero
Progreso, no puede ser sinónimo de destrucción. Lo digo así porque en nombre de la necesaria transformación urbana, tendiente a la promoción económica, en lo productivo o en lo turístico, se cometen crímenes sin vuelta de hoja, daños irreparables a la ecología, y se rompe la natural dimensión de los paisajes. En nombre de la pujanza, el dinamismo, del avance de la sociedad, no se pueden dejar de escuchar las voces que con todo derecho opinan de manera diferente; sobre todo frente a proyectos que pueden significar el rompimiento de equilibrios, irreversiblemente. Siento que me está costando hablar del tema. De hecho, lo había aparcado. Un viaje reciente a mi ciudad natal había “removido” mis conflictos con el terruño y no quería hablar de mis desilusiones. Pero ésta mañana la televisión francesa internacional mostró una estación balnearia en Bélgica, llamada Le Coq sur Mer. Me quedé prácticamente sin aliento frente a los edificios de la Belle Epoque y a la convivencia con los estilos nuevos. Pusieron el dedo en la llaga. En la herida abierta que representa la preservación de los sitios. En la armonía de los espacios. En la atención debida a los estilos. En el respeto al hábitat. En la deferencia cuidadosa por los entornos. En los conceptos prácticos que no abjuran de la estética. No hay ser humano sobre la faz de la tierra, de cualquier extracción social, que no aplique criterios de belleza sobre su lugar de residencia. Las enciclopedias de arquitectura están llenas de ejemplos. Basta ver las fotografías de muchos pueblos africanos. Los subsaharianos erigen atalayas magníficas con bosta de vaca, carrizo y lodo. Los habitantes de las riveras del Nilo diseñan “palomares” que recuerdan torres de babel. En el sur de Italia subsisten los Trulos, construcciones de planta circular, cuyo interior está dividido en varios ambientes, rematados por cúpulas cónicas falsas. Ya los habitantes de Mali se fortifican con arena prensada contra la furia de la arena en épocas de secas, y así por delante. El estilo arquitectónico no tiene que ver con recursos económicos. En Europa tenemos el ejemplo de la opulencia. Y han sabido conservar, guardar, preservar. Estas palabras en infinitivo se desdoblan en otras: presumir, explotar, gozar. No creo que haya alguien que se arrepienta de no haber tirado abajo los barrios vetustos, otrora nidos de ratas y prostitución, que colindan con la plaza de la Bastilla, en París. Apenas hace cuarenta años nadie daba un centavo por habitar en el Marais. Hoy es imposible comprar allí cuarenta metros cuadrados a un precio razonable para una clase media alta de nuestros países. Sin embargo, también los franceses han cometido errores graves y lo reconocen. Destruyeron el mercado de Les Halles, arrasaron con estructuras metálicas extraordinarias, reformaron toda el área, convirtiéndola en un espacio sin mayores propósitos que el paseo inane. Pero todo mundo prefiere recorrer las calles históricas, a merodear por parques desangelados, que solo conducen a centros comerciales subterráneos, emulando “Malls” de Houston. Parece ser que todo el proyecto está siendo revisado a fondo y pronto veremos propuestas que recuperarán de algún modo lo perdido. El problema con la preservación, aunque pasa por lo económico, es también de talante. Se necesita respetar el pasado para proyectar el futuro arquitectónico. Si el lugar es virgen hay que estudiar a fondo el verdadero impacto ambiental y social. Ya no son tiempos de acatar las voluntades de los poderosos, sin someterlas al fino tamiz de la opinión pública. A mi me toca de cerca el tema de la ciudad donde crecí. Tampico es un puerto del golfo de México rodeado de mar, ríos, lagunas, esteros, agua en una palabra. El paisaje que se revela desde el espacio aéreo es formidable. La fuente de la vida ha regalado, a esa especie de delta, un don inigualable. Ya sus habitantes han dado espaldas a las riberas del río y de las playas desde tiempo inmemorial. Las construcciones erigidas en las colinas que asoman hacia el Pánuco, no lo encaran. Las zonas bajas, con peligro constante de inundaciones, no reciben mayores atenciones. Se tiene en el olvido un bastión que podría convertirse en un rincón turístico, en una marina, en un pequeño barrio cerrado donde podría funcionar un centro de estudios que preparara jóvenes para la industria turística, con escuelas de