Felícitas, la cangreja
Ella tiene su propia colección de arte. Ha hecho suyo un acopio de pintura que ya sobrepasa el medio siglo. Y ocupa un espacio mítico. El palacete donde vive es un monumento colonial donde funcionó la aduana del puerto. A su lado, atravesando una plazoleta descansa la noble calavera de un hombre santo, un catalán que se decía «esclavo de los esclavos». San Pedro Claver. Sobre él me acaba de contar un cuento un hombre de humor muy fino y alto vuelo intelectual: al ejercicio espiritual une la mirada de agudo cientista político. Mi amigo el padre me dijo que cuentan que cuando los reyes de España viajaron por primera vez fuera de su país, a la muerte del sátrapa, lo hicieron a este puerto del Caribe. Dicha relevante visita puso en aprietos de ofrecer un regalo significativo. A las señoras beatas se les ocurrió que no habría nada mejor que enajenar una reliquia del santo varón y diseñaron la mejor urna diminuta para el milagroso despojo. En el acto de entrega la monarca habría dicho a la cabeza coronada de su esposo: «…nosotros que ponemos distancia de la «Falange» (el partido franquista de memoria infausta) y estos señores nos regalan otra…», refiriéndose al fragmento del dedo que acababan de recibir como presente.
Felícitas, por su parte, disfruta la vecindad de lo que ha restado del personaje piadoso que sin saberlo se había convertido en el militante más ilustre de los derechos humanos. Ella misma viste de armadura y atenaza una férrea voluntad de sobrevivencia. Es guardiana fiel de acrílicos, oleos, piedra tallada y bronces umbríos. Ha sido testigo de la exposición desalmada que representa toda muestra de autor. Sabe que cada propuesta plástica es una suerte de desprendimiento interior. La mía, por ejemplo, es producto de la voluntad azarosa. He regresado a Cartagena de Indias diez y seis años después de haberme despedido de la trama deliciosa de unas murallas que me despertaron el apetito por las texturas. Juro, y ese acto impío no lo hago desde niño, que el origen de muchas de mis obsesiones con los materiales porosos que plasmo en mi pintura tienen origen en las superficies de piedra esponjosa, caracolas y corales incrustados en los bloques monumentales de las murallas cartageneras; quien no ha visto ese gusano de rocas pierde uno de los más bellos espectáculos del mundo arquitectónico latinoamericano. Una especie de serenidad indescriptible se adueña de nosotros al ponerse el sol y ver desfilar los destellos dorados de sus bordes protectores, otrora baluarte inextricable contra la codicia pirata.
Precisamente frente a las murallas tuvo casa señorial y solariega, con todo y atelier, el enorme ser humano convertido en pintor que se llamó Alejandro Obregón, mi compadre, por quien una vez llegué a escribir sobre el catálogo de su muestra en el Museo de Arte Moderno de México, que había valido la pena venir Colombia tan solo para conocerlo. Y diría más. Tuve el privilegio, con todo lo ancho y profundo de esa palabra que a veces se dice banalmente, de estar cerca de uno de los fundadores del espacio plástico contemporáneo, más talentoso y legítimo, en momentos clave de su vida, por ejemplo en su cumpleaños número setenta. Consciente de que la cita era eminentemente íntima y familiar, le dije que se la celebraría fuera de la efeméride. Se hizo el molesto y advirtió, si no estás conmigo en la cena con mis hijos, mi mujer y mis ex, te retiro la palabra. Claro que fui a la fiesta memorable en el desaparecido restaurante de Divo, el camarógrafo de Pontecorvo en la «Queimada» que seducido por las mulatas había trocado el cine por la gastronomía mediterrána. La víspera de ese acontecimiento que congregó en una mesa patriarcal a todas las familias de Alejandro, pasadas y presentes, con dos de sus hijos nos fuimos a cenar langostas al «Nautilus». Como siempre, vaciamos varios litros de blanco seco. El manejaba de regreso a su casa y decidió jugar al redondel ruso. En una glorieta comenzó a imprimir velocidad a un carrito convertido en trompo, entre los gritos de los vástagos contra la travesura. No pasó a más. Es hoy una anécdota de quien amaba la ruleta tanto como Bacon. Otra de esas noches intensas me arrastró hasta el casino para que ofrendáramos varios dólares. Una de sus frases preferidas rezaba que siempre era preferible perder que ganar. Lo suyo no era retórico. Nunca le interesó atesorar, pese a que su obra remontó cotizaciones al mismo nivel de algunos trabajos de los grandes publirrelacionistas de su generación. Alejandro Obregón quiso pintar el viento y lo logró. Pero sus vendavales lo alcanzaron. Su hijo actor, Rodrigo, me entrevistó para una película que está dirigiendo sobre la memoria de su padre, donde recoge testimonios variopintos y engarcé anécdotas ricas en la dimensión lúdica de un artista cien por ciento persona, es decir, alguien a quien su excelencia no hace perder los estribos de la más llana humanidad. Es por eso que en la primera cita internacional con la desfachatez que representa exponer la obra de un outsider como yo, he venido con 21 telas de gran formato al sitio donde nació mi inquietud por expresar mis cosas en lienzos. Además, porté hasta aquí un mural de dos lados, como moneda al aire, de tres metros por cuatro, como homenaje a Alejandro Obregón. Es una alegoría de la «Violencia», su obra más emblemática, en una realidad tan lacerante como la que viven nuestras sociedades. El cuatro de junio del 2008 cumpliría 88 años un hombre universal enclavado en una ciudad colonial de belleza inaudita. Mi reencuentro con él es en el Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias. Gabriel García Márquez escribió una de sus prodigiosas historias sobre ese recinto, resumiendo que solo le faltaba una puerta con un payaso pintado; no repetiré la trama aquí y su bello despropósito, pero si afirmaré que tal payaso ya no será más requerido. La presencia de Felicitas, la cangreja, es magia suficiente. Aunque ustedes no lo crean, la ilustre personaja llegó bebé en una de esas altas mareas que violan murallas y anidó en el pozo de una columna de la casona con quinientos años. Allí creció y allí continúa. Y celebrando su portentosa existencia simbólica, de «naturaleza viva» que no supera ni el mejor pincel, he contrapuesto un cuadro que parte de una célebre iconografía de Van Gogh, «Los Cangrejos» que ahora rebautizo en femenino y como Felícitas.