Opinión Nacional

¿Cómo se hace un terrorista suicida?

¿Por qué no hay terroristas suicidas en ETA? Y ¿por qué proliferan en el vasto complejo del terrorismo de raíces islámicas? Ante un fenómeno tan extendido como es el del terrorismo suicida, merece la pena reflexionar sobre esta diferencia.

Un psiquiatra forense de EEUU, que ha estudiado cómo surgen los terroristas suicidas, escribe: “Es difícil convencer a la gente para que se sacrifique sólo por odio a sus víctimas… Por el contrario, parece mucho más habitual el sacrificio personal por razones positivas, como el amor, el honor o la gloria”.

Muchos de los actuales terroristas islámicos tampoco parecen ser devotos intelectuales incitados por motivos religiosos; sobre todo, los jóvenes de la llamada ‘tercera generación’ de terroristas, la que actúa en una yihad sin estructura jerárquica. Según el psiquiatra citado, en la mayoría de los casos que él ha analizado, los terroristas no se dejarían persuadir por una exégesis del Corán: por el contrario, eso les aburriría y no prestarían atención. Ahora bien, su desdén por el conocimiento profundo de la religión les hace aún más propensos a ser arrastrados por las tendencias extremistas.

El atractivo de la yihad, según algunos analistas, no se debe tanto a razones estrictamente religiosas como a sentimientos de índole vagamente romántica, desprendida y generosa, tan comunes siempre entre la juventud. Para los muchachos marroquíes entrevistados por el psiquiatra en la mezquita de Madrid, frecuentada por quienes participaron en los atentados del 2004, Osama ben Laden gozaba de tanto prestigio personal como los ídolos del fútbol que ellos tanto admiraban. El hecho de que un árabe rico y cultivado abandonara su país y su posición social para luchar por sus creencias le investía de un aura mítica que ejercía sobre ellos un poderoso atractivo.

Pero no hay que confundir los términos. Si el ejecutor terrorista con frecuencia no vive a fondo su religión, quienes le impulsan y dirigen sí lo hacen. Un diario londinense, financiado desde Arabia Saudita, recordaba en el 2001 que dos santos lugares islámicos —Jerusalén y La Meca— están ocupados por judíos o por aliados de EEUU, lo que convertía a la yihad en un “deber individual” de todo mahometano. En sus páginas, Al Zahuahiri, lugarteniente de ben Laden, aconsejaba cómo desarrollar esa yihad: “Siempre se puede seguir a un americano o a un judío para matarle a tiros o a cuchilladas, con un explosivo o golpeándole con una barra de hierro”.

Pero lo que en realidad explica la existencia de quien no duda en suicidarse por una mezcla de motivos políticos y religiosos es su firme creencia en una vida después de la vida, donde el sacrificio personal será recompensado magnánimamente por toda la eternidad. Es decir, lo que separa a un terrorista etarra de un suicida islamista es su distinta concepción de lo que en términos religiosos se suelen llamar los “novísimos” (muerte, juicio, infierno y gloria), de acuerdo con las peculiares creencias y prácticas de las religiones respectivas.

Así que el círculo vuelve a cerrarse sobre las ideas religiosas que, según todos los indicios reunidos, son el principal motor del terrorista suicida. En pura lógica, para quien cree firmemente en un Mas Allá donde sus acciones serán juzgadas y donde, si ha permanecido fiel a los preceptos de su religión, será recompensado sin límite en el tiempo ni en la magnitud de su dicha, la muerte habría de ser el objetivo principal de la vida; y abandonar este “valle de lágrimas”, su aspiración suprema.

El ansia por morir puede obedecer a razones estrictamente religiosas. Es muy pequeño, pues, el paso que habría que dar para transformar ese anhelo, basado en una mezcla de sentimentalismo desbordado y religiosidad afectiva, en lo que puede sentir el terrorista que acciona el chaleco explosivo que, a la vez que destruye a algunos odiados infieles, le asegura su inmediata incorporación a las bienaventuradas huestes que gozan del soñado Paraíso, prometido en sus textos sagrados.

Para tranquilidad de los españoles en general y de las fuerzas de Orden Público en particular, los etarras no han dado este paso ni parecen tener la menor intención de hacerlo.

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