El ambiente es la vida
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Una de las preguntas infaltables en la vida de todo ser humano y de seguro presente en sus momentos de íntima reflexión, es aquella formulada con frecuente insistencia, la mayoría de las veces sin propósito consciente: ¿Qué es la Vida? Esa interrogante generalmente se plantea en primera persona, porque se asocia inicialmente con la experiencia y expectativa personales. Es una cuestión que puede encerrar dentro de sí innumerables interrogaciones que surgen en la búsqueda de detalles, de particularidades, colocándose en evidencia que estamos frente a una familia de dudas e incógnitas que no tienen una sola respuesta. No obstante, cuando superamos la periferia de lo personal y abordamos lo exterior a nosotros mismos, encontramos una respuesta clara a la clave codificada que encierra la interrogación planteada: el ambiente es la vida.
No hay vida sin ambiente. Ni siquiera la consciencia de ella. El ambiente es el factor capaz de contenernos en la globalidad de nuestros procesos y funciones, bien sea como individuos o como sociedad. La vida a su vez, la existencia de lo orgánico, de lo que se reproduce asimismo, se establece en base a conexiones que destacan por su diversidad, fluida interrelación y una serie de encadenamientos de eventos donde las formas parecieran ser recipientes temporales de algo todavía mayor e inesperado, una suerte de energía capaz de manifestarse en un estado material y otro inmaterial, que no se ve pero que se comunica.
Recientemente se ha descubierto, la capacidad de “lo inanimado” para emitir sonidos y más allá de ellos, vibraciones “silentes” que logran colocar entidades diferentes en condiciones de operar de manera conjunta. Esta comunicación, más allá de la vida, nos revela la importancia que reviste el ambiente para garantizar la existencia de los medios que permiten la manifestación de ésta. Cuando lesionamos al entorno en el cual vivimos, en la creencia indolente de que no tiene nada que ver con nosotros, que no es nuestra propiedad, que es ajeno a nuestra realidad, lo que colocamos en expresa evidencia es la ignorancia o falta de cultura biológica que manifestamos en nuestro hogar y fuera de él. Cuando observamos como se construyen edificaciones grandes o pequeñas , públicas o privadas, sin contemplar un parque, un jardín, un árbol, no podemos menos que lamentar la pobreza de valores ambientales en quienes construyen la ciudad, restándole a la población y negándose a si mismos, la calidad de vida que solo el verdor de las plantas concede. Desconocen en verdad, que quien vive sin plantas vive menos y con menor plenitud. Que para que la vida tenga sentido, necesita llevarse cerca de un jardín, porque existe un evidente paralelismo funcional entre las plantas y la calidad del aire que se respira.
Una respiración más limpia y prolongada, tiene notables efectos benefactores en la salud. Permite una mejor coordinación física, retarda el envejecimiento y cuando éste aparece, permite vivirlo con lucidez extraordinaria. Permite tolerar el dolor que no es otra cosa que el grito de las células y los tejidos cuando les falta el oxígeno.
Un día de campo o playa no contaminada, le confieren los nutrientes a la vida que el concreto y el asfalto le roban. Una conversación o un encuentro en un espacio verde, es mucho más pleno y gratificante que otro en los laberintos citadinos, donde los ruidos de la urbe devoran cualquier instante de solaz.
Sin embargo, vemos como multitudes de seres humanos se agolpan en interminables colas, promoviendo el suicidio de la tranquilidad colectiva, manifestando
un acelerado ritmo de vida que es el caldo de cultivo ideal para que las destructivas enfermedades psicosomáticas aparezcan, operando como carceleros implacables de la humanidad que transpira angustia, zozobra y ansiedad en grado extremo, creando el ambiente ideal para que depredadores humanos aparezcan de los nichos laberínticos de la urbe , convirtiendo la surrealista condición alienante en la trágica circunstancia del delito atroz del asesinato, del secuestro, del atentado contra la integridad de la vida.
En algún momento de nuestras vidas, hemos leído o escuchado la hermosa descripción del Jardín del Edén. En un estado de idílica contemplación y disfrute, el ser humano vivía en el nirvana de la contemplación placentera, teniendo a la mano todo lo que necesitaba para vivir sin privaciones, apartado de la maldad y del dolor, rodeado de una inconmensurable naturaleza irrigada por cuatro ríos que plenaban de vida aquél paraje. Si leemos con profundidad reflexiva el relato, nos percatamos que no había oro, ni plata, ni diamantes, ni otros minerales o metales preciosos que hicieran “rico” o “poderoso” al ser humano que habitaba tal paraje. Sin embargo, nunca antes ni después, tenemos una sensación humana de vivencia de la felicidad como la relatada en el famoso pasaje bíblico.
¿Qué hacía del Edén el lugar perfecto para la morada del ser humano? Evidentemente, el verdor espléndido de su vegetación. La abundancia de agua, de alimentos, de recursos para la vida, que abonaban ese suelo fértil proporcionando el sustento, el resguardo, el hogar, el vestido, la seguridad bienhechora de la armonía total, donde el trabajo es a la vez recreación, porque se hace en el extraordinario paraje donde la diversidad natural llena de maravillas y novedades el paisaje, en una riqueza inagotable de nuevas especies por admirar y disfrutar.
En ningún momento, aquél hombre pensaba en explotar el suelo y defoliarlo. Sentía un enorme respeto al entorno que le rodeaba.Era el obsequio de su Dios, su creador, para que le solazara su comunicación con toda la vida que florecía como nunca en aquel lugar que llamó el Paraíso. Toda su mirada, todos sus sentidos, se recreaban en la vida de aquel espectáculo maravilloso de hermosura vegetal que reproducía en la Tierra mas colores de los que eran visibles en el arco iris. Dios vivía en sus obsequios a la Creación, Dios vivía y hablaba en su obra. El ser humano eran sus cuerdas vocales, al que le permitió articular palabras cónsonas con sus ideas y pensamientos, pintor de letras y dibujos, imágenes y sonidos, artista por admiración y científico por observación. Allí estaba la concesión del pleno ejercicio de sus talentos.
Pero cuando el espejo de Dios, el ser humano, quizó convertirse en su fragmentador y pretendió romper la armonía de lo que ya estaba reunido, comenzó a incomunicar las piezas y elementos de la orquesta natural aislándolas del entorno, estableciendo desequilibrios que desencadenaron consecuencias insospechadas y no previstas : dos de los cuatro ríos se secaron, las aves migratorias dejaron de frecuentar el idílico paraje, las abejas polinizadoras emigraron , puesto de que ya no tenían las flores fantásticas que emergían de las semillas que portaban la aves visitantes, las cuales solían traer distintas especies exóticas, varias por temporada. Así entonces, la dulce miel dejo de encontrarse, pero tambien los frutos porque ya no había polinización cruzada, y la fauna que de ellos se alimentaba.
El hombre comprendió que el ambiente era la vida que él había expulsado del Paraíso cuando lo convirtió en un desierto que lo obligaría a ser nómada, sin encontrar un sitio similar a él, porque para encontrarlo, el que había perdido, lo tenía que reencontrar en la revalorización del respeto que había perdido al ambiente extraviado, agrupar de nuevo las piezas que Dios había inicialmente unido y colocado en sus manos. Desde entonces tenemos la misión de comprender que el ambiente es la vida y que no hay Paraíso sin su redención