gastronomía y restaurantes. Hablo del recodo del río que conformó la “Isleta”, un territorio prometedor que atestigua el paso de las embarcaciones y donde podría generarse un centro histórico moderno, dentro de un centro que aún conserva, gracias a la pobreza, paradójicamente, casas y caserones de extraordinaria dignidad arquitectónica. Ese lugar recuerda, todas las enormes proporciones guardadas, los galpones industriales de puertos como el Havre o el propio Nueva York. Restan allí cascarones metálicos como los “Loft” que tanto atraen a los artistas y a los restauranteros. Aun quedan vías de furgones en el trazado de sus calles cuadriculares y corre una brisa única en el puerto, que proviene de la laguna de Tamiahua. Esa área renovada representaría un pulmón de oxígeno para una ciudad que aún puede recuperar un pasado modesto, pero de fina elegancia. Pero lejos de ello, han desdibujado a Tampico sus autoridades. Hubo un alcalde de triste memoria que decidió cortar todo árbol que diera sombra en la plaza principal. Tengo en mis manos un álbum estupendo de fotografías de los años cincuenta que muestran un zócalo con especies de la región que invitaban al paseo y a sentarse en las bancas que ahora lucen desiertas. Cómo no. Nadie en su juicio cabal soporta los rayos del sol a plomo. Los señores que asean calzado apenas cubren a sus clientes con un techito de lona inclemente, bajo los treinta y cinco grados y la altísima humedad característica de nuestro puerto. Perdón que insista, pero a ese político no se le ve caminar nunca por las aceras candentes y su desprecio por la gente no será fácilmente olvidado. Su herencia es de agujeros, como dirían los prehispánicos. En mi infancia y en mi adolescencia los atardeceres allí eran un concierto de aves regresando a su refugio. Nadie se quejaba de los proyectiles de sus necesidades fisiológicas, tal vez el único reparo entre tanto júbilo canoro. Pugné mucho, en charlas de café y discusiones con amigos, de la necesidad de contar con calles peatonales. Ya abrieron tres. ¿Porqué no imaginar ahora, de edificio a edificio, una estructura de lonas blancas como velas, creando un pasaje de sombra? Hoy en día hay que caminar untado al metro umbrío de las marquesinas de establecimientos comerciales que compiten en una guerra de decibeles para atraer incautos. Y ya puestos en el ejercicio de imaginar mejoras: soñemos en un centro histórico de color blanco. Ese pigmento tiene efectos no solo en la imagen de limpia transparencia; tiene la virtud de “disfrazar” las barbaridades arquitectónicas. El edificio más feo neutraliza su carácter al uniformizarse con otros. La temperatura baja algunos grados. El ahorro de luz es notable. Psicológicamente se siente uno más fresco. La llegada al puerto sería notable desde el aire o desde el río. Alguna vez se le llamó ciudad blanca a Mérida. Ya perdió el derecho. Podríamos reivindicar el título y ocultar nuestras vergüenzas arquitectónicas con neutralidad, y a la vez resaltar la arquitectura popular de principios del siglo pasado. Habría que recuperar el trazado antiguo de nuestras plazas y jardines. Son contadas con los dedos de una mano. Retornar al edén subvertido, como diría López Velarde, solo nos haría más felices. No se quien está construyendo el triste edificio que destruyó también contornos naturales de la Laguna del Carpintero, pero su elipse no dialoga con el bello trazo del espacio cultural metropolitano que alberga el estupendo teatro de Eduardo Terrazas. Sin mayores consultas, de nuevo, se han inventado un centro de convenciones en una ciudad que no compite con Acapulco o Cancún, destinos naturales para ello, y decidieron romper el espejo de agua de una laguna que costó mucho sanear. En todo caso, porqué no levantar un palacio de convenciones en Altamira, que conoce un desarrollo portuario de grandes proporciones en nuestro país. En otros lugares estarían estudiando la manera de “crear” manglares cercanos a su centro histórico. Nosotros tratamos de acabar con ellos, en nombre de un progreso que puede ser el disfraz de algunos negocios. Otro alcalde, de esos que se benefician de que los electores olvidan sus desastres para volverlo a votar, concibió planes destructivos que aún amenazan la laguna. A la erección del Teatro, que desde diversos ángulos recuerda un ave, se le contrapone un “hangar” que ya destruyó su armonía